Vivir conforme a nuestra naturaleza
Los estoicos señalaron lo que nos hace fundamentalmente humanos: nuestro rasgo de «ser social» con capacidad de razonar (o lo que es lo mismo: solo es posible el progreso en el marco de la convivencia común).
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Cuando Zenón de Elea (490-430 a.C) nos decía que debíamos vivir «conforme a la naturaleza» no se refería en absoluto al posmo-progre que abraza árboles pensando que así evita la contaminación, a las prácticas de no bañarse o rasurarse o al abandono de la vacunación. A los estoicos, en realidad, les interesaba comprender qué tipo de ser es el ser humano en su particularidad propia: ¿qué es lo que nos hace únicos y en qué nos diferenciamos de otros seres?
Friedrich Nietzsche (1844-1900) en Verdad y mentira en sentido extramoral dirá que nuestro rasgo distintivo es haber inventado la verdad (a la cual interpreta como «error útil»). Pero los estoicos señalaron que lo que nos hace ser fundamentalmente lo que somos es nuestro rasgo de «ser social» con capacidad de razonar. Decir que somos «sociales» indica que, por más que podamos sobrevivir por nuestra cuenta de manera individual –con muchísimas dificultades–, solo es posible la prosperidad en el marco de la convivencia comunitaria. Es mediante el contacto, la interacción y el razonamiento con otros con lo que podemos empezar a comprendernos primariamente en cuanto seres. Ahora bien, el hecho de que tengamos la posibilidad de razonar no implica necesariamente que lo hagamos de la manera más correcta y eficiente.
Habiendo considerado esos dos aspectos propios –nuestra sociabilidad y nuestra capacidad de raciocinio–, podríamos esbozar lentamente que una «buena vida» es aquella en la que somos capaces de aplicar la razón para prosperar en una comunidad. Una vida humana que vale la pena es aquella en la que se decidió no renunciar a la razón para disociarnos de la sociedad, sino más bien todo lo contrario: no es concebible dignidad alguna atomizando al ser individual de su ser colectivo, justamente porque la prosperidad de uno impacta necesariamente en el bienestar de todos.
«La «buena vida» nada tiene que ver con el nivel de consumo, sino con la búsqueda permanente de una existencia inclinada a la felicidad»
Nada de lo precedentemente señalado es comprensible si no encaramos primariamente lo que tanto Aristóteles como los estoicos comprendían como «ética de la virtud»: esa «buena vida» mencionada nada tiene que ver con el nivel de consumo de bienes y servicios, sino con la búsqueda permanente de una vida que se incline a la felicidad auténtica (es decir, no solo al gozo).
Por ejemplo, para Aristóteles, la virtud es el sustento de las mejores acciones y pasiones del alma, lo que nos predispone a realizar correctamente nuestros actos y nos condiciona a obrar bien. Esta es posible únicamente mediante una disposición intelectual y moral llamada prudencia. Esta última es la responsable de conciliar nuestro conocimiento con nuestras acciones de manera proporcionada; es decir, coherente: hacer lo que decimos a los demás que deben hacer y decir que hay que hacer lo que realmente hacemos. Parece un trabalenguas, pero básicamente es una interpelación moral para que no seamos hipócritas y dejemos de decirle a los demás que hagan cosas que nosotros no hacemos (o hagamos lo que nosotros mismos, boca para afuera, decimos que es correcto hacer). Esta ética de la coherencia es una forma de vida contraria a la tan ponderada moral de doble estándar que impone a los demás reglas que de puertas para adentro no se cumplen.
Ante la pregunta de por qué leer a los estoicos hoy, este enfoque de la vida nos señala que debemos mejorar como personas si pretendemos vivir en una sociedad medianamente equilibrada. Para los estoicos, si bien la formación intelectual y moral es un proceso de reflexión y de hábitos individuales, es inconcebible el primado de un individualismo moral que exige todo de los demás sin importar lo que uno haga. Este tipo de lecturas nos permiten ser críticos de una cultura que nos quiere hacer creer que cualquier capricho puede convertirse en derecho y que ninguna obligación es digna de ser respetada en pos de un bien común en el cual se intente equilibrar la balanza de las injusticias innecesarias, fruto del abandono voluntario del pensar y de la participación cívica y comprometida.
Ahora, si bien es cierto que Epicuro (341-270 a.C) puso mucho énfasis en la importancia de la amistad y en las relaciones, su meta era básicamente minimizar el dolor en la vida. Una lectura rápida e incorrecta de ello puede indicar que los epicúreos eran hedonistas, amantes del placer y la vida libertina, pero por supuesto que no era así. Intentaban evitar el dolor mental y físico, y para conseguirlo, su consejo era evitar involucrarse demasiado en la cosa pública (es decir, la política), puesto que las relaciones sociales propias de ello de una manera u otra terminan causando dolor, traición, decepción y frustración. Ahora bien, de poco sirve evitar el dolor intentando aislarnos del mundo cuando es justamente dicho alejamiento lo que ha producido que legiones de idiotas nos gobiernen y nos causen tantos pesares.
Como se puede apreciar, las lecciones de los estoicos nos indican dos vías que confluyen en una autopista central: conocernos a nosotros mismos de manera cabal, ser autónomos y autosuficientes, formarnos en virtudes y ser coherentes con nuestra naturaleza racional y, simultáneamente, ejercer dichas virtudes en pos de una vida social que, si bien nunca será perfecta, debe tender siempre a un bien común. El «vivir mejor» al que se refieren los estoicos nada tiene que ver con el «sálvese quien pueda», sino que representa una serie de pautas de pensamiento y conducta; una invitación a la «buena vida» que no nos asfixie ni nos quite las ganas de encontrarle sentido a nuestra existencia.
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