Internacional
«Un reportero es un historiador que aún está vivo»
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COLABORA2021
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Plàcid García Planas (Sabadell, 1962) puede cubrir los mapas con chinchetas marcando cada país al que ha acudido como reportero de guerra: la antigua Yugoslavia, Líbano, Afganistán, Israel, Iraq o Palestina. En sus distintos textos –habitualmente marcados por la violencia de los conflictos– destaca su particular observación sobre aquello que puede parecer más banal y que refleja, a pesar de todo, una parte esencial de la condición humana. Es el caso del lugar donde colgaron a Mussolini –y que ahora acoge un McDonalds– o el hotel que cuelga un retrato de un líder del siglo XX –Hitler incluido– en cada una de sus habitaciones. A raíz de la caída de Afganistán, hablamos con el periodista catalán de los avatares de los conflictos y de lo que significa ser un reportero de guerra.
Uno de los principales rasgos del oficio del periodista es la duda: forma parte del oficio. No obstante, ¿qué marca la diferencia en un reportero de guerra?
Para mi el reporterismo es la esencia del periodismo. En un reportaje cabe todo: información, una pequeña opinión, un análisis, un dato, una pequeña entrevista. Sin libertad y sin duda, no hay periodismo, y mucho menos reporterismo. No obstante, no puedo hacer distinción entre el reporterismo de guerra y otro tipo de reporterismo. Ser reportero es una categoría: si uno no es buen reportero en Parla, no será un buen reportero en Aleppo. El reporterismo, al final, es colocar la palabra adecuada en el momento correcto.
¿Está más cercano, por tanto, a los propios valores del periodismo que a las características de los conflictos?
Lo principal es ser reportero: si uno solo lo sabe hacer bien en una guerra, significa que no es un buen reportero.
La información internacional puede ser fundamental para el ciudadano de a pie, pero esta corre el riesgo de ser de mala calidad debido a la precarización del oficio. ¿Por qué?
El periodismo ha sido precarizado por completo. Este tipo de reporterismo, sin embargo, está más precarizado porque es más caro: es alta costura, cuesta más irse lejos y enviar una crónica. A la gente, además, le interesa más lo que está más cerca –lo cual no tiene por qué ser ni bueno ni malo– y esto ocurre especialmente cuando lo que más cercano es doloroso: crisis económicas, virus, suicidios. Hay un interés del lector por la sección de internacional, pero al final es sobre todo una cuestión de dinero: enviar a un periodista fuera es muy caro. Desde el punto de vista del lector, la sección de internacional no es un deporte de masas.
«La gente tiene saturación del dolor del otro»
¿Ha desaparecido entonces esa mística asociada a esta clase de reporteros?
Cuando en un país no hay muchos problemas, uno se suele interesar por los que sí los tienen. No obstante, cuando un Estado ya empieza a sufrir ciertos obstáculos, entonces las crisis ajenas entran en una segunda categoría. Yo conozco los dos lados de la trinchera: la redacción y la calle. Una vez tuve un debate en la mesa redonda en la Cadena Ser, con varios periodistas, donde me decían que había guerras que no interesaban a nadie. Yo soy el número dos de la sección internacional de La Vanguardia, junto con Ramón Aymerich, y lo cierto es que no podemos llenar todas las páginas con una violación de niñas de una cara, un terremoto en la otra, una masacre en la siguiente. La gente tiene saturación del dolor del otro. No puedes obligar a la gente a que lea y comprenda todo el dolor del mundo, y más en una situación en la que aquí hay suficiente. En este sentido, uno puede proponer aquí una exposición de fotografías de la guerra siria, pero propón en Siria una exposición de imágenes de su propia guerra. ¿Querrán olvidar, no? Dirán: oiga, no convierta mi dolor en algo estético.
Esta saturación del dolor, ¿nos vuelve ajenos a él?
Sí, desde luego. Creo que fue Santa Teresa quien dijo que el exceso mata al placer. La saturación también mata la capacidad absoluta de absorción de lo malo. Por eso mismo no puedo llenar las páginas de tragedias.
El periodista que acude a cubrir estas zonas, sin embargo, ¿cuánto tiene de ego y querencia por la adrenalina?
Hay mucho más ego del que se reconoce. Hace unos años hubo una exposición en Madrid de corresponsales de guerra que se titulaba Creadores de conciencia. Parece algo propio de el Papa: hay conciencia y yo la creo, y en mi magnanimidad la aporto. Evidentemente, los corresponsales de guerra son necesarios, pero a nadie le obligan a ir a la guerra. Cuando alguien dice «yo voy porque alguien tiene que contarlo» está diciendo la verdad, pero también es cierto que hay cierto ego. Y esto no es malo: el ego mueve el mundo, pero reconócelo, no te disfraces de María Teresa de Calcuta.
¿Existe la objetividad o uno solo puede alcanzar la honestidad?
Yo creo que no existe la objetividad, sino que solo puede existir la honestidad. Es decir, el esfuerzo por ser eso que llamamos objetivo. De la misma manera que no existe el amor, sino los actos de amor.
«El ser humano, desde que se levanta hasta que se acuesta, es una máquina de contradicciones»
¿No existe el amor?
No, existen los actos de amor, las acciones de amor. Por eso, tal como reza el refrán, «obras son amores, no buenas razones». No existe la democracia en abstracto: existen países que tienen leyes y hechos más democráticos que otros. Es algo de hechos, de acción y verbo.
Tus historias muchas ocasiones recurren a la paradoja. Un ejemplo claro es el reportaje donde mencionas que la zona en que ahorcaron a Mussolini es actualmente un McDonalds. ¿Explica esto algo de la naturaleza humana?
La paradoja es una herramienta fantástica para diseccionar personas y situaciones, porque el ser humano, desde que se levanta hasta que se acuesta, es una máquina de contradicciones. La paradoja muestra las diferencias entre lo que hacemos y lo que decimos, entre lo que sentimos y lo que hacemos. La paradoja, por tanto, no explica la naturaleza humana, sino que es la naturaleza humana.
En una entrevista realizada hace unos años, a razón del libro Tot està per dir, sostenías ya entonces que la tecnología había avanzado más rápido que la biología. Y además, que internet había matado a la figura del corresponsal. ¿Por qué?
Porque todas las máquinas ya piensan más rápido que nosotros. Es decir, ¿por qué para mi el reporterismo es una herramienta esencial? Pues porque es capaz de aportar elementos de reflexión. Yo he hecho crónicas sobre la guerra siria, y es probable que no haya cambiado la guerra, pero sí que he aportado elementos de reflexión para la gente que me lee. Pero biológicamente ya no nos da tiempo a reflexionar, a pensar. Ahora estamos saturados constantemente de datos y, quieras o no, sujetos a una biología que es imposible que evolucione de forma tan rápida. Por tanto, tenemos muchos datos, pero poca información. Un periodista que no recuerdo lo describió como una inundación: en esta, lo primero que perdemos, curiosamente, es el agua potable. Ahora lo que hay es una inundación brutal de datos, y lo que estamos perdiendo son los datos que nos son útiles.
Entonces, ¿hemos ganado ruido pero hemos perdido capacidad de discernirlo?
Correcto, la palabra es ruido. Y hago referencia a la biología porque es importante: nosotros necesitamos un tiempo, no podemos ser tan rápidos como las máquinas. Hay una clara disfunción.
Este deseo de inmediatez, de consumo de datos, ¿estaba ahí anteriormente o es simplemente algo facilitado por la aparición de internet?
Pero ¿es un deseo o es algo que se le ha colocado a la gente? Es decir, cojamos el tabaco: la gente que fuma, ¿empieza a fumar por un deseo o, en cambio, es al revés? No obstante, internet también tiene cosas muy buenas, algo que es imposible negar, y aún así… Una vez estaba en un valle talibán, en el sur de Afganistán, y me llama una amiga de Madrid y me pregunta: «¿Plàcid, estás en Facebook?» Y dije, sin pensarlo siquiera: no, estoy en Kandahar. Posteriormente, reflexionando, me di cuenta de que lo cierto es que Facebook, al final, es un lugar más.
Has cubierto la guerra de los Balcanes, Afganistán y otros muchos conflictos y, sin embargo, tus textos se caracterizan habitualmente por esa fuerte flexibilidad y libertad que permite el reporterismo. ¿Pudiste expresar mejor el terror y el dolor sin los corsés lingüísticos que se imponen a veces?
Yo tengo la suerte de haber trabajado en un diario narrativamente liberal. Ese reportaje cuando descubro que donde han colgado a Mussolini ahora hay un McDonalds habría quedado muy surrealista en otros periódicos. Cada corresponsal es un mundo. A veces lees otros periódicos y te parece que los corresponsales son todos iguales. Aquí no, aquí cada corresponsal piensa de una manera diferente. El crisol, en ese sentido, es muy amplio. Así que no lo puedo afirmar, pero es posible que eso ayude. En la gran mayoría de los periódicos me habrían puesto pegas para escribir de este modo.
En cuanto a Afganistán, ¿el error era tan evidente como lo parece ahora?
Desde el 2010 yo ya sabía, y así lo dije en una entrevista, que nos acabaríamos retirando. ¿Por qué? Porque es imposible luchar contra un paisaje. La pregunta clave en Afganistán es: ¿por qué nadie opuso resistencia a los talibanes? Nadie plantó cara. Mira Barcelona y Madrid en 1936: hubo un golpe de Estado y las masas obreras salieron a la calle a intentar frenarlo. Pero ¿por qué nadie lo hizo en el caso afgano? Pues porque al 90% de la población, con más o menos intensidad, le parecen bien los talibanes, o incluso piensa como ellos. Si no, habría habido una resistencia, pero lo cierto es que no surgió nada. En tres días los talibanes se plantaron en Kabul.
¿Había una connivencia tácita?
Bueno, sí, es que desafortunadamente el 90% de la población afgana es muy tradicional. Tienen un trato con las mujeres igual o similar que el de los talibanes. Las manifestaciones de mujeres –que son las que más van a sufrir– eran de ciudades y socialmente muy limitadas. Muy pocos lucharon, no hubo una resistencia efectiva. Aunque tampoco es cierto que en 20 años se haya hecho nada: se han construido colegios, hospitales… pero tampoco puedes cambiar un país en dos décadas. Los franceses, cuando nos invadieron, venían con las ideas que luego adoptaríamos, pero aquí terminamos zurrándolos. Se veía como una imposición extranjera: en todo caso ya lo haremos nosotros. Se ha llegado a decir que Afganistán era una tumba de imperios, pero lo cierto es que ha sido una tumba para ellos mismos. Solo hace falta ver cómo está la población.
Afganistán, en términos periodísticos, despertó un idealismo similar al de la guerra de Vietnam?
No, para nada. A mi me ocurrió algo muy curioso en Afganistán que, además, demuestra lo mal informados que estábamos. Yo nunca he ido incrustado en ningún ejército, pero a mitad de la ocupación, alrededor del 2010, decidí junto a Guillermo Cervera, el fotógrafo, ir con el ejército afgano. Acudimos a sus oficinas en Kandahar y nos dijeron directamente: «Vale, mañana aquí a las 10:00». Nos sorprendió y preguntamos si no había que firmar nada. Eso era, al menos, lo que se hacía en otros ejércitos. Nos dijeron que no, que era la primera vez en diez años que alguien lo pedía. Hasta entonces –desconozco si se hizo luego– nadie había pedido acompañar al ejército afgano en Kandahar, que era la zona más dura. Y aquel era el ejército al que queríamos pasar los trastos para largarnos.
Entonces, ¿es aplicable aquello de que «el periodismo es el primer borrador de la historia»?
Sí, es el primer latido. Los historiadores nos critican mucho, pero al final van todos a la hemeroteca. Yo dirgí el Memorial Democràtic de la Generalitat de Catalunya, el organismo que gestiona la memoria histórica desde la Segunda República en adelante. Me vi rodeado por historiadores que se pasaban hablando todo el tiempo de la Guerra Civil y que, en cambio, nunca habían estado en una guerra. Y yo creo que ahí se pierde algo por el camino. Para provocarlos, les decía: «¿Sabéis que es un reportero? Un reportero es un historiador que aún está vivo».
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