Felicidad en acción
«En cualquier sociedad y en cualquier momento, el peligro de definir la experiencia en términos de éxito y fracaso es inevitable, incluso en metas no relacionadas con el trabajo», señala Adam Adatto en su obra ‘Felicidad en acción’ (Debate, 2024).
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Es fácil perder el dominio de uno mismo en medio del ajetreo y el estrés de un típico día de trabajo, obsesionarse con la planificación y concentrarse en tachar tareas de una lista para lograr ciertos hitos, como conseguir un ascenso o acabar un proyecto. Aunque una vez alcanzada la meta nos encontramos anhelando una felicidad más duradera, solemos reprimir nuestra insatisfacción y volver a caer en la lucha por alcanzar objetivos.
La tensión entre el esfuerzo orientado a una meta y la actividad por sí misma es algo que experimento con intensidad en el contexto del entrenamiento físico. La forma en que disfruto de un entrenamiento de dominadas, con independencia del resultado, tiene muchas dimensiones. Una de ellas tiene que ver con una alegría que creo que es común a muchas otras actividades físicas, pero que a menudo se ve mermada y devaluada por percibir el ejercicio simplemente en función de sus efectos en la salud, la pérdida de peso, la ganancia de fuerza o cualquier otro resultado deseado. Me refiero al sentimiento de vitalidad que proviene de hacerse consciente de las propias capacidades mientras estas se manifiestan y responden a la resistencia que opone el mundo exterior. Tiene que ver con una cierta libertad de movimiento que se expresa en la interacción colaborativa con el entorno, como la barra de dominadas y la fuerza de gravedad, o bien, si estamos corriendo o caminando, con el sol, el viento, la lluvia y el paisaje. En su máxima expresión, implica incorporar como propio aquello que parece ajeno y externo, entablando una amistad con ello. Imaginemos, por ejemplo, la manera en que un marinero presta atención y responde al viento, que al principio actúa como una fuerza autónoma, pero poco a poco se deja persuadir hasta convertirse en un colaborador en la propulsión de la embarcación a través del océano. Esta libertad representa un oasis frente al conformismo monótono del movimiento que caracteriza gran parte de nuestra vida cotidiana, en la que nos encontrarnos limitados y encajonados de diversas maneras precisamente por esos medios destinados a facilitarnos la vida: ascensores, vagones de metro, cubículos de oficina, escritorios, sillas y otras «comodidades» o «estructuras eficientes» que nos obligan a movernos de cierta manera y a adoptar posturas que apenas cuestionamos.
La dificultad proviene de la presión autoimpuesta de los plazos y las tentaciones asociadas al éxito y el reconocimiento
Pero la alegría intrínseca del entrenamiento no es algo que experimente sin esfuerzo. Muchas veces me sorprendo a mí mismo evaluando una sesión en función de si he alcanzado las cifras que me había propuesto o por lo cerca que estoy de recuperar un récord. Es muy fácil caer en esta mentalidad orientada a las metas en un mundo en el que la tecnología y la publicidad nos instan a enfocarnos en el progreso y a cuantificar de manera obsesiva nuestros logros, midiendo pasos y segundos, tal como hacen nuestros fitbit y otros aparatos similares. Este enfoque orientado a los logros me lleva a olvidar rápidamente que todas las veces que he alcanzado un récord —la primera vez en 2016, luego en 2017 y dos veces más en 2018—, la alegría del logro se desvaneció enseguida, obligándome a considerar el estilo de vida que había creado y plasmado en el entrenamiento para alcanzar esos hitos. También paso por alto el simple hecho de que los récords siempre se batirán, o peor aún (desde el punto de vista del reconocimiento), se perderán en un mundo que puede que un día ya no valore, de ninguna manera, la actividad de colgarse de una barra y luego elevarse hasta asomar la barbilla por encima de ella. Lo que perdura y sigue vivo y desarrollándose, me recuerdo, es la historia de la que dan fe tanto las victorias como las derrotas. Por ello, me animo a mí mismo a afrontar cada repetición como un reto en sí, como parte de un viaje abierto que no deseo que termine.
Me digo lo mismo cuando me siento ante mi escritorio a escribir: terminar un libro no es lo más importante. Una parte de mí quiere acabar el manuscrito cuanto antes, sobre todo sabiendo que pronto empezará el curso académico. Pero más significativa que la finalización es la actividad en sí misma, que incluye la claridad que pueda encontrar a través de ella y los nuevos horizontes que pueda abrir al tratar de expresar mis ideas en la página.
Cuando me enredo pensando en el producto acabado, recuerdo lo que el filósofo del siglo XIX Friedrich Nietzsche dice de forma tan evocadora al final de Más allá del bien y del mal, hablando de sus pensamientos escritos y ya consolidados, que han perdido algo de su encanto inicial: «¡Ay, qué sois, pues, vosotros, pensamientos míos escritos y pintados! No hace mucho tiempo erais aún tan multicolores, jóvenes y maliciosos, tan llenos de espinas y de secretos aromas, que me hacíais estornudar y reír —¿y ahora? Ya os habéis despojado de vuestra novedad […], pero nadie me adivina, a base de esto, qué aspecto ofrecíais vosotros en vuestra mañana, vosotras chispas y prodigios repentinos de mi soledad».
Las palabras de Nietzsche evocan la crítica de Sócrates a la escritura: en cuanto uno empieza a plasmar palabras en la página, corre el riesgo de reducir el viaje del pensamiento a la producción de conocimiento. Es fácil perder la apreciación de la apertura estimulante de la filosofía, esa sensación de que incluso la comprensión ganada con gran esfuerzo y mejor expresada no es más que una sugerencia, una invitación, una chispa para seguir avanzando. Reflexionar sobre el recorrido del proyecto con la ayuda de Nietzsche y Sócrates me ayuda a poner el final en perspectiva. Como mínimo, me doy cuenta de que debería agradecer el hecho de poder estar sentado ante mi escritorio, en un estudio con aire acondicionado después de una dura carrera en una pista abrasadora, e intento aclarar, de algún modo modesto, las ideas incipientes que me motivan. Es un magnífico día de verano. ¿Por qué iba a querer que se acabase el proyecto?
Mantener la alegría en el transcurso de una actividad cuando uno comprende el proceso que implica no es una tarea fácil. La dificultad proviene de la presión autoimpuesta de los plazos y las tentaciones asociadas al éxito y el reconocimiento, incluso en sus pequeñas manifestaciones, que nos alejan del significado intrínseco de la propia actividad. Hasta cierto punto, estas presiones son culturales. Provienen de una sociedad orientada a las metas en la que se concede gran importancia al desarrollo profesional. Pero en cualquier sociedad y en cualquier momento, el peligro de definir la experiencia en términos de éxito y fracaso es inevitable, incluso en metas no relacionadas con el trabajo. Esto tiene que ver con la propia naturaleza de la actividad humana, que, hasta en sus manifestaciones aparentemente no orientadas a objetivos —como cantar, bailar, charlar con los amigos, dar un paseo al atardecer—, pueden reinterpretarse fácilmente en función de un objetivo u otro: realizar una buena actuación, causar cierta impresión, lograr ver la puesta de sol o perdérsela por unos minutos.
Este texto es un fragmento de ‘Felicidad en acción’ (Debate, 2024), de Adam Adatto.
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