Cultura

Contra Babel

Se dice a menudo que las lenguas nos enriquecen a todos. Sin embargo, también suscitan querellas y enconados enfrentamientos políticos cuando se convierten en potentes marcadores identitarios promovidos por el nacionalismo.

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08
octubre
2024

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Cada cierto tiempo los medios de comunicación dan la noticia de la existencia del último hablante de alguna pequeña lengua, ignorada hasta entonces por el público. Lo noticiable es que con el último hablante, normalmente una persona de edad avanzada, desaparecerá para siempre el idioma que habla; así hemos sabido de la existencia de lenguas como el mandan, hupa, kusunda, nlu, yagán, aka-bo, eyak, taushiro, wichita o livonio, por citar unos pocos. Es un género de noticias que se prodigó a partir de los años noventa, cuando activistas y lingüistas dieron la voz de alarma sobre la desaparición de lenguas en el mundo a una escala y ritmo sin precedentes. El asunto ha generado una abundante literatura, con libros, documentales y papers en torno a lo que se conoce como «la muerte de las lenguas», cuya versión periodística serían las noticias de los últimos hablantes.

Un ejemplo destacado del género es la investigación de campo llevada a cabo por K. David Harrison, un lingüista que ha viajado por todo el mundo en busca de los últimos hablantes y cuyo trabajo se plasmó en un libro y un exitoso documental financiado por National Geographic, The Last Speakers (2010). Allí cuenta, entre otras, la historia de Johnny Hill Jr., al que presenta como último hablante vivo de chemehuevi, una lengua aborigen (variante del ute) localizada en Arizona. Hill fue criado en esa lengua por su abuela, pero aprendió inglés en la escuela «buscando un camino para salir del aislamiento». Al final de su vida, sin embargo, se encuentra de nuevo lingüísticamente aislado: «No queda nadie con quien hablar. Los ancianos se han ido, así que hablo conmigo mismo». Miembro activo del consejo tribal de la reserva india del Río Colorado, quiso promover la lengua de sus ancestros enseñándosela a los jóvenes de la tribu, aunque con escaso éxito según confiesa: «El problema es que dicen que quieren aprenderla, pero cuando llega el momento de ponerse a la tarea, nadie aparece».

Un solo hablante no puede sostener una lengua por más empeño que ponga

Johnny Hill Jr. murió en abril de 2021, por lo que presumiblemente ya no queda nadie en el mundo que hable chemehuevi. Cabe plantearse si la lengua murió con él o ya estaba a efectos prácticos extinta, puesto que una lengua necesita una comunidad de hablantes que se relacionen por medio de ella. Un solo hablante no puede sostener una lengua por más empeño que ponga; por debajo de cierto umbral ni siquiera unos pocos usuarios podrían frenar su deterioro y decadencia. Hill expresó esta impresión de agonía con una bonita imagen que refleja el modo en que se deshace una lengua moribunda: «Es difícil recordar las palabras sin nadie con quien hablar. Es como un pájaro perdiendo plumas. Ves una flotar y ahí va, otra palabra que se va».

El sentimiento de pérdida que traslucen sus palabras es innegable, pero no hablaríamos de pérdida sin suponer el valor de aquello que se pierde. Preguntarse por qué importa que una lengua se pierda es plantearse por qué las lenguas importan, en primer lugar a sus hablantes, aunque quizá no sólo a ellos. ¿Qué clase de bien se pierde cuando desaparece una lengua? La cuestión dista de ser ociosa, a pesar de que en la literatura sobre la muerte de las lenguas se asume por lo general que la respuesta va de suyo. ¿Quién discutirá acaso que las lenguas son de gran valor? Sin embargo, no resulta en absoluto obvio cuál sea el valor concreto que tiene una lengua para sus hablantes, puesto que las lenguas pueden ser valiosas para ellos por diferentes motivos según las circunstancias. Esto supone que los hablantes, lejos de un interés único y uniforme, albergan intereses distintos y cambiantes acerca de las lenguas que hablan; por decirlo de otro modo, que en ellas ­coexisten diferentes aspectos valiosos, que sus hablantes aprecian de maneras distintas.

Por eso sería bueno traer a la discusión sobre la diversidad lingüística la doctrina filosófica del pluralismo de valores. Según éste, los valores no sólo son diversos e irreductibles entre sí, sino que las cosas valiosas a menudo se revelan antagónicas e incompatibles. Por decirlo con Isaiah Berlin, uno de sus más conspicuos defensores, el pluralismo de valores sostiene que los ideales y bienes humanos no pueden ser reconciliados en un conjunto coherente y armónico, sino que rivalizan entre sí y nos fuerzan a elegir. Por lo mismo, ninguna sociedad ni vida humana puede reunir todas las excelencias y fines valiosos, pues sólo cabe perseguir o realizar unos a expensas de otros. Si trasladamos el pluralismo axiológico al terreno de las lenguas, no podemos descartar que estas sean valiosas por razones distintas, ni que surjan conflictos entre esos aspectos de valor.

En general, la literatura sobre la muerte de las lenguas deja en penumbra, si no esconde, esa clase de conflictos, por el expeditivo procedimiento de atender únicamente a cierta clase de valores, dejando otros fuera de foco. El testimonio de Johnny Hill Jr. lo ilustra bien, pues el chemehuevi es para él ante todo una herencia que le dejó su abuela, un legado de sus mayores que se sentía obligado a conservar. De sus esfuerzos por transmitirlo a los jóvenes de la tribu podemos inferir que no lo veía en modo alguno como una posesión personal o familiar, sino como un patrimonio colectivo y seguramente también como seña de identidad de los suyos como pueblo. Ahí están los aspectos valiosos que se destacan, a menudo de forma exclusiva, en la discusión sobre la extinción de las lenguas o las políticas de protección de las lenguas minoritarias.


Este texto es un fragmento de ‘Contra Babel’ (Athenaica Ediciones, 2024), de Manuel Toscano. 

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