Opinión

Atención, conocimiento y libertad

Solamente transmitiendo la pasión por alcanzar la belleza de poseer un criterio propio, y de querer introducirlo en el mundo mediante nuestras palabras y acciones, alcanzaremos, en expresión de Aristóteles, «el gozo del placer de vivir».

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14
octubre
2024

Hannah Arendt escribió en La condición humana, texto fundamental de la segunda mitad del siglo XX para reflexionar sobre nuestro modo comunitario de habitar el mundo, que «vivir en una polis quería decir [para los griegos] que todo se decidía a través de las palabras […] y no a través de la fuerza y la violencia», pues –prosigue Arendt– «para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas para tratar a la gente cuya existencia estaba al margen de la polis».

Muchos siglos antes, Aristóteles apuntó en el primer libro de la Política (1553a) que «la razón de que el ser humano sea un ser social» es que «posee la palabra». A su vez, en relación con la palabra está la voz (phoné), que podemos emparentar etimológicamente con lo luminoso (en griego, phos). La palabra, a través de la voz, da a luz algo nuevo, trae lo novedoso e inesperado: porque lo nombra, y al nombrarlo, lo pone a nuestra disposición para tematizarlo e investigarlo. De ahí que la palabra también esté relacionada con el hecho de dar a luz (en griego, photizo). De alguna forma, y si me permiten trazar una sugerente imagen, la palabra es un fósforo, o lo que es lo mismo, la palabra es una portadora de luz. Hablar, por tanto, es llevar a cabo el valiente intento de iluminar el terreno de lo común.

Por todo ello, sostenía Aristóteles, somos seres sociales: porque somos poseedores del lógos, del discurso, concepto también relacionado con el sentido, pues es mediante la articulación acompasada y meditada de nuestra voz como podemos comunicar a nuestros semejantes nuestras preocupaciones, nuestros anhelos, nuestros deseos y esperanzas y, aún más, nuestro tono afectivo (Befindlichkeit, noción central para el Heidegger de Ser y tiempo). Es decir, comunicamos nuestra experiencia del mundo desde el lugar particularísimo desde el que hablamos. Y no se hace esto en vano, el compartir nuestras palabras, sino para poder articular un conjunto de instituciones que nos trascienden y que nos permiten vivir en la promesa de alcanzar la paz, la concordia y la igualdad. Desde esta libre articulación de nuestro tono afectivo, desde nuestro Befindlichkeit, vertebramos así el cuidado (Sorge, Ser y tiempo, parágrafo 42 y ss.), una necesaria urdimbre de interdependencia.

Hablar es llevar a cabo el valiente intento de iluminar el terreno de lo común

Sin la voz y, a través de ella, sin el lógos o racionalidad compartida que pone en juego la palabra nos resultaría imposible comunicarnos significativamente, esto es, con el cometido de mostrar y erigir un sentido compartido. Al compartir palabras compartimos, también, maneras distintas de estar en el mundo. Lugares diferentes de estar, de pensar, de sentir. Al hablar nos individualizamos, mas no para aislarnos, sino para crear lo común. ¿En qué convertiríamos el mundo si solo existiera una forma de comunicarlo, si se diera una unilateralidad en el modo de referirse a él?

Si la ciudadanía se define por algún rasgo distintivo es, así, por la potencia de cada sujeto político, es decir, de cada uno de nosotros, individualmente, como componentes de la polis, de mostrarse públicamente mediante el ejercicio de sus palabras y acciones. También Platón, en la Apología de Sócrates, dejó sentado que deberíamos «hablar cada día de la virtud», pues una vida que no lleva a cabo esta reflexión «no es digna de ser vivida». Porque si para algo sirve –y nos sirve– la palabra es para hacer notar nuestro propio criterio y confrontarlo, en solidario diálogo, con los criterios ajenos. En expresión de Aristóteles, «la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo que es justo e injusto. Y esto es propio de los humanos respecto de los demás animales; poseer de modo exclusivo el sentido de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, y otras apreciaciones». Y apuntalaba el filósofo de Estagira: «El hecho de tener estas nociones en común con sus semejantes es lo que da fundamento a la familia y a la ciudad».

Permítanme ir aún más lejos. Nos jugamos todo en la posibilidad de introducir nuevos matices en el mundo que compartimos. El matiz es lo que nos distingue y lo que distingue; el matiz es una fuerza diferenciadora, pero también y por eso creadora. Ahora bien: si no podemos ver el mundo, si tan solo lo sobrevivimos y no somos capaces de practicar una mirada pausada y comprometida, el matiz desaparece y, con ello, se desvanece la capacidad para tornar lo cotidiano en maravilloso, lo usual en asombroso. Si solo miramos, sin ver, la homogeneidad hará presa de nuestro lenguaje, primero, y de nuestra realidad, después. Me permito aquí citar a Arthur Schopenhauer en un fragmento de 1851, en el que delimitó el alcance y la relevancia de la mirada filosófica. Traduzco del Nachlass del filósofo pesimista: «La tarea no consiste tanto en ver lo que aún no ha visto nadie, como en pensar lo que aún no se ha pensado sobre lo que todo el mundo ve».

Sin esta libre capacidad de decisión, de desarrollar un criterio propio, no puede haber belleza, porque la belleza es el espejo de nuestra distinción atencional. La belleza se configura por poder escoger dónde se pone la mirada al hilo de un criterio propio, no sobrevenido ni impostado o secuestrado. Me remito aquí a Plotino (Enéada III, Tratado III, parte 7): el ser humano es un creador de tiempos nuevos, de tiempos que trascienden el sometimiento de la tiranía del momento presente, del látigo del estímulo impuesto. Lánzate «dentro de ti mismo», nos insta Plotino, y rastrea «la huella del Bien». Más aún, sostiene este pensador, se crea una comunidad de «simpatizantes» (es decir, de sujetos que comparten un mismo páthos, un mismo sentir) cuando se descubre que también otros van en busca de lo bello, y se pregunta, de manera emocionante: «¿No será que la amistad se debe a esto?» (IV, Trat. IV, 9). O lo que es lo mismo: de nuestro propio criterio, de aquello donde decidamos poner nuestra atención, dependerá el objetivo para el que fundemos nuestras ciudades y comunidades. Una sociedad compuesta de individuos que solo persiguen el provecho y la utilidad olvidará dedicarse a actividades no productivas como el arte o la filosofía, por ejemplo, e incluso se tendrán como actividades accesorias e innecesarias.

La belleza se configura por poder escoger dónde se pone la mirada al hilo de un criterio propio

Conviene en este punto citar el Protréptico, texto bellísimo y muy enjundioso en el que Aristóteles se refiere brevemente a dos pensadores presocráticos fundamentales, Anaxágoras y Pitágoras, cuando fueron preguntados por qué merece la pena vivir, qué sentido tiene existir. Y cuenta Aristóteles que ambos sabios contestaron lo mismo: si los dioses nos han creado ha sido para contemplar el cielo, para dirigir nuestra vista hacia los orbes celestes.

Es decir, si para algo merece la pena vivir es para elevar nuestra vista, para mirar hacia arriba: o dicho de una manera más contundente, para crear horizonte. Dominados por los instrumentos digitales, que nos encadenan las manos (qué usual resulta ver a cualquier persona con su teléfono en la mano mientras anda por la calle) y doman nuestro cuello (siempre doblado, inclinado hacia abajo, hacia la pantalla), estamos olvidando la naturalidad con la que el ser humano ha mirado tradicionalmente hacia arriba: en busca de consuelo, en busca de respuestas, en busca de la mirada del ser amado, en busca de conocimiento. El suspiro por lo incomprensible daba, a su vez, aliento para seguir: indagando, escudriñando, sintiendo, experimentando.

Mirar hacia arriba, decían Pitágoras y Anaxágoras. Mirar hacia arriba implica no solo –el comienzo de– la liberación del autoimpuesto yugo digital del que a diario nos pertrechamos, sino también la apertura a temas, asuntos, materias, objetos, valores o metas que nos trascienden: la justicia, la verdad, el bien, la bondad, el amor, la responsabilidad, la comunidad…

Las pantallas y, en general, el espectro digital ha introducido otros ritmos, otras cadencias, otros modos de hacer las cosas, cuyo desenvolvimiento no sabemos muy bien dónde, cómo o en qué desembocará. Ahora bien, y esto es algo que subrayo mucho a las familias de mis estudiantes: si creemos que los chavales pasan mucho tiempo con sus pantallas, no es suficiente con apuntarlo o condenarlo. Es necesario dar otros estímulos emocionales e intelectuales: pasear, charlar, leer juntos en voz alta, ir al cine, escuchar música, contarse historias inventadas… O mirar al cielo, como pensaban Pitágoras y Anáxagoras. Los adultos somos el principal espejo en el que los adolescentes se ven, y gran parte de sus frustraciones, de sus deseos y de sus expectativas vienen dados por lo que sus referentes adultos expresamos, deseamos o hacemos. Antes de condenar la actitud de un adolescente o de un joven me preguntaría cómo me estoy comportando yo como adulto. La ejemplaridad y el respeto son una conquista, no un derecho hereditario.

Solo así, solamente transmitiendo la pasión por alcanzar la belleza de poseer un criterio propio, y de querer introducirlo en el mundo mediante nuestras palabras y acciones, alcanzaremos, en expresión de Aristóteles, «el gozo del placer de vivir». Si rechazamos la muerte, sostenían los antiguos sabios, es justamente por el connatural deseo de aprendizaje que tiene el alma. Mas ¿qué tipo de vida, habremos de preguntarnos, nos quedará cuando pensemos que no haya nada por aprender? Porque, al decir de Cicerón (Sobre los bienes y males extremos), el ser humano «ha nacido para dos cosas: para comprender y para actuar, como si fuera una especie de dios mortal».

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