Sociedad

¿Estar ocupados nos hace más obedientes y sumisos? 

Se atribuye al escritor Stefan Zweig la frase «nada torna a la gente en insubordinada más que la ociosidad». Desde esa perspectiva, el exceso de tiempo libre invita a cuestionarse dogmas establecidos y a hacerse preguntas incómodas.

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12
septiembre
2024

En su icónico ensayo La rebelión de las masas, José Ortega y Gasset ya exponía en los arranques del siglo XX la incomodidad que le producía «el hombre-masa» (constructo que hace referencia a un tipo de persona levantada apresuradamente sobre un puñado de referencias mal hilvanadas de aquí y allá, un equivalente a un «todólogo» de Google de hoy en día) y la pésima idea que le parecía que los ajenos a las élites intelectuales se arrogaran según qué pretensiones de intervención en el diseño del destino común.

Para evitar esa anarquía y asegurar que las muchedumbres arrimaran el hombro en la dirección correcta, desde el pan y circo de los emperadores romanos, hasta la propaganda de Goebbels o los tejemanejes de Facebook y Cambridge Analytica en las elecciones estadounidenses, los gobernantes de todas las épocas han ideado distintas estrategias para manipular a las masas. Desinformación, infoxicación, distracción, maniqueísmo, populismo, polarización, uso de las emociones, propaganda, sesgos informativos…  Al respecto, en plena era de la información y las fake news, aunque ya tiene unos años, el listado de Las 10 estrategias de manipulación a través de los medios de Noam Chomsky sigue siendo una valiosa y vigente guía que arroja luz sobre la materia.

Manipular a las masas (o, al menos, intentarlo) es una las practicas más antiguas, extendidas y reprobables que existen en el ejercicio del poder. Y también una de las más útiles y apetecibles para quienes lo ostentan o aspiran a hacerlo. Y es que un goce secreto e indescriptible habita en el arte de salirte con la tuya empleando la maniobra, la artimaña y el engaño. El de saberse (o solo creerse) más hábil y más inteligente que los demás, y, por tanto, en un requiebro ético imposible, más preparado y legitimado que el resto para dirigir.

Una de las más sutiles y eficaces formas de controlar a la ciudadanía es mantenerla permanentemente ocupada. El razonamiento que subyace a esta estrategia es que la acción es enemiga de la reflexión. Cuanto más entretenidas estén las manos, menos activa estará la mente para discurrir por terrenos que se cuestionen el statu quo y puedan llegar a importunar al establishment.

Cuanto más entretenidas estén las manos, menos activa estará la mente para discurrir por terrenos que se cuestionen el statu quo

No puede ser casualidad que en la mayoría de los regímenes autoritarios, sean del signo que sean, el trabajo haya sido un asunto prioritario para sus dirigentes y un pilar fundamental (junto a la fuerza y la violencia) de su estabilidad. La China de Mao, la Unión Soviética de Stalin, la Cuba de Castro, la España de Franco, el Chile de Pinochet o la Alemania de Hitler presumieron de ser Estados de pleno (a su manera) empleo. En esos estados sus ciudadanos no eran prósperos, pero tampoco tenían tiempo para rebelarse contra su suerte porque en su día adía apenas quedaba espacio para preocuparse por otra cosa que no fuera discurrir cómo buscarse la vida para alimentar a sus familias.

Se atribuye al escritor y activista social austríaco Stefan Zweig la frase «nada torna a la gente en insubordinada más que la ociosidad». Y es que un exceso de tiempo libre invita a cuestionarse dogmas establecidos y a hacerse preguntas incómodas. Preguntas como «¿por qué?» o «¿qué pasaría si…?» que llevan a reescribir el contrato social y son el germen de cualquier insurrección.

Según ese razonamiento, si lo que se busca es una ciudadanía dócil y poco proclive a practicar el pensamiento crítico, lo de mantenerla permanente activa parece una buena técnica de sumisión. Eso sí, no conviene abusar. La historia está llena de ejemplos de empresarios y gobiernos que se pasaron de frenada en su explotación de las masas y acabaron desencadenando justo el efecto contrario al deseado: una revolución obrera y de pensamiento que cambió la historia. No parece ese, de todas formas, un peligro que aceche al Occidente de la cuarta revolución industrial, una época en la que lo de trabajar incontables horas –con las honrosas excepciones de algunos sectores como la consultoría o el delivery­– está muy demodé.

¿Cómo lograr entonces que la gente no se vuelva ociosa y, por tanto, insurrecta, si se potencia que se les caiga el boli de la mano en cuanto llega la hora de salida? Hace unos años llegaron al rescate las ideas de la exaltación del trabajo como vía para el desarrollo personal y la conquista de la autorrealización. Gracias a esta cumbre de la manipulación por agotamiento, ya ni tan siquiera se precisaban empresarios desaprensivos para imponer jornadas extenuantes a sus trabajadores, sino que eran ellos mismos quienes elegían, a lo Bob Esponja, autoexplotarse trabajando de sol a sol, con altos grados de excelencia en el desempeño y un semblante satisfecho y orgulloso por trabajo bien hecho.

Pero, ¡ay!, también esta ejemplar solución está en vías de agotarse. Por un lado, las nuevas generaciones parecen inclinarse a pensar que, para lo que se les paga, mejor currar lo justo e imprescindible y dedicar el resto del tiempo a sus cosas, su ocio y su existencia al margen del trabajo, que, al parecer, la hay. Por otro, la digitalización y las tecnologías exponenciales están empeñadas en reemplazar el trabajo humano, haciéndolo mejor e infinitamente más rápido. ¿Y tal vez innecesario?

El economista John M. Keynes ya vaticinó a principios del siglo XX un mundo en el que las máquinas nos irían liberando progresivamente del trabajo, dejándonos cada vez más tiempo libre para el ocio (llegó a calcular una jornada laboral de únicamente 15 horas semanales). Una teoría que recogieron años más tarde otros autores como Joffre Dumazedier, que publicó en 1964 Hacia una nueva civilización del ocio.

Los nuevos desarrollos exponenciales de IA prometen, más pronto o más temprano, hacer realidad estas tesis, y en ese marco ya se han escuchado interesantes teorías como la Renta Básica Universal, desarrollada, entre otros autores, por el joven Rutger Bregman en su ensayo de 2014 Utopía Realista.

¿Llegaremos, tal como proponen los defensores de la RBU, a cobrar un salario por no hacer nada mientras los robots desempeñan nuestros antiguos trabajos? Si eso llega a suceder, la pregunta a formularse a continuación debería ser: ¿quién se rebelará antes? ¿Los humanos ociosos y aburridos de nosotros mismos, crónicamente prejubilados desde antes incluso de dejar la escuela? ¿O, tal como vaticinan los singularianos, las máquinas cuando alcancen el punto en que nos superen cognitivamente y en el resto de capacidades y decidan tomar el control?

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