Le Corbusier o la vanguardia maquinista
Charles-Édouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier, revolucionó la concepción de la arquitectura, otorgándole una visión adaptada a su tiempo y enfocada en la igualdad.
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Cuando hablamos de arquitectura solemos evocar planos, esquemas, delineaciones y planificaciones. Se trata, en definitiva, del arte y la técnica de proyectar edificios y espacios. Pero también sucede que algunas figuras destacadas incorporan una visión nueva y revitalizante para comprender la disciplina de una forma diferente. El nombre de Charles-Édouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier (1887-1965), es uno de ellos. La historia de la arquitectura no olvida su legado, pues su filosofía renovadora aportó valiosas enseñanzas y su vanguardismo marcó un camino perdurable.
Sus famosos cinco principios arquitectónicos –basados en la planta baja sobre pilotes, la fachada y planta libre, la ventana alargada y la terraza-jardín– son solo una de sus aportaciones, pero la transdisciplinariedad de la que bebió durante toda su vida abrió fructíferas sendas. Pintor, arquitecto, urbanista, escultor y pintor, todo ello sin formación académica, la arquitectura propuesta por Le Corbusier invitaba a traspasar fronteras. «La arquitectura debe de ser la expresión de nuestro tiempo y no un plagio de las culturas pasadas», decía. Su concepto de arquitectura resultaba ambicioso y exigente, ya que rechazaba los esquemas tradicionales y obsoletos, para proporcionar soluciones adaptadas a su época.
En este sentido, y coincidiendo con la regeneración tras la Primera Guerra Mundial, en la década de 1920 era necesario buscar soluciones habitacionales para millones de personas. Los costes de producción tenían que ser los menores posibles. El «movimiento maquinista» impulsado por Le Corbusier jugó un importante papel en este contexto. Además de la idea de reducir las dimensiones tradicionales de las viviendas y aumentar las zonas dedicadas a usos colectivos, la prefabricación –pensada como la reproducción sencilla de objetos– se convirtió en una línea a seguir. A priori, la devoción del arquitecto por la estética y los parámetros de la Grecia clásica podían suponer una contradicción; sin embargo, el maestro había desarrollado el sistema «Dom-Ino» para la reconstrucción tras la guerra. El concepto consistía en un esqueleto de hormigón armado compuesto por tres forjados conectados por una escalera, y seis pilares añadidos.
Para Le Corbusier, la arquitectura debe de ser la expresión de nuestro tiempo y no un plagio de las culturas pasadas
Los espacios de vivienda, casas y barrios, constituyeron para él un eje prioritario de su labor. «La casa es una máquina de vivir, baños, sol, agua caliente y fría, temperatura regulable a voluntad, conservación de los alimentos, higiene, belleza a través de proporciones convenientes. Un sillón es una máquina de sentarse, los lavabos son máquinas para lavar», indicaba. Por ello, consideraba que el hogar tenía que convertirse en un mecanismo eficaz: por una parte, debía centrarse en la resolución racional y óptima de los problemas funcionales y económicos; por la otra, dar respuesta arquitectónica al modo en que lo habitaban las personas. La incontestable preferencia por la línea recta, la austeridad de las superficies planas y la desnudez de los volúmenes puros albergaba, además, la posibilidad de desplegar la belleza.
La capilla de Notre Dame du Haut en Francia, el Museo Nacional de Bellas Artes de Occidente de Tokio en Japón o el complejo del Capitolio de Chandigarh en la India fueron algunos de sus proyectos estrella. Pero también lidió con algunos fracasos. Su «Ciudad Radiante» para el centro de París fue uno de ellos, que consistía en 24 rascacielos de 200 metros de altura y forma en cruz para negocios y hoteles y, a su alrededor, distritos residenciales para la población trabajadora.
Presentó la propuesta por primera vez en el Salon d’Automne de la capital francesa en 1922. Su ferviente crítica al modelo urbano imperante en la época le llevó a planear una concepción distinta, donde se proporcionaran medios eficaces para las comunicaciones, aumentaran las zonas verdes, mejoraran las posibilidades de acceder al sol y se redujera el tráfico. Le Corbusier defendía la igualdad de clases y tenía como uno de sus objetivos prioritarios obtener la mayor cantidad de prestaciones por el precio más reducido. Conocía los efectos saludables que proporcionaban los espacios con buenas ventilación e iluminación y defendía las zonas ajardinadas en las infraestructuras. Los rascacielos mixtos como solución a la densidad de la población también figuraban entre sus recomendaciones.
Sin embargo, este plan nunca se desarrolló. Fue tildado como excesivamente racionalista y argumentaron que su construcción tendría que suponer la demolición de todo el centro de París. Su apuesta no tuvo resultados esperanzadores; sin embargo, sus ideas y su concepción de la arquitectura han permanecido décadas después. Convertir las ciudades en seres vivos y que sus habitantes puedan relacionarse con fluidez era una de sus metas más preciadas y hermosas.
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