Pensamiento

La parresía griega: el arte de decir la verdad con franqueza

En la Grecia Antigua, el «hablar franco» era conocido como parresía. Sin embargo, decir la verdad no siempre es bien recibido y, como explicaba Foucault, incluso puede resultar arriesgado para quien busca comunicarse con franqueza.

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28
junio
2024

Foucault habla de la parresía en su último curso para el Collège de France, que impartió poco antes de morir de sida. En la Grecia Antigua, el «hablar franco» era conocido como parrhesía, y aquel que decía la verdad era denominado parresiasta (parrhesiastés). El estudio pormenorizado de este fenómeno es verdaderamente iluminador, particularmente en los tiempos que corren, en los que la censura y la cultura de la cancelación cuentan con un nuevo protagonismo.

Escuchemos lo que Michel Foucault tiene que decir sobre la parresía: «Es etimológicamente la actividad consistente en decirlo todo: pan rhema. El parrhesiastés es el que dice todo… Demóstenes dice: es necesario hablar con parresía, sin retroceder ante nada». Pero hay que decir que, tanto en la Antigüedad griega como en la actualidad, la parrhesía es siempre considerada como algo peligroso para quien la ejerce, pues «no solo arriesga la relación establecida entre quien habla y la persona a quien se dirige la verdad, sino que, en última instancia, hace peligrar la existencia misma del que habla, al menos si su interlocutor tiene algún poder sobre él y no puede tolerar la verdad que se le dice. Aristóteles indica muy bien este lazo entre la parrhesía y el coraje cuando, en La ética a Nicómaco, vincula lo que llama megalopsykhía (magnanimidad) a la práctica de aquella».

El parresiasta es, en efecto, «quien corre el riesgo de poner en cuestión su relación con el otro», continúa Foucault. «El decir veraz del parresiasta incurre en los riesgos de la hostilidad, la guerra, el odio y la muerte». Por su parte, Gregorio Nacianceno, arzobispo cristiano del siglo IV d. C, habla del parresiasta cristiano como de un mártyron aletheias o mártir de la verdad. Por todas estas razones, pocas personas están dispuestas a ser veraces. De hecho, es la mentira, y el ajustarse al discurso de lo establecido, a los meandros de la ideología, lo que habría de beneficiar socialmente a las personas (o, al menos, así lo estiman algunos). La libertad de expresión, en este caso, se vería vulnerada, puesto que expresar la opinión y el pensamiento propios sería un acto de parresía, algo peligroso.

Aristóteles indicaba en ‘La ética a Nicómaco’ el lazo que existe entre la parresía y el coraje

En el caso de los antiguos griegos, la parresía no solo puede darse a la hora de comunicarse con otros (al menos, cuando se es parresiasta), sino al comunicarse cada cual consigo mismo. La salud en la Antigua Grecia consistía (y consiste) en ser franco con uno mismo, saber el lugar que cada cual ocupa en el mundo. Un ejemplo paradigmático de esto serían las reuniones de Alcohólicos Anónimos donde uno ha de decir su nombre y admitir que es alcohólico. Hoy, en cambio, asistimos a una casi total carencia de parrhesía, también con respecto a uno mismo. No es raro en la actualidad que el individuo quiera imponer una representación de sí mismo disociada de la realidad objetiva.

Sin embargo, en la Antigua Grecia, la «parrhesía era un derecho que había que conservar a cualquier precio, un derecho que [se] debía ejercerse en toda la medida de lo posible, una de las formas de manifestación de la existencia libre del ciudadano libre».

Según Foucault, en el siglo VI a. C se da una crisis de la parresía, al generar esta una gran desconfianza (al igual que ocurriría a día de hoy). Frente a lo que cabría imaginar a priori, Foucault llega a la conclusión de que la democracia no es propicia para la proliferación de la parrhesía: «La democracia […] no es el lugar donde la parrhesía vaya a ejercerse como un privilegio y un deber. Es el lugar donde la parrhesía se ejercerá como la libertad de cada uno y de todos para decir cualquier cosa, es decir lo que le plazca».

Pensemos en la democraticación radical de la opinión que suponen plataformas como X (antes Twitter) u otras redes del mundo digital. Habitamos, como en el siglo VI a. C ateniense, una «libertad parresiástica, entendida como autorización dada a todos sin distinción para hablar». Dentro de este hábitat democrático, ¿quiénes serán escuchados? «Los que agradan», responde Foucault, «los que dicen lo que el pueblo quiere, los que adulan. Y los otros, al contrario, los que dicen o procuran decir lo que es cierto y está bien, y no lo que agrada, no serán escuchados. Peor, suscitarán reacciones negativas, irritarán, inflamarán la ira. Y su discurso veraz los expondrá a la venganza y el castigo».

En palabras del orador, educador y político griego Isócrates: «Siempre acostumbrasteis expulsar de la tribuna a todos los oradores que no hablaban conforme a vuestros deseos». «Sé», concluye Isócrates, «que es peligroso oponerse a las opiniones de ustedes, puesto que, si bien estamos en una democracia, no hay parrhesía».

Vivimos hoy, quizás, una situación semejante a la señalada por Isócrates. La idea de parrhesía se manifiesta disociada, pues: «Por un lado, aparece como la libertad peligrosa, otorgada a todo el mundo sin distinción alguna, de decir cualquier cosa. Y por otro está la buena parrhesía, la parrhesía valerosa (la del hombre que dice generosamente la verdad, y aun la verdad que disgusta), que es peligrosa para el individuo que la usa y para la cual no hay lugar en la democracia».

En la actualidad, el acoso en redes sociales a personas relevantes, sin duda, existe, y es provocado, a menudo, cuando estas expresan ideas u opiniones verdaderas (o, al menos, estimadas como verdaderas por ellas). En la actualidad todos pueden hablar y cuentan con plataformas para que sus palabras sean escuchadas, pero, en el seno de ese ruido ensordecedor, generalmente, la verdad brilla por su ausencia. Y cuando esta asoma la cabeza en boca de personas concretas, es precisamente esa masa de lengua desatada la que se apresura a agredir con la intención de ocultar y sofocar toda forma de lo que Foucault entendió como la «verdadera parresía».

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