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Sociedad

Crítica (y elogio) a las visitas

Hay un dicho popular que sostiene que «la visita, como el muerto, a los tres días huele mal». Todos nos hemos visto reflejados en ese humor costumbrista que muestra a personajes sufriendo las engorrosas invasiones de su hogar por parte de parientes, vecinos o amigos. Sin embargo, en una sociedad líquida como la nuestra, las visitas podrían jugar un rol social fundamental.

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07
junio
2024
The Visit – Couple and Newcomer (1922), Ernst Ludwig Kirchner

«¡Las visitas deberían estar prohibidas por el Código Penal!». La frase es de un personaje de ¡Sublime decisión!, una comedia de Miguel Mihura que alcanza el paroxismo debido a la cantidad de invitados que abarrotan su casa en medio de un bullicio insoportable. Hay que pensar que, en los años en los que escribió el dramaturgo y fundador de La Codorniz, había pocos espacios para socializar: los cafés, la iglesia, el teatro, los toros y poco más. Las visitas de parientes, amigos y vecinos eran, por tanto, un importante cauce de vertebración social donde se intercambiaban noticias, cumplidos, confidencias, aunque también cotilleos y críticas. Además, a falta de móviles, internet y redes sociales, las visitas eran el medio predilecto para los bulos y las conspiraciones.

No hay duda de que hoy día las visitas han perdido esa pujanza, pero siguen siendo esa eventualidad que viene a trastocar la paz del hogar para deleite de unos y angustia de otros. Una vez franqueado ese puente levadizo que es el felpudo de la casa, el visitante invade el espacio privado con mayor o menor recato. Aquí ya nos encontramos con toda una taxología de las visitas: están las que han sido convenidas previamente y las inesperadas o incluso intempestivas, las deseadas o las aborrecidas, las evitables o las ineludibles.

Probablemente las más cargantes son las visitas de los parientes cercanos, esos que se creen con derecho al usufructo de tu hogar durante horas o incluso días. Si se trata de la familia política, no habrá compasión y nos harán prisioneros. No faltará la cuñada que critica la orientación del piso, la temperatura, el desorden, las grietas de la pared o el estampado de las cortinas mientras se acomoda en el sillón, los sobrinos que juegan, chillan, saltan y se pelean a pocos centímetros de tu cristalería o el cuñado que se sirve un gin tonic y te vacía la despensa nada más entrar por la puerta.

También están las visitas de amigos o vecinos. Dependiendo del grado de confianza y amistad pueden ser encuentros agradables o tediosos compromisos. Una de las mejores caricaturas que se ha hecho en el cine de este tipo de visitas se encuentra en la película Mi tío, de Jacques Tati. La vecina ataviada con un amplio poncho se queda atascada en la puerta automática de entrada. Los anfitriones, que solo alcanzan a divisar la punta de su vestimenta, le gritan desabridos: «¡Váyase! ¡No necesitamos alfombras!». Es la primera de una larga serie de situaciones hilarantes propiciadas por los avances de domótica de que disfruta la casa.

En las visitas pasa lo contrario que en el fútbol: es el anfitrión quien juega en desventaja

En las visitas pasa lo contrario que en el fútbol: aquí es el anfitrión el que juega en desventaja, no solo porque aporta casa, vajilla, comida, bebida… sino sobre todo porque, cuando la visita se alarga, no puede hacer otra cosa que esperar con paciencia a que los invitados (o autoinvitados) hagan ademán de irse.

Lo que ocurre con amigos, parientes y conocidos es que en ocasiones no vienen a pasar solo unas horas, sino una temporadita. «Jeeves, Lady Wickham me escribe invitándome a pasar las Navidades en Skeldings. Iremos el 23 y pasaremos allí una temporadita», le ordena Mr. Wooster a su mayordomo en una de las divertidas novelas de P.G. Wodehouse. Es muy anglosajón eso de anunciar el día de llegada a una casa y dejar en la indeterminación la fecha de salida.

Pero la más peligrosa de todas es la visita de un jefe. Porque, aunque venga con su pareja y en son de paz, jefe es jefe. Los anfitriones se desvivirán desde varios días antes para tener todo en su punto, aunque simularán que es una cena como la de todos los días. Sacarán del armario el mantel, las servilletas, la vajilla y la cristalería que nunca usan. Cocinarán ese plato que solo se permiten en Navidad y permanecerán toda la velada haciendo cumplidos y tratando de no meter la pata a la vez que una sonrisa perenne tensará al máximo sus músculos maxilofaciales.

Es así como actuaron los padres del pequeño Nicolás, el personaje de ficción creado por Gosciny y Sempé. A los padres no se les ocurrió otra cosa mejor que contratar a una señora que simularía ser la empleada doméstica «de la máxima confianza». Vestida de negro riguroso con delantal blanco y su cofia, la mujer desempeñó su papel a la perfección. También Nicolás, debidamente aleccionado, se comportó con una educación exquisita, tan exquisita que antes de irse a la cama se despidió ceremonialmente del «jefe de papá, de la mujer del jefe de Papá y de la señora vestida de negro», que era otra perfecta desconocida para el niño.

Podemos hacer chanzas sobre las visitas todo cuanto queramos. Pero hay que reconocer que, en una sociedad líquida como la que hoy vivimos, son una especie en peligro de extinción. Las tecnologías de la comunicación nos acercan a los más lejanos, pero también nos alejan de los que están más cerca. Por eso, quizás a veces merece la pena abrir los muros de nuestras cuevas y castillos para dejar entrar ese vivificante acontecimiento que es un encuentro presencial. Aunque pueda resultar incómodo, puede ser necesario para no perder nuestra cordura y, quién sabe, quizá nos pueden salvar la vida, como al protagonista de El peor vecino del mundo.

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