Pensamiento

La navaja de Ockham

También conocido como principio de parsimonia, esta regla empírica sugiere que la explicación más simple suele ser la más probable, priorizando la mínima cantidad de suposiciones.

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16
mayo
2024

La tormenta ruge. Acabas de llegar a casa, quieres encender la luz del recibidor, pero el interruptor no funciona. «¿Se habrá fundido la bombilla?». Caminas a oscuras hasta otro interruptor, pero tampoco funciona. Pruebas con un tercero, y nada. En ese momento se te ocurren dos teorías: «se han fundido tres bombillas de distintas partes de la casa al mismo tiempo» o «se debe haber ido la luz». Tras algunos segundos, posiblemente te decantes por la segunda, a pesar de no haber llevado a cabo un cálculo preciso sobre las probabilidades de que se fundan tres bombillas a la vez versus las de que se vaya la luz un día de tormenta. Y probablemente aciertes. Al fin y al cabo, los acontecimientos «comunes» lo son porque tienen menos coincidencias simultáneas que los no comunes, son más simples, y por definición, ocurren más a menudo. Esta situación y su consecuente razonamiento muestra cómo cualquiera de nosotros llega a conclusiones mediante la navaja de Ockham, aun sin estar familiarizado con el término.

La navaja de Ockham es una regla empírica que se utiliza a menudo en ciencia y filosofía para tomar decisiones o resolver problemas. También se conoce como principio de parsimonia, y sugiere que «en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable hasta que se demuestre lo contrario». Dicho de otra forma, es un método que aconseja tomar como válida la explicación que requiera el menor número de suposiciones o entidades.

Ahora bien, la navaja de Ockham no dicta, ni mucho menos, que la explicación más sencilla sea siempre la correcta, sino que debe priorizarse hasta que aparezcan más pruebas. Por lo tanto, es una herramienta simple para guiar el razonamiento, y puede ayudar a evitar la especulación innecesaria, pero debería usarse con cautela. Sobre esto, el físico Albert Einstein dijo en 1933 que «el objetivo supremo de toda teoría es hacer que los elementos básicos irreductibles sean tan simples y tan pocos como sea posible sin tener que renunciar a la representación adecuada de un único dato de experiencia». O sea, todo debe hacerse tan simple como sea posible, pero no más simple de lo que es.

En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable hasta que se demuestre lo contrario

El filósofo austriaco Karl Popper, por su parte, no creía que la preferencia por teorías simples tuviera que apelar a consideraciones prácticas –necesariamente–, sino que podía estar justificada por su criterio de falsabilidad: preferimos las alternativas más simples «porque su contenido empírico es mayor y porque son mejor comprobables». En otras palabras, una teoría simple se aplica a más casos que una más compleja y, por tanto, es más fácil de refutar. Por tanto, la navaja de Ockham no es solo una herramienta útil para escribir sobre la relatividad general, sino también para la vida diaria. Es una forma sencilla de evitar quedarnos atrapados en un torbellino de rumiación mental.

El uso de esta heurística, tanto en ciencia como en otros entornos, está ligado al concepto de subdeterminación, que significa que las pruebas disponibles en un momento concreto pueden ser insuficientes para llegar a una conclusión firme o determinar cómo actuar ante ella: ¿cuándo puse las bombillas?, ¿compré las de peor calidad?, ¿se habrá filtrado agua en el cableado eléctrico? Dado que nuestra hipótesis no puede estar determinada por los datos, y teniendo en cuenta que nuestra racionalidad está limitada por el tiempo, optamos por la más simple, que pudiendo no ser la mejor, quizá si es lo «suficientemente buena» por el momento.

Uno de los grandes problemas de la navaja de Ockham, especialmente en la aplicación del método científico, es que puede llevar a una simplificación excesiva, ignorando factores imprescindibles para comprender cualquier fenómeno. Los sistemas complejos suelen tener explicaciones complejas y, tal como apuntaba Einstein, el reto no está en cambiarlos por otros más simples, sino por explicar lo complejo de forma sencilla. Asimismo, determinar qué constituye la explicación «más simple» es subjetivo, pues hay diferentes criterios de simplicidad y por ende desacuerdos sobre la «mejor» explicación.

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