«Se está pagando no solo el olvido del campo, sino el olvido de lo que somos realmente»
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COLABORA2024
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Veterinaria de profesión, María Sánchez (Córdoba, 1989) trabaja con razas autóctonas en peligro de extinción. En los poemas de su último libro, ‘Fuego la sed’ (La Bella Varsovia, 2024), el territorio se hace presente a través del lenguaje para narrarse a sí mismo. Los pájaros, los arroyos, la memoria y los saberes ancestrales toman la palabra en una mezcla de poética e investigación científica, en la que Sánchez expone el mundo que habitamos y nos cuestiona sobre el que queremos vivir.
Sequía, olas de calor, especies en peligro de extinción. Desde la poesía, tu libro muestra unas realidades que llenan día a día los titulares. ¿Estamos pagando actualmente el olvido del campo?
Creo que se está pagando no solo el olvido del campo, sino el olvido de lo que somos realmente. No nos podemos entender sin la naturaleza. Creo que ha hecho mucho daño esa imagen de vernos como algo inquebrantable, de que no somos vulnerables, que estamos por encima de todo, cuando no es así. Somos seres interdependientes y vulnerables, necesitamos los cuidados de otras personas, los recursos y la presencia de otros seres. El ver todo aislado e imaginar la Tierra como algo infinito que nunca se va a agotar, ese sistema hiperextractivista, que coloniza, que saquea, que precariza, que pone en el centro el dinero, la producción… ¿Por qué no ponemos en el centro los cuidados, la conservación del medio ambiente, de la biodiversidad? Fíjate qué curioso: yo soy veterinaria y trabajo con razas autóctonas que están en peligro de extinción y son las más adaptadas al cambio climático, son las que producen comida en zonas no cultivables. A mí me da bastante miedo pensar que estamos en un sistema agroalimentario donde se tiran cada día toneladas de comida, donde hay gente que todavía no tiene acceso a agua, donde la comida que comemos nos enferma, donde hay personas migrantes trabajando como si fueran esclavos. Creo que deberíamos parar y empezar a preguntarnos en qué mundo queremos vivir y de qué manera y si podemos seguir viviendo de esta forma.
«No podemos olvidar que muchas veces la nostalgia, nuestra memoria, está hecha de ficción»
El título, Fuego la sed, subraya el exceso de fuego, la escasez de agua. Pero es que la sed, además de sequía, también representa la avidez, el ansia por tener más, la sed por el dinero, por la productividad…
Por el conocimiento… Yo amo el conocimiento, pero no nos podemos olvidar sobre qué se sustentan los centros de poder y la Universidad. Mucha sabiduría se ha hecho vampirizando los saberes de otras personas; desde dónde se nombra, desde dónde se dice cómo han de hacerse las cosas. Esos centros de poder muchas veces han despreciado los saberes del campo, del campesinado. Por ejemplo, en mi familia, mi abuela fue a la escuela de analfabetos; tenía un saber del huerto del que yo en la universidad nunca aprenderé, conservar la semilla, saber ver el cielo, la lluvia, cuándo toca. No nos podemos olvidar de ese saber formar parte del territorio. A mí me pasa con muchísimos cabreros y pastoras con las que trabajo, eso no se aprende en manuales, se aprende viviendo en el territorio y sabiendo formar parte de él y dando respeto. Fíjate, algo tan sencillo como reparar y volver a conmovernos y asombrarnos por todo lo que nos rodea. Hemos perdido también esa capacidad de asombro.
Ya habías publicado en el pasado el poemario Cuaderno de campo (La Bella Varsovia) y el ensayo Tierra de mujeres (Seix Barral), que también tienen que ver con lo rural. Desde hace unos años se está hablando de neorruralismo en la literatura española. ¿Crees que la ruralidad está ganando terreno hoy en la literatura a causa de la emergencia climática?
Depende de dónde lo mires: si lo ves desde la industria del libro y desde ciertas corrientes, pues sí, parece que se está poniendo en el centro, pero en la realidad en la que yo me muevo hay pocas facilidades para que la gente joven pueda poner en marcha su proyecto en el campo, hace falta un acceso a la tierra, a condiciones de trabajo dignas. Hay una mirada por fin y se han roto ciertos relatos desde donde se nos narraba a la gente de los medios rurales, pero en mi opinión siguen faltando políticas públicas para que haya un acceso a una vida digna en el campo. Si se fomentaran pequeñas producciones agroecológicas, de sistema extensivo, pues a lo mejor te tendría otra respuesta. Pero lo que no puede ser es que sea más fácil poner en marcha un sistema intensivo, que justamente es lo que no necesitamos en la crisis en la que nos encontramos. Y muchas veces nos olvidamos de que el teletrabajo no da tomates todavía, ni leche ni queso. Entonces para mí son fundamentales políticas de acceso a la tierra.
«Siguen faltando políticas públicas para que haya un acceso a una vida digna en el campo»
A pesar de que los temas que tratan tus textos son graves e inminentes, el libro no es catastrofista. ¿Por qué crees que es necesario pensar y narrar estos fenómenos climáticos y sociales desde un lugar que huya de lo apocalíptico?
A mí me cansan tanto esos discursos de gente que tiene un privilegio, una superioridad moral, que a la gente de a pie nos echa la culpa, de que no sabemos comer, que no valoramos, que no sabemos. A mí esos discursos que aleccionan, que nos culpabilizan, creo que paralizan y alejan en vez de tender la mano. A mí me gusta el pellizco de «anda, pues nunca había pensado eso». En mi experiencia, creo que se consigue mucho más aprendiendo, hablando de un pájaro, de un árbol, de lo que se tiene al lado y de ese reparar. Creo que podemos llegar a otros lugares desde ese apoyo mutuo.
Me quedé pensando en un verbo que usaste, «reparar», en su doble acepción: es observar con cuidado algo que está cerca y al mismo tiempo es ayudar a que lo dañado se recupere. ¿Consideras que la poesía, el lenguaje, son la clave para habitar el territorio y recuperar lo dañado, esa conexión con la naturaleza que se ha perdido?
Totalmente, sí. Bueno, la poesía puede ser lo que le dé la gana, pero yo quería que Fuego la sed fuera como otra ventana por la cual mirar, escuchar. Que no hubiera un narrador adultocéntrico y antropocéntrico, sino que fuera el mismo territorio, los mismos animales, los que hablaran, nos hicieran preguntas. Quería romper esa jerarquía del yo y usar más el nosotros, el nosotras, que fueran los árboles, la tierra misma, la que nos contara a nosotros también. La poesía puede ser esa ventana maravillosa para darnos cuenta. Por ejemplo, en Fuego la sed hay muchísimos datos de estudios científicos que he sacado sobre el cambio climático: cómo los pájaros tienen que cambiar la longitud de las alas por el aumento de temperatura, cómo hay plantas que están cambiando los colores para evitar ser depredadas porque se cogen más de la cuenta. En mi pueblo antiguamente se comían pajaritos fritos, guerra, hambre, había que buscarse la vida. Ahora tú vas a mi pueblo y en las mismas calles están los jilgueros criando pajaritos. Es súper fuerte que esas mismas personas cuando eran pequeñas les tiraban piedras, se los comían, los robaban. Cómo ha cambiado la mirada: esas personas que fueron depredadoras, ahora son las que los cuidan. Me gusta mirar esas luces, esos cambios de estar en el mundo y en el sitio del que uno forma parte.
«Muchas veces nos olvidamos de que el teletrabajo no da tomates»
Hay un poema de Fiodor Sologub que dice: «Dónde encontrar un aviso que diga: invitamos poeta a domicilio / porque se hizo intolerable / explicarse en el lenguaje común /necesitamos palabras hermosas / estamos dispuestos a entregar nuestras almas». En medio del colapsismo, ¿necesitamos palabras hermosas que nos expliquen la crisis a la que nos enfrentamos desde otro lugar?
Desde otros lugares, por supuesto. Y para esto no estoy diciendo que tengamos que dejar de dar esa información, que es fundamental, pero que también haya esos proyectos de luz de gente que sigue plantando. Yo sigo pensando en ese campesino de uno de los relatos de John Berger, que aunque en su familia ya nadie va a seguir dedicándose a la tierra, él sigue plantando árboles para que los que vengan tengan sombra. Es una imagen que se repite mucho en el libro: una sombra en la que resguardarnos del calor, en la que poder descansar, poder compartir. Necesitamos esa buena sombra, esos lugares de poder tirar hacia adelante, darnos cuenta de que no estamos solos en el mundo. Hemos hecho como que el mundo, la naturaleza, no va con nosotros, incluso los vínculos que debemos tener con los demás. Ese sistema nos ha hecho vernos como una máquina independiente. Creo que hay que cambiar el relato.
Dices que en la nostalgia se esconden también el poder, la violencia y la sequía. ¿Por qué?
No podemos olvidar que muchas veces esa nostalgia, nuestra memoria, está hecha de ficción. A mí me dan mucho miedo ciertos discursos reaccionarios que están saliendo desde hace unos años en nuestro país que dicen que nuestros abuelos y abuelas vivían mejor que nosotras. Si mi abuela hubiera tenido la mitad de oportunidades que he tenido yo a lo mejor la primera escritora de la familia podría haber sido ella y podrías haberla entrevistado tú. Muchas veces nos olvidamos de dónde venimos. Yo no quiero que nadie vuelva a trabajar la tierra como antiguamente, era súper duro. No podemos idealizar esas cosas, porque al final también estamos idealizando un sistema, una dictadura, una desigualdad.
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