Pensamiento

«La moral evoluciona: tiene historia, pero también geografía»

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02
abril
2024

El filósofo y profesor Juan Antonio Rivera (Madrid, 1958) acaba de publicar ‘Moral y civilización. Una historia’ (Arpa Editores), un recorrido desde el prisma de la ética evolutiva sobre cómo la moral, y su relación con la edificación de las civilizaciones, ha ido cambiando a lo largo de los milenios. Conversamos con él sobre el origen de la moral, la violencia, la racionalidad y la construcción de la civilización occidental.


¿En base a qué factores humanos (ambientales, organizativos de las sociedades paleolíticas, etc.) considera usted que surgió la moral?

Desde el punto de vista evolutivo, la moral tiene mucho que ver con la cooperación dentro de un grupo y entre grupos humanos. En tal sentido, la moral hubo de manifestarse entre nuestros ancestros cazadores-recolectores en actividades como el cuidado de los niños, los ancianos, los enfermos o las partidas de caza mayor. Sin embargo, Charles Darwin, en El origen del hombre, llama la atención sobre otra actividad que a duras penas se nos ocurre relacionar con la moral: la guerra entre grupos tribales, que forzó, quieras que no, a cualquier miembro de un grupo a cooperar con el resto para de este modo competir mejor con los enemigos del otro grupo. De modo que la intensificación de la moral fue un regalo inesperado de la guerra, a la par que una herramienta para la misma.

«La intensificación de la moral fue un regalo inesperado de la guerra, a la par que una herramienta para la misma»

¿Tiene la moral una dimensión universal, es decir, su estudio es objetivo?

Algunos peces gordos de la filosofía, como Platón o Kant, nos han hecho creer, en efecto, que la moral está tallada en bronce por toda la eternidad, que existe la moral, el bien y el mal definidos de una vez por todas como habitantes congelados de un mundo inteligible. Pero lo cierto es que la moral evoluciona, y no solo en el tiempo, sino también en el espacio. La moral tiene historia, pero también geografía.

En el libro incide usted en el altruismo como comportamiento clave para esta evolución del tribalismo a las sociedades complejas de nuestro tiempo. ¿Por qué fue y sigue siendo un rasgo tan importante para el sostén de unas sociedades cada vez más abiertas y diversas?

El altruismo es la divisa distintiva de la moral cálida tribal, pero el altruismo (por fortuna, habría que decir) sigue estando con nosotros en las civilizaciones extensas en las que ahora vivimos la mayor parte de los seres humanos. Pero lo ponemos en práctica con los familiares, amigos, colegas de trabajo, correligionarios o compañeros de club deportivo. Lo que definitivamente no está al alcance de nuestras capacidades morales es tratar de expandir este talante altruista a todos nuestros congéneres. No es dable para los humanos una fraternidad universal, con la que soñaban y siguen soñando tantos pensadores utópicos.

Eso explicaría en parte la obsesión del ser humano con la práctica de la guerra, la xenofobia… ¿Existe, sin embargo, algún punto barrera epistémico o ético que nos permita extender ese altruismo a todas las sociedades humanas?

Bueno, aquí entramos en la moral fría del respeto y dejamos atrás la moral cálida de la tribu. En esta moral cálida se amaba a los del propio grupo a la vez que se detestaba a fondo a los miembros de otros grupos. La violencia en condiciones primitivas era mucho más alta que en la actualidad, de modo que más vale despedirse del mito del buen salvaje, pacífico y feliz. Esto no significa que la violencia haya desaparecido del todo en los entornos civilizados en que ahora nos movemos, pero sí se ha mitigado bastante. A ello han contribuido, entre otras cosas, las prácticas comerciales (que nos enseñan que gentes de fuera de nuestro entorno nos pueden ayudar a obtener cosas que ellos saben hacer mejor que nosotros, y que podemos intercambiar con cosas que nosotros sabemos hacer mejor que ellos, de modo que ambas partes salimos ganando). Otro factor que ha contribuido a la dulcificación de las costumbres es lo que el primatólogo Richard Wrangham llama «autodomesticación», el proceso por el que nos hemos ido deshaciendo de los machos alfa más despóticos y de genio más áspero de nuestras colectividades impidiendo así que estos rasgos de carácter pasaran a la siguiente generación.

«La violencia en condiciones primitivas era mucho más alta que en la actualidad: más vale despedirse del mito del buen salvaje, pacífico y feliz»

¿Y qué papel juega la violencia en la naturaleza? ¿Posee utilidad? ¿Podemos llegar a prescindir de ella?

La violencia sirvió en el pasado para cohesionar a las colectividades humanas y acendrar los vínculos morales en su interior. Pero también sirvió para atizar el odio entre nosotros y ellos. Este reflejo xenófobo lo tenemos grabado a fuego en nuestro inconsciente evolutivo. Lo cual no quiere decir en absoluto que estemos a su merced y no podamos hacer nada contra él. Lo estamos domando, pero a casi todos nos parece que el proceso es irritantemente lento y que la moral fría del respeto universal no acaba de afianzarse por completo.

No obstante, comenta que la racionalidad está sobrevalorada. ¿En qué consisten la racionalidad?

Empiezo por decir que es un lugar común muy afincado entre filósofos y economistas afirmar que lo que nos distingue como especie es el uso de la racionalidad. Que el hombre es un animal racional es una definición muy extendida de lo que somos, como si la racionalidad fuese la joya de la corona de la humanidad. Ha habido que esperar a que ciertos psicólogos con tendencia experimental nos alertaran de que las cosas no son ni mucho menos así, de que la mayor parte de nuestra vida mental es inconsciente y que la racionalidad solo la usamos esporádicamente en circunstancias que entrañan novedad o peligro (o ambas cosas a la vez).

También escribe usted sobre el papel trascendental de los inconscientes. ¿Cuáles son y en qué consisten?

Hay varios tipos de inconsciente: el evolutivo, el colectivo y el individual, todos ellos por supuesto avecindados en el mismo cerebro de la persona. Pensemos en el aparato digestivo. Por fortuna no necesitamos aprender racionalmente a hacerlo funcionar, lo que sería extenuante, sino que la especie ya ha aprendido evolutivamente, por un proceso de variación genética y selección natural, a poner en marcha el estómago, por ejemplo. Pero a este inconsciente evolutivo hay que sumar el inconsciente colectivo, que nos hace seleccionar los platos con los que habitualmente vamos a alimentar a ese estómago, y que por lo general (aunque no siempre) serán los que formarán parte de las tradiciones culinarias de nuestra sociedad en concreto. Y a este inconsciente colectivo habría que añadir por último el inconsciente individual, nuestras comidas preferidas o más frecuentes. Los tres inconscientes trabajan al unísono.

Las leyes, el ejercicio de la política (entendido desde el punto de vista de los antiguos griegos), la religión, la cuestión de la obediencia. ¿Todos estos elementos son meros frutos del ingenio humano o consecuencia de la complejidad de la sociedad, como cuando se produjo el salto a las ciudades-estado en Mesopotamia?

Mientras vivíamos en pequeños colectivos de cazadores-recolectores los mecanismos de control social contra los incumplidores de las normas tácitas de cooperación eran de naturaleza biológica fundamentalmente: altruismo familiar, altruismo recíproco, altruismo por selección de grupo, castigo altruista o reciprocidad indirecta. Pero con la llegada paulatina de la agricultura, hace entre 10.000 y 12.000 años, aumenta el tamaño de las poblaciones, aparecen las primeras ciudades en el Creciente Fértil, y los humanos empiezan a codearse con otros humanos a los que no conocen sobre una base personal. En este punto los mecanismos biológicos de control social tuvieron que ser complementados con otros de índole cultural: leyes escritas, jerarquías políticas cada vez más centralizadas y religiones basadas en grandes dioses (como las llama el psicólogo libanés Ara Norenzayan), dioses que vigilan a tiempo completo no solo nuestra conducta sino las intenciones que a ella subyacen, y que nos premiarán o castigarán tanto en este mundo como en el más allá. Gracias a estos suplementos culturales se pudieron mantener a la vez civilizaciones extensas y cohesión social en su seno.

¿Hasta qué punto la sumisión del ser humano a unas leyes morales y religiosas, también a unas leyes civiles, nos ha convertido en individuos menos violentos?

La caja de herramientas (tanto biológicas como culturales) de control social redujo la violencia entre yo y nosotros en grupos de gran dimensión. Pero si la cooperación entre yo y nosotros se resolvió bastante bien, no se puede decir lo mismo de la relación entre nosotros y ellos. Las relaciones entre grupos se pueden solventar en esencia de dos maneras: a través de la guerra o a través del comercio. Esto a su vez tiene repercusiones en la conducta dentro del grupo, en la relación entre yo y nosotros. Si se va por el camino de la guerra, el grupo presionará a los individuos para que abandonen sus proyectos personales y se apresten a la defensa común frente a los enemigos. En cambio, si se opta por el comercio, esta presión del grupo sobre sus componentes se relaja un tanto y se deja a los individuos perseguir sus proyectos de vida personales, conquistándose de este modo lo que Benjamin Constant llamaba «la libertad de los modernos», es decir, la posibilidad de desarrollar planes de vida personales sin injerencias indeseables por parte de otros particulares o de los poderes públicos. Las sociedades que han seguido la vía del comercio son las que se han convertido a la postre en más prósperas y libres.

«Las sociedades que han seguido la vía del comercio son las que se han convertido a la postre en más prósperas y libres»

Quisiera preguntarle sobre un momento clave en la consolidación de las características de la sociedad occidental, la ruptura del individuo con la familia extensa. ¿Qué efectos trajo consigo este cambio?

El individualismo echa los dientes en las postrimerías del Imperio Romano, hacia el siglo IV, y se va desplegando con penosa parsimonia durante la Edad Media hasta alcanzar su primer apogeo en la Ilustración europea del siglo XVIII. El individualismo occidental es una rareza (estadísticamente hablando) incluso hoy día, y fue el fruto inesperado y no buscado de las políticas rapaces de la Iglesia católica acerca del matrimonio y la herencia, orientadas a capturar las riquezas de su feligresía, pero que a la vez desconectaron cada vez más al individuo de su familia extensa o del clan, y le permitieron integrarse voluntariamente en redes sociales cooperativas de más largo alcance, que, como semilleros de inteligencia colectiva, espolearon la prosperidad económica en Occidente. La nueva moral fría e individualista fue uno de los motores de la riqueza de las naciones occidentales. Pero no todos los humanos gozan de ese talante empresarial hacia la propia vida, que es lo característico del individualismo (término que no hay que confundir con el egoísmo); no todos son capaces de fijarse unas metas personales y poner a trabajar los recursos con los que cuentan para darles alcance en su existencia. Hay muchos que no saben qué hacer con su vida y necesitan de pastores morales que los orienten, que tomen el puesto de piloto en su existencia y los releguen a la condición de copilotos en la misma. Hay una gran y peligrosa oferta de líderes morales, algunos de ellos con objetivos megalómanos basados en trazar un plan colectivo al que todos han de sumarse, lo quieran o no. Hay quienes aceptan esta servidumbre voluntaria a un magno proyecto colectivo, y hay otros –más individualistas y menos gregarios– que buscan salir por piernas de esta peligrosa atmósfera de colectivismo moral, letal para las libertades y las vidas individuales, según han puesto elocuentemente de relieve en el siglo XX las utopías sociales de signo comunista o nazi.

«El individualismo occidental es una rareza (estadísticamente hablando) incluso hoy día»

Cuando escribe sobre el egoísmo subraya que puede tener un signo positivo. ¿En qué sentido puede llegar a serlo?

El egoísmo tiene efectos disolventes y peligrosos cuando hablamos del orden social o de otros bienes públicos no exclusivos, y esta es la parte de la historia que mejor conocemos. Pero el egoísmo puede ser inofensivo y hasta beneficioso bajo otros marcos de actuación. Uno de ellos es la producción y distribución de bienes privados. En los intercambios comerciales voluntarios ganan ambas partes sin que para conseguir esto ninguna de ellas abandone sus intereses egoístas, como supo ver con claridad Adam Smith al hablar de la «mano invisible». Pero esta visión insólita de las virtudes del egoísmo está ya presente en el poeta griego Hesíodo, en la fábula de las abejas de Bernard de Mandeville, y después en la «insociable sociabilidad» de Kant o en la «astucia de la razón» de Hegel.

¿Y en nuestra época?

Precisamente otro ámbito en que el egoísmo es bienvenido es el de la distribución de los bienes colectivos no rivales. La no rivalidad en el consumo se da sobre todo (aunque no exclusivamente) en bienes informativos, los que están basados en bits y no en átomos. Si yo veo un vídeo, tal cosa no impide que pueda ser visto por entero, y de principio a fin, por mi vecino. Los vídeos no se gastan por ser usados. Y lo mismo pasa con la lectura de una tragedia de Shakespeare o un poema de Lorca. De modo que en el terreno del consumo de las ideas el egoísmo no causa daños. Subrayo que hablo de consumo de ideas, no de su producción.

Por último, quisiera preguntarle sobre una posibilidad. De existir vida inteligente fuera de nuestro planeta, ¿existirán equivalencias éticas (salvando las diferencias morales, claro) o, en cambio, la ética no es universal?

Las verdades matemáticas o lógicas son necesarias, es decir, verdaderas en todos los mundos posibles, de modo que si nos topáramos con extraterrestres inteligentes ellos compartirían con nosotros esas verdades formales, aunque seguramente emplearían una notación diferente para expresarlas. Pero podríamos entendernos con ellos a la postre. No ocurriría así con las verdades de las ciencias empíricas (física, química, biología, etc.), que son contingentes, es decir, son estas en nuestro mundo, pero podrían haber sido distintas. Y tampoco pasaría con los principios morales, que son de otra índole. Para empezar, los principios morales no son enunciados, es decir, no describen hechos inamovibles confinados en un mundo inteligible platónico, como ya dije antes. Si los principios morales evolucionan y tienen historia y geografía en este planeta que habitamos, ¿qué no sucederá en otros planetas que desconocemos? La ética de esos alienígenas inteligentes sería seguramente muy dispar de la nuestra.

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