Opinión

Senderos que se bifurcan

¿Lentitud y mal equipamiento o, por el contrario, un desesperado afán escapista? Un texto sobre caminantes y senderistas y la afición actual de salir a la montaña.

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
18
enero
2024

Dividían al personal en tres grupos, según los kilómetros de marcha, la dificultad del terreno y el nivel de pendiente. Decidió visitar los tres grupos y empezó por el básico, el 1, donde se presentaba gente sin el equipo adecuado y, claro, se armaban broncas. ¿Puedes mantener la marcha por una pista forestal en chanclas o con tacones? En principio sí, pero al cabo de un rato habrá que parar y ahí comienza el lío, cuando el monitor se desespera y empieza a dar gritos por el walkie talkie al grupo 2 y al 3, para anunciarles que su pelotón va a llegar al punto de encuentro con mucho retraso porque una persona confundió una jornada de marcha con una mañana de paseo. En muchas ocasiones, el grupo seguía y dejaba atrás al imprudente, esperando a otro monitor con el que volver al punto de partida. En cierta ocasión, alguien le dijo que un cortés monitor se acabó casando con una senderista a la que le curó las ampollas de los pies. Love is in the air.

El grupo 3, en cambio, nunca dejaba a nadie atrás y hasta donde se sabe no propició casamientos. Nadie socorría y animaba al rezagado, que prefería echar la lengua fuera antes de contrariar al monitor jefe, así que cuando alguien se retrasaba por alguna distracción sacaba fuerzas del culo, se tomaba una pastilla de glucosa y apretaba el paso o saltaba como una cabra de peñasco en peñasco hasta reconectar con el grupo de cabeza. No era un grupo paramilitar, ni unos montañeros épicos, sino un puñado de deportistas. Llegar hasta la cima no parecía su objetivo. Lo que querían era machacarse. Marchaban al aire libre, en plena montaña, pero actuaban como si estuvieran en un polideportivo gigante. La Tierra les parece un campo de entrenamiento, lleno de retos y obstáculos que superar. Los accidentes geográficos eran parte de un campo de pruebas, o etapas de un concurso de supervivencia.

Pero bueno, allá cada cual. Siguió subiendo hasta adelantar a otros senderistas que bajaron su ritmo, pero de repente cometió un error imperdonable. Se paró y giró la cabeza para contemplar un cielo de nubes maravilloso y entonces se lo llevaron por delante: «¡Para qué nos adelantas si luego te paras!», gritaban. «El cielo, joder, el cielo. Mirad qué cielo», decía caído sobre un pedrusco de granito resplandeciente. En ese mismo momento se cagó en sus muertos: «Malditos supremacistas». Y le vino a la cabeza Nabokov, porque aquel bloque brillaba como ningún otro al sol, que estaba muy alto, y no sabría decir por qué le pareció bellísimo, y apareció una mariposa, a saber de qué especie, y se acordó de aquel pasaje: «…el mayor paisaje de la atemporalidad —en un paisaje elegido al azar— es el que encuentro cuando me veo rodeado de mariposas poco frecuentes, y de las plantas con que se alimentan. Eso es el éxtasis, y más allá del éxtasis hay otra cosa que me resulta difícil de explicar. Es como un vacío momentáneo en el que se precipita todo lo que amo. Un sentimiento de unidad con el sol y la roca…» (Habla, memoria, p. 138).

«Es como un vacío momentáneo en el que se precipita todo lo que amo; un sentimiento de unidad con el sol y la roca»

Él no sabía nada de mariposas, era más experto en grillos, pero siguió con la mirada el revoloteo, allí, encajado entre las piedras, y recordó el pasaje y disfrutó del paisaje, fundido con el sol que le quemaba la cara y la roca a la que había acabado abrazado, y las otras cabras tiraron para el monte, aunque no eran cabras, no, porque las cabras tienen su lógica y esos aceleracionistas carecían de toda lógica, dando la espalda a ese techo de nubes, sin tomarse un respiro, sin concederse un retraso, una pérdida de tiempo.

El éxtasis duró poco. Antes de erguirse le dio tiempo a ver unas florecillas minúsculas, de esas que crecen entre pedregales y graveras, pero se lanzó muy enojado y subió como un loco y alcanzó al grupo y les dijo que estaba harto de su ritmo, y que 5 minutos no iban a ningún lado, y que algún día lamentarían tomarse la vida a esa velocidad, pero se quedaron mudos porque se puso en cabeza de grupo y empezó a despotricar y a hablar solo, y apretó tanto el paso que empezó a marearse. Podía reventar, pero bueno, «de algo hay que morir», se dijo. Después de todo, una cima no era mal sitio para acabar.

Durante el descanso recordó que Carl Honoré aprendió a no correr en las colas de las cajas de supermercado (lo contó en Elogio de la lentitud, hacía 20 años). Él también lo había logrado, ya no luchaba por mantener la posición en una fila, ni corría enajenado hacia una caja nueva, pero aquel grupo había vuelto a encender un furor innecesario. ¿Y si era gente agradable, después de todo? Durante la pausa recordó a otros monitores deportivos que no podían parar porque si lo hicieran se morirían, generalmente de pena. Aquel serio y callado instructor de windsurf que no bajaba de una tabla desde que tuvo un descalabro amoroso. Quizás entre aquel pelotón, pensó, alguien corría porque huía de sí mismo. Sí, no querían parar de correr, pero no tenían velocidad de escape. Seguían gravitando alrededor de su desastre. Fallidos escapistas.

Finalmente, visitó el grupo 2. La jornada fue mucho más tranquila, y se paraba para hablar por turnos, haciendo gala de conocimientos de botánica, geología y geografía. Evidentemente, la gente de aquel grupo subía al monte básicamente por la cerveza, o sea, por las cañas que se tomaban al finalizar la jornada. Era gente muy maja que quería conocer a gente maja. Love is in the air. Pero empezó a aburrirle aquel despliegue de ciencias de la Tierra, conciencia ecológica y pedagogía naturalista. Un geólogo explicó cosas interesantes en una parada, pero resultó artificioso porque estaba más pendiente de impresionar a una joven ambientalista que de la precisión científica. Una senderista veterana contempló la escena con sorna, y se río por dentro ante semejante despliegue de sabiduría y empatía. Llevaba unas botas italianas duras, y una mochila muy gastada. Cuando se sentaba a descansar miraba tranquila al cielo y se echaba una almendra a la boca con una tranquilidad envidiable. Evidentemente, estaba de vuelta de todo.

Después de la pausa empezó a echar de menos al grupo enajenado, a los acelerados. Pero de bajada se pegó a un ornitólogo que no tenía necesidad de impresionar a nadie y caminaba a ritmo constante y relajado. Era un tipo robusto, grueso, con estómago cervecero, pero piernas muy robustas y buen color de cara. Seguro que podía aguantar el ritmo del grupo extremista, pero se dejó caer con el grupo ilustrado. Era muy agradable y también sabía mucho de árboles, y de historia, pero al distraerse hablando, apretaron sin querer el paso y marcaron distancia con el pelotón principal y provocaron la ira del monitor, que apareció corriendo como loco por su espalda, obligándoles a unirse al rebaño de ovejas políticamente correctas que custodiaba.

Regresaron hasta el punto de encuentro en el pueblo de origen, se despidió del hombre tranquilo y esquivó al grupo hasta dar con un lugar donde tomarse un respiro. El sol caía, pero aún calentaba. Perdió el sentido del tiempo y empezó a amodorrarse. Antes de caer dormido llegó a ver a unos gorriones comerse las patatas fritas que le sirvieron con la cerveza. Pensó en comprar algunos productos típicos del pueblo, pero había una cola enorme frente a una tienda para turistas y bastante tensión entre dos señores con mucha prisa que tenían aparcados dos 4×4 descomunales, así que renunció a la bolsa de bizcochos artesanos y puso tierra de por medio.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

El arte de caminar

Esther Peñas

Pasear tiene algo de instintivo y de exuberancia que, durante siglos, ha causado fascinación en la literatura.

Caminantes

Edgardo Scott

Caminar es mucho más que desplazarnos a pie: se trata de una meditación casi filosófica para descifrar lo que nos rodea.

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME