Sociedad

Racismo científico: el comienzo

Las razas dominantes de Occidente no buscaban demostrar solamente su supuesta superioridad moral, sino también psicofísica. La ensayista Elvira Roca Barea, licenciada en Filología Clásica e Hispánica y doctora en Literatura Medieval, lo explica en su libro ‘Imperiofobia y la leyenda negra’ (Siruela, 2023).

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21
diciembre
2023

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Las nuevas razas dominantes en Occidente necesita[ba]n no solo demostrar su superioridad moral frente al putrefacto mundo católico-latino, sino también su superioridad psicofísica. La superioridad moral del protestantismo no tocaba la línea de flotación del mundo católico-latino. Si el protestante pensaba que él era moralmente superior y que su Iglesia era la verdadera, el católico pensaba lo mismo, y esto, al menos hasta el siglo XVIII, lo mantiene a salvo de asumir su propia inferioridad. Pero no por mucho tiempo. Este paso se va a dar justamente en este siglo y el racismo científico va a ser una de sus principales herramientas, aunque no la única. El racismo tiene por necesidad que justificarse científicamente a partir del siglo XVIII, porque la ciencia va a asumir la maquinaria de la mitología social y la administración de la moral a partir de este tiempo. Todo racismo tiene un origen y una justificación, que en cada caso se corresponde con la ideología-religión del grupo que defiende su superioridad. Y la de este grupo es la ciencia, que es la que a partir de ahora va a decir qué es lo bueno y qué es lo malo.

El racismo preexistente se adhiere a la argumentación científica a partir del sueco Carl von Linné (1707-1778) y del francés George-Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), que catalogaron las razas humanas y determinaron su mayor o menor categoría. Sin embargo, no insistieron mucho en la superioridad o inferioridad de unas y otras. Se da por supuesto, pero no es todavía el hilo argumental determinante. Este punto de vista no se convertirá en el núcleo de una obra «científica» hasta el anatomista Peter Camper (1722-1789). La teoría de Camper se basa en el establecimiento de una taxonomía de las razas humanas, según la cual las razas blancas están en la parte superior y los negros inmediatamente encima del gorila y el chimpancé. La taxonomía de Camper tiene como principio de clasificación la forma craneal y su mayor o menor semejanza con las cabezas perfectas que son las de los atletas griegos de las esculturas. A partir de aquí se produce una auténtica revolución «científica» en torno al estudio de los cráneos.

El racismo tiene por necesidad que justificarse científicamente a partir del siglo XVIII

En la segunda mitad del siglo XVIII, Franz Joseph Gall alcanzó fama mundial al definir una nueva [pseudo]ciencia llamada frenología, que considera que las cualidades intelectuales y morales de un ser humano se manifiestan y se justifican en la forma de su cráneo. Como este figura entre los rasgos racialmente heredados, se convierte inmediatamente en la base de sustentación científica y racional del racismo. Pronto la frenología se hace parte fundamental del currículum universitario y barre del mapa las tradiciones psicológicas espiritualistas que estaban vinculadas a los estudios de la moral dentro de las religiones. La frenología además se acoplaba a la perfección a la idea de la predestinación humana del protestantismo, la cual a partir de ahora ya no será un concepto religioso sino un principio científico. Lógicamente las iglesias protestantes aceptaron la frenología con total convicción y la única resistencia a ella se produjo en la Iglesia católica, por muchas razones, pero sobre todo porque atentaba contra el libre albedrío, piedra angular de la moral católica. Como es natural, esto fue considerado como una prueba más de que el catolicismo era un obstáculo para el avance científico. Que después de lo sucedido en Europa durante la Segunda Guerra Mundial haya caído un piadoso manto de olvido (ley del silencio) sobre esta ciencia, no podrá borrar el hecho de que durante casi dos siglos no hubo en el mundo civilizado quien tuviera coraje para oponerse a sus incuestionables principios, aparte de algún católico suicida, como Jaime Balmes, que por el hecho de serlo ya se calificaba a sí mismo como enemigo de la razón y el progreso.

El gran Voltaire ataca con idéntica saña el catolicismo y el judaísmo. En su Diccionario filosófico afirma de los judíos que «es la nación más singular que el mundo ha visto, aunque en una visión política es la más despreciable de todas […]. De un breve resumen de su historia resulta que los hebreos siempre fueron errantes o ladrones, esclavos o sediciosos… Si preguntas cuál es la filosofía de los judíos, la respuesta es breve: no tienen ninguna. Los judíos nunca fueron filósofos, ni geómetras ni astrónomos». ¿No sabía el gran ilustrado de la existencia de Spinoza? Como en el caso de la hispanofobia en la Encyclopédie, no hay que ir a las entradas donde esperaríamos encontrar las manifestaciones de estos prejuicios, sino que aparecen desparramados por doquier. Así, en la entrada «antropófagos», Voltaire explica: «¿Por qué no habrían sido los judíos antropófagos? Habría sido la única cosa que hubiera faltado al pueblo de Dios para ser el más abominable de la tierra». La única conclusión posible es esta: «Observamos a los judíos con la misma mirada con la que miramos a los negros, o sea, como una raza humana inferior».

Estas ideas campaban universalmente por escuelas, universidades, tertulias y salones. La prueba de su completa integración social es que a los psicólogos modernos se los llamó frenópatas, y a las modernas clínicas psiquiátricas, frenopáticas, hasta hace pocas décadas, y que el cambio de nombre se debió a la caída en desgracia de esta «ciencia» después de la Segunda Guerra Mundial.


Este texto es un fragmento del libro ‘Imperiofobia y la leyenda negra’ (Siruela, 2023), de Elvira Roca Barea.

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