Diversidad

¿Por qué las comparaciones son odiosas?

Desde la infancia, el ser humano mantiene su afán por compararse con sus semejantes. Sin embargo, ¿no son las comparaciones odiosas, acaso, como dice el adagio popular? ¿Por qué no debemos reflejarnos en el espejo ajeno?

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29
diciembre
2023
Comparación entre el tamaño del Sol y los planetas del sistema solar. Ilustración de la NASA disponible en Wikimedia Commons.

Una de las grandes enfermedades del espíritu humano es la envidia. Surge en quien es incapaz de reconocerse a sí mismo y, en consecuencia, de contextualizarse. O, dicho con otras palabras, de marcarse unos objetivos propios para sí mismo, sean estos cuales sean. El ocioso mental y el envidioso comparten una misma inclinación: se comparan con los demás.

Medir la propia sombra con el paso de los semejantes no es un problema en sí mismo. Muy frecuentemente, tener referentes nos ayuda a emprender nuestro propio camino. Ya lo escribió Séneca en su tragedia Hércules furioso con una frase tan potente que ha pasado al folclore de nuestro tiempo sorteando cualquier conocimiento y lectura de las obras clásicas: «Encontraré el camino o inventaré uno». Sin embargo, ¿por qué estamos tan obsesionados con compararnos con los demás? ¿Cuáles son las razones de esta obsesión ancestral?

Narcisos evolutivos

Un joven camina por el bosque, sigiloso, buscando a su presa. El hermoso venado pace a sus anchas, sin ser consciente del peligro que le acecha. El muchacho coloca la flecha en su arco, tensa muy lentamente la cuerda y apunta con inmutable decisión. Pero un repentino chasquido espanta a la presa. Irritado por la oportunidad perdida golpea varios arbustos y camina musitando sus pensamientos, embelesado en su mala fortuna. De pronto, ve un estanque. La quietud de sus aguas es tal que forma un pequeño espejo en el que las libélulas, las ramas de los árboles y el frenesí de las etéreas flores del diente de león se reflejan a la perfección. El cazador se asoma. Su reflejo dibuja su rostro. Pronto cae enamorado de su propia imagen. La venganza de la diosa acaba de cumplirse.

Sea en la versión de Pausanias o en la de Ovidio, Narciso no puede evitar caer preso de su propio omfalopsiquismo tras hallar su propio reflejo, del que cae completamente enamorado y que es imposible de alcanzar. Más habitual y algo menos recogido en la literatura es aquello que advierte el refranero: las comparaciones, todas, son odiosas.

La envidia, la sensación de inseguridad, la ociosidad y otros múltiples defectos se adueñarán del carácter de unas personas que podrían brillar si eludiesen la constante comparación

Los seres humanos gustamos de compararnos entre nosotros, y el motivo, antes que cultural, es biológico: nuestra especie está diseñada evolutivamente para aprender los unos de los otros. Este comportamiento puede trazarse en animales con los que compartimos una gran equivalencia genética, como es el caso de los chimpancés, con un 99% de similitud genética. Como les sucede a los simios, y gracias en buena medida a las neuronas espejo que pueblan nuestros cerebros, los humanos somos extremadamente sociales y gustamos no solo de la vida en grupo, sino de una etología semejante a la de estos animales: tendemos a estructurar la sociedad en jerarquías y en grupos definidos por cuestiones espurias (lindes, tierras, conceptos más abstractos como «nación» o «Estado» en el caso humano o cualquier diferencia imaginable), también de menor tamaño. Y, de hecho, el aprendizaje en el seno del grupo lo realizamos mediante la imitación.

Desde niños, uno de los primeros instintos que desarrollamos es el de la comparación. Observamos cómo los adultos realizan las actividades prácticas, primero, y luego el enfoque y resolución de problemas, para comprobar si nuestra actitud es la correcta. A partir de este instante, los juicios dualistas se establecen de una manera categórica: lo más preferible es asemejarnos en función de la concepción que tengamos de la belleza, de la efectividad del resultado o de la aprobación grupal. Es a esto a lo que llamamos «mejor», y a su contrario, «peor».

Este espejo subjetivo resulta enriquecedor para el desarrollo de las capacidades del individuo, cuando prevalece la autocrítica sobre lo que se pretende realizar. Sin embargo, en el momento en que se establece un juicio moral, la situación cambia. Las personas hábiles, hermosas, inteligentes y ampliamente capaces en algo corren el riesgo de convertirse en caricaturas de sí mismas, personas egocéntricas capaces de progresar en sus vidas, ya que son incapaces de ser mejores respecto de ellas mismas y esforzarse en corregir sus múltiples errores y defectos. Mientras tanto, quienes se comparen con los semejantes considerados como «preferibles» sufrirán una tendencia a estancarse en sus vidas, minusvalorarse y sucumbir al conformismo, sin desarrollar el menor objetivo personal ni ambición constructiva para sí mismos. La envidia, la sensación de inseguridad, la ociosidad y otros múltiples defectos se adueñarán del carácter de unas personas que podrían brillar si eludiesen la constante comparación.

Educar el carácter, la clave

Los seres humanos, como todas las formas de vida posibles existentes, somos únicos en nuestra línea existencial. La imagen gregaria de lo que es correcto y de lo que no lo es representa tan solo una convención social, un espejismo: solo las cuestiones éticas, que son universales y se desprenden del propio conocimiento sobre la realidad, son inmutables y capaces de prevalecer.

Cada uno de nosotros, como individuos, debemos, primero, reconocernos introspectivamente en la naturaleza de la que formamos parte. Es decir, reflexionar y atender nuestros pensamientos, inclinaciones y emociones, explorar nuestra identidad verdadera (no únicamente la manera en que obramos con los demás). Después, es necesario reconocer el contexto en el que vivimos: cómo es, cómo se constituye la sociedad y qué lugar ocupamos en ella, desde el entorno más próximo hasta el lugar general como ciudadanos. A partir de este momento habremos roto buena parte de los eslabones de la cadena del qué dirán, qué pensarán, qué quieren los demás que seamos para ellos y su beneficio. Nuestra mirada estará puesta en nuestras metas y la única comparación posible será con la situación en la que nos encontremos en el presente. De esta manera, quien así educa su carácter ni actúa como un Narciso ni como un vulgar confabulador de visillo: establece sus metas con justificación, trabaja por ellas y respeta a los demás.

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