Cultura

¿Por qué miramos a los animales?

El escritor, pintor y crítico de arte John Berger (Londres, 1926 – París, 2017) revolucionó la forma de ver el arte, la sociedad y la naturaleza, animándonos a mirar el mundo como si fuera la primera vez. En su libro ‘Por qué miramos a los animales’ se pregunta cómo y por qué nos hemos vuelto incapaces de ver realmente a los animales.

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17
noviembre
2023
Dibujo del propio autor, John Berger, ilustrando el capítulo ‘Un cuento sobre un ratón’, en su obra ‘Por qué miramos a los animales’

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Hubo una vez un hombre que, cada mañana, cogía un cuchillo para el pan y, antes de cortar la rebanada de su desayuno, cortaba un pedazo, de diez centímetros de grosor, y lo tiraba.

El hombre hacía esto porque, cada noche, los ratones roían el corazón de la hogaza, y cada mañana dejaban en ella un agujero, un hueco del tamaño de un ratón. Por extraño que parezca, los gatos de la casa, que solían cazar topos, hacían caso omiso de los ratones grises comedores de pan, como si estos, quién sabe, los hubieran sobornado.

Así sucedió durante meses. El hombre anotaba una y otra vez en su lista de la compra la palabra «ratonera». Y, una y otra vez, la olvidaba. Quizá porque la tienda donde los lugareños compraban antaño ratoneras no existía ya.

Una tarde, el hombre está en un cobertizo que hay junto a la casa buscando una lima para metales. La lima no aparece, pero sí una ratonera, bastante sólida, un objeto a todas luces artesanal que consiste en un tablón de madera de dieciocho centímetros por nueve, con una jaula hecha de alambre grueso alrededor. El espacio que hay entre las rejillas de alambre no excede nunca el medio centímetro. Suficiente para que un ratón pueda sacar el hocico, pero no para que quepan también sus orejas. La altura de la jaula es de ocho centímetros y medio, de modo que, una vez dentro, el ratón puede alzarse sobre sus poderosas patas traseras, agarrarse a los barrotes del techo con sus manitas de cuatro dedos cada una y asomar la nariz fuera entre los alambres, pero nunca escapar.

Uno de los lados de la jaula es una puerta con los goznes fijados en lo alto y un resorte en forma de muelle. Cuando la puerta se abre, el muelle se tensa, listo para cerrarla de golpe. En el techo hay un cable que sujeta la puerta mientras permanece abierta. El cable sobresale menos de un milímetro del marco –literalmente ¡por un pelo!– y en su otro extremo, ya dentro de la jaula, acaba en un gancho en el que se clava un trozo de queso o de hígado crudo.

El ratón entra en la jaula para mordisquear el cebo; en cuanto sus dientes lo tocan, el cable suelta la puerta y esta se cierra tras él antes de que pueda siquiera volver la cabeza

El ratón entra en la jaula para mordisquear el cebo; en cuanto sus dientes lo tocan, el cable suelta la puerta y esta se cierra tras él antes de que pueda siquiera volver la cabeza. Varias horas tarda el ratón en percatarse de que está preso, aunque ileso, en una celda que mide dieciocho centímetros por nueve. Cuando lo descubre, se pone a temblar y ya no para. El hombre se lleva la ratonera a casa. La prueba. Y, tras fijar en el gancho un pedazo de queso, la coloca en el estante de la alacena donde guarda el pan.

A la mañana siguiente, el hombre encuentra en la jaula un ratón gris. El queso está intacto. Al verse encerrado, el ratón ha perdido el apetito. Cuando el hombre levanta la jaula, el ratón intenta esconderse detrás del muelle de la puerta. Sus ojos son negros como el azabache y miran con fijeza, sin pestañear. El hombre pone la jaula en la mesa de la cocina. Cuanto más observa al ratón, que está sentado sobre sus patas traseras, más claro ve cuánto se parece a un canguro. Se hace el silencio. El ratón se calma un poco. Pero entonces empieza a dar vueltas alrededor de la jaula, palpando una y otra vez con una de sus patas delanteras el espacio entre los barrotes, buscando una excepción. Intenta morder los alambres y se sienta de nuevo sobre sus patas traseras, tocándose el hocico. Es raro que alguien mire durante tanto tiempo a un ratón. O viceversa.

El hombre lleva la jaula a un campo en las afueras del pueblo, la coloca en la tierra, sobre la hierba, y abre la puerta. El ratón tarda un minuto en darse cuenta de que la cuarta pared se ha esfumado. Tantea con el hocico el espacio abierto y sale después como una flecha hasta el matojo más próximo, donde se esconde.

Al día siguiente, el hombre encuentra en la jaula otro ratón. Abulta más que el primero y se mueve con más dificultad, aunque está más nervioso. Tal vez sea más viejo. El hombre pone la jaula en el suelo y se sienta junto a ella para observar al ratón, que se encarama a los barrotes del techo y se queda allí, colgando, boca abajo. Cuando el hombre abre la jaula en el campo, el viejo ratón huye en zigzag hasta perderse de vista.

Una mañana, el hombre encuentra dos ratones en la jaula. Es incapaz de saber hasta qué punto son conscientes el uno del otro, ni si la presencia de un congénere atenúa o acrecienta su miedo compartido. Uno tiene las orejas más grandes, al otro le brilla más el pelo. Los ratones se parecen a los canguros en la enorme fuerza –en proporción a su tamaño– que son capaces de desplegar sus patas traseras y en la costumbre de apoyar sus vigorosas colas en el suelo para propulsarse cuando quieren saltar.

En el campo, el hombre levanta la cuarta pared y los ratones no dudan. Salen enseguida, uno junto al otro, y toman direcciones opuestas, uno hacia el este y el otro hacia el oeste.

El pan de la alacena amanece cada día más entero. Cuando el hombre coge la jaula y la levanta, el ratón reacciona con el pánico de siempre, pero se mueve con mucho menos brío, con menos ligereza. El hombre sale de la cocina para buscar el correo y charlar con el cartero. Cuando regresa, hay nueve ratones recién nacidos en la jaula. Perfectamente formados. De color rosa. Cada uno de ellos el doble de grande que un grano de arroz.

Al cabo de diez días, el hombre se pregunta si no estarán regresando a la casa algunos de los ratones que ha ido soltando en el campo. Tras reflexionar un momento, llega a la conclusión de que es poco probable. Los ha observado a todos con tanta atención que está convencido de que, si alguno hubiera vuelto, lo habría reconocido de inmediato.

El ratón enjaulado ladea la cabeza, parece como si llevase una gorra. Las dos patas delanteras, con sus cuatro dedos cada una, están firmemente plantadas en el tablón de madera, a ambos lados del hocico, como las manos de un pianista sobre un teclado. Las patas traseras están recogidas y se extienden por la base de la jaula hasta quedar casi alineadas con las orejas. Las orejas están erguidas y la cola, estirada hacia atrás, presiona con fuerza contra el suelo. El pulso le late muy deprisa y da un respingo cuando el hombre levanta la jaula. Sin embargo, no se esconde detrás del muelle; no se amedrenta. Con la cabeza empinada, desafiante, como un gallo, clava sus ojos en el hombre. Y el hombre piensa, por primera vez, en darle un nombre. Alfredo, lo llama, antes de colocar la jaula en la mesa de la cocina, junto a su taza de café.

Y el hombre piensa, por primera vez, en darle un nombre. Alfredo, lo llama, antes de colocar la jaula en la mesa de la cocina, junto a su taza de café

Al cabo de un rato, el hombre se dirige al campo y, una vez allí, se arrodilla, pone la jaula sobre la hierba, abre la puerta que hace las veces de cuarta pared de la celda y la sostiene. El ratón se acerca al hueco y, tras alzar la cabeza, se aleja dando saltos. No se escabulle, no sale como alma que lleva el diablo, sino que vuela. En proporción a su tamaño, salta más alto y más lejos que un canguro. Salta como un ratón que ha sido liberado. Recorre más de cinco metros con solo tres saltos. Y el hombre, de rodillas aún, lo mira, contempla a ese ratón al que ha llamado Alfredo saltar hacia las nubes.

A la mañana siguiente, al pan no le falta ni una miga. Y el hombre deduce que el ratón de la jaula quizá sea el último. Arrodillado en el campo, en las afueras del pueblo, con la puerta de la jaula abierta, el hombre aguarda. El ratón tarda un poco en percatarse de que puede irse. Cuando por fin lo hace, se escabulle entre las matas más espesas y cercanas, y el hombre siente una leve pero aguda punzada de decepción. Esperaba poder ver, una vez más en su vida, a un prisionero volar, a un prisionero realizar su sueño de ser libre.


Fragmento del libro Por qué miramos a los animales’ de John Berger (Alfaguara, 1994, 2012). 

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