Cultura
Cine de terror: ¿por qué disfrutamos pasando miedo?
Desde que las primeras películas de terror llegaron a las pantallas a principios del siglo pasado, seguimos fascinados con la idea de pasar miedo. Pero, ¿por qué buscamos sentir una emoción que podría resultar incómoda?
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Un vampiro llega al puerto de una ciudad alemana. Bajo su sombra, la peste hace estragos entre los lugareños. Nadie conoce una cura. Pero una joven ha leído en un libro sobre vampiros que la luz del día es capaz de destruirlos para siempre. Así que decide sacrificarse. Ofrece su soledad al vampiro, que acude, victorioso, a saciar su sed de sangre en el cuello de la joven. Cuando por fin termina con su víctima los primeros rayos del sol impactan sobre él, acabando con su existencia, con la peste y con la maldición que aquel ser esparció por lejanas tierras.
Nosferatu, obra maestra de F. W. Murnau, basada en la novela Drácula de Bram Stoker, inició el gusto por un género que comenzaba a cobrar lenta popularidad entre directores alemanes, inspirados en la corriente expresionista, el cine de terror. En la actualidad, son miles las películas y varias las sagas que han reunido un considerable éxito. Es el caso de Alien, a medio camino entre la ciencia-ficción y el terror, o de otras más recientes, como It (2017) o Saw (2004 hasta la actualidad). Películas repletas de escenas que mantienen en tensión, cuando no en angustia y ofrecen dosis de adrenalina, además de sobresaltos asegurados. ¿Por qué disfrutamos pasando miedo?
Para hallar una respuesta es necesario acudir a la biología de los mamíferos. Nuestro sistema nervioso está preparado para un ambiente cambiante. Las inclemencias meteorológicas, los ciclos de luz y de oscuridad tan variables en función del ciclo de las estaciones del año y, por supuesto, la posible presencia de depredadores ha modelado nuestra genética a lo largo de millones de años de evolución. Los mamíferos estamos preparados para ponernos en guardia, es decir, en un estado de lucha o huida, si percibimos una amenaza suficiente. No obstante, tenemos un punto débil, y es que hay que entrenar el instinto. La agresión puede llegar en cualquier instante o, al menos, así lo entiende nuestro sistema nervioso central. Es por esta razón que las crías de multitud de mamíferos practican la agresión y las tácticas de caza mediante el juego y la observación del proceder de los adultos.
Pero ahí no acaba el entrenamiento que recibimos, también los humanos. Aquello que nos asusta y que despierta en nosotros un mecanismo de defensa es considerado por nuestro cerebro un peligro potencial que podría suceder o volver a repetirse, si ya tuvo lugar con anterioridad. Sucede un peculiar proceso: al ponernos en alerta tendemos a almacenar en nuestra memoria cada detalle del acontecimiento hostil, pero queda restringido su recuerdo en la memoria reciente para que no condicione nuestra reacción en la vida diaria. Aquello que tememos proyecta el desafío que debemos superar, el enemigo –real o metafórico– que consideramos que nos acecha.
Necesitamos reconocer a la bestia desde la narración oral, el arte, la literatura, los videojuegos o el cine
Todas las comodidades fruto de nuestra naturaleza racional se topan con nuestra programación biológica. Podemos sufrir, o no, un intenso desgaste como consecuencia de la manera en que enfrentamos los desafíos cotidianos de los ritmos modernos y urbanitas: el estrés o la ansiedad, por ejemplo, son dos manifestaciones muy habituales en nuestros días. Pero rara es la ocasión en la que una situación por la que podríamos sentir verdadero pavor y quedar paralizados nos acecha.
Es por este motivo que existe una inclinación hacia cualquier clase de escenario, imaginado o real, propio o ajeno, en el que podamos experimentar pavor, amenaza o llegar a desarrollar la percepción de una agresión inmediata. Es uno de los motivos por los que en la adolescencia se tienden a correr más riesgos. También es la razón por la que desde la antigüedad los mitos, que antes que otras cosas son literatura, incluyen pasajes terroríficos. Necesitamos reconocer a la bestia, ya desde la narración oral, después en el arte y en la literatura escrita (por ejemplo, Saturno devorando a su hijo, de Francisco de Goya y El grito de Munch, en las bellas artes, pero también la obra de Edgar Allan Poe en cuentos como El cuervo y la literatura de Lovecraft) y, por último, en la música, en videojuegos, en el cine. El séptimo arte, de hecho, se apoya muy habitualmente en las adaptaciones de obras previas, como es el caso de It, novela de Stephen King publicada en 1986.
Así que cuando acudimos a pasar miedo a una sala de cine lo hacemos como un desafío, una manera de ponernos en práctica. Si somos capaces de enfrentarnos (en nuestra imaginación) a un xenomorfo de coraza casi impenetrable casi con nuestras manos como única arma o plantar cara al payaso Pennywise, ¿cómo temer la bronca del jefe, el resultado de un proceso legal o a un lobo cuando nos aceche en la soledad de la noche?
Un arte que fascina
El género de terror pronto se ganó la fascinación del público. Desde Nosferatu, la mitología, el folklore popular y las obras literarias se convirtieron en fuente de inspiración, cuando no de plagio. La gran pantalla se llenó de seres monstruosos de toda procedencia: jorobados, seres deformes, asesinos en serie, vampiros, espíritus. Por supuesto, casas encantadas, muñecos infernales y cualquier guión imaginable que pueda dar rienda suelta a uno de los innumerables terrores que padecemos los seres humanos, como es el caso de la pediofobia o terror a los muñecos.
Bastantes de estas películas se han convertido en obras de culto que han destacado en la historia del cine gracias a su cuidada imagen, puesta en escena o trabajados efectos especiales. Es el caso de Frankenstein, de Boris Karloff (1931), El terror, de Roger Corman (1963) o La cosa de otro mundo, de Christian Nyby (1951), como brevísima selección. Una larga vida le espera al cine de terror, siempre y cuando su profundidad y riqueza narrativa regrese a los cánones que impulsaron al subgénero al parnaso del arte de las imágenes en movimiento. De lo contrario, la realidad virtual y otras expresiones tecnológicas que se desarrollarán en el futuro devorarán al género por su simplismo arrollador.
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