Opinión

Al escondite inglés con la crisis ambiental

Tenemos conciencia de la gravedad del problema que supone la crisis ambiental, pero ¿por qué no actuamos aún con la determinación necesaria?

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28
agosto
2023

En el ámbito de la salud, se conoce como periodo de latencia al tiempo que transcurre entre la exposición al factor de riesgo y la aparición de los síntomas o el diagnóstico de la enfermedad. Que no percibamos un resultado al momento no significa que no se esté gestando. Hay cosas que suceden de forma gradual. La consecuencia de un accidente, como una caída o una quemadura, se manifiesta de forma inmediata, mientras que la exposición al amianto puede desembocar en una enfermedad respiratoria como la asbestosis o un cáncer, pero suele tardar años o incluso décadas en manifestarse. 

Es curioso observar cómo el ser humano tiene la capacidad de adelantarse a numerosos eventos, imaginándolos, y sin embargo no siempre que puede lo hace. Si somos capaces de imaginar un futuro nefasto causado por nuestros actos presentes, ¿por qué no modificamos nuestra conducta? Como especie, ya suspendimos la asignatura de prevención y aún la tenemos pendiente. Todos sabemos que los expertos habían advertido de la posibilidad de una pandemia desde hace décadas; todos sabemos que perdimos la oportunidad de prepararnos para ese eventual suceso que ha provocado alrededor de 15 millones de muertes humanas en el mundo; todos sabemos que nuestro confinamiento supuso un respiro para el planeta y la biosfera, como también sabemos que aprender a hacer las cosas mejor ha sido otra oportunidad perdida. La cuestión es si perderemos las siguientes.

Entre todas las dimensiones de la crisis ecológica, que siempre guardará relación directa con la salud humana, una de las más graves es la contaminación. En este caso, partimos de un error de base en el diseño de los productos que consumimos, destinados a convertirse en residuos no biodegradables. Y sabemos sobradamente dónde acaban, pero los seguimos produciendo y consumiendo para luego hacerlos desaparecer de nuestra vista. Simplemente nos desentendemos, como si no fuera con nosotros este grave error que venimos cometiendo como sociedad desde hace demasiado tiempo. 

A pesar de que existen alternativas, solo en Estados Unidos se consumen 500 millones de botellas de plástico de agua a la semana

Manuel Maqueda, profesor de Economía Circular Aplicada y Economía Regenerativa en la Universidad de Harvard, advierte de que la mala gestión que hemos hecho con el plástico nos revela lo que puede ocurrir con otras tecnologías exponenciales, como la inteligencia artificial: «Que las usemos del mismo modo incorrecto y potencialmente devastador». Maqueda se esfuerza en explicar el aspecto exponencial de este tipo de problemas porque las cifras son tan apabullantes que no somos capaces de visualizar verdaderamente su dimensión y de la noche a la mañana podría desbordarnos por completo. Cifras como la de los 12 millones de toneladas de plásticos que van a parar a los océanos cada año. Algunas consecuencias de esto ni siquiera hay que imaginarlas antes de que ocurran, pues ya han dado lugar a que todos los ecosistemas marinos del mundo estén contaminados y a que ingiramos en microplásticos el equivalente al peso de una tarjeta de crédito a la semana. Esto ya es una realidad. Y, como la asbestosis, ni se ve venir ni tiene cura. 

Desde la ONU se lanza un discurso cada vez más severo sobre el calentamiento global y sus consecuencias. Recientemente se ha hablado de «ebullición global» para referirse al nivel de récord que están alcanzando las temperaturas en todo el mundo, marcando un punto crítico en la crisis ambiental y multiplicando los efectos trágicos: incendios, escasez de agua, desequilibrios en los ecosistemas y numerosos seres damnificados, humanos y no humanos, que se ven obligados a desplazarse en busca de un refugio climático. «Esto no debe inspirar desesperación, sino acción», nos alientan. Pero ¿a quién va dirigido este mensaje y quién se está sintiendo interpelado? 

Hay muchas formas de acción y el problema es tan grave y urgente que no deberíamos renunciar a ninguna de ellas. Ojalá solo fuera una cuestión de hallar soluciones, pues haberlas, haylas. Por ejemplo, se están creando interesantes productos y envases biodegradables, pero no se termina de apostar por ellos. Las grandes compañías no apuestan más decididamente por ello porque conlleva importantes inversiones y aún no están percibiendo la suficiente presión por parte de los consumidores, que deberíamos estar renunciando en masa a consumir determinados tipos de materiales. Como consumidores, tenemos un gran poder que no aprovechamos bien. En cada compra lanzamos un mensaje a favor o en contra de un modelo de consumo completamente erróneo que nos está conduciendo al desastre. Solo en Estados Unidos se consumen, por ejemplo, 500 millones de botellas de plástico de agua a la semana. Y el caso es que ya existen muchas alternativas a esa lacra: desde usar filtros purificadores de agua en los grifos de casa hasta geniales inventos como las cápsulas de agua comestibles a partir de algas que propone la empresa Notpla del español Rodrigo García. Ejemplos de que la sostenibilidad no es solo el único camino viable para nuestra civilización sino también una maravillosa fuente de oportunidades de negocio y un motivo para el optimismo. 

Aún hoy se derrocha demasiado tiempo y energías en disquisiciones políticas, como si esto fuera una cuestión ideológica

Por otro lado, aún hoy se derrocha demasiado tiempo y energías en disquisiciones políticas, como si esto fuera una cuestión ideológica. Todos esos negacionistas de la evidencia científica de una crisis ambiental sin precedentes (detectable ya en muchos aspectos de nuestra vida) seguramente recularán cuando la realidad nos atrape a todos (también a ellos y a sus votantes y a sus seres queridos), pero difícilmente podrán resarcir el daño que están causando en el presente al poner palos en las ruedas del desarrollo sostenible. Un claro ejemplo lo constituye la cuestión del agua: poco habrá que discutir sobre este recurso tan preciado si esperamos a que se agote, pues se agotará para todos. Puede que, como en la pandemia, nuevamente apliquemos con urgencia todos nuestros medios humanos y materiales y atajemos el problema en un cierto margen de tiempo, pero es posible que se nos vaya de las manos, nos desborde y nos supere. Es por ello que también al depositar nuestro voto en la urna tenemos una gran responsabilidad ante una crisis ambiental que ya está transformando radicalmente nuestro mundo. 

La alternativa indeseable es seguir, como en el tradicional juego del escondite inglés, poniéndonos de espaldas a las amenazas de nuestro tiempo. Nos tapamos los ojos e intentamos acelerar el tiempo como si esto fuera a evitar que los problemas existan o que avancen inexorablemente hacia nosotros. Cada vez que nos atrevemos a asomarnos, observamos que la situación ha empeorado. El peligro está cada vez más cerca y no hemos podido frenarlo. Todo parece en calma. Nos hemos tragado la pantomima de este juego en el que no moverse equivale a estar escondido. Un juego en el que, aunque seamos capaces de imaginar que la amenaza nos va a alcanzar en cualquier momento, no perdemos mientras no nos alcance. 

Confiados en que lo tenemos todo controlado, volvemos a cerrar los ojos y dejamos que avance el tiempo, mientras cantamos alegremente «un, dos, tres… al escondite inglés», pero en alguna ocasión, antes de que podamos volver a abrir los ojos, el problema nos habrá alcanzado. Nos tocará en el hombro y solo entonces seremos conscientes de que hemos perdido este endiablado juego.

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