Opinión

¿Para qué sirve la utopía?

Estamos viviendo al borde de una debacle ecológica de consecuencias imprevisibles, rodeados de regímenes que rechazan la defensa de los derechos más fundamentales. La utopía, en cambio, camina en otra dirección: a través de ella conseguimos avanzar.

Ilustración

Gareth Courage
¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
24
mayo
2022

Ilustración

Gareth Courage

Lo contó Eduardo Galeano: «Aguirre, el director de cine argentino, y yo estábamos en Cartagena de Indias en un coloquio con universitarios cuando uno de ellos preguntó para qué servia la utopía. No era fácil la respuesta, pero mi compañero de mesa respondió con prontitud y sabiduría: «La utopía está en el horizonte. Yo sé muy bien que nunca la alcanzaré, que si yo camino diez pasos hacia ella, se alejará diez pasos,  y cuanto más la busque menos la encontraré: se va alejando a medida que yo me acerco. ¿Para qué sirve la utopía? Pues la utopía sirve para eso, para caminar, para seguir avanzando»».

El poeta Caballero Bonald nos enseñó –en feliz definición– que «la utopía era una esperanza consecutivamente aplazada». La esperanza, decía, nos sirve para ser más íntegros y más felices. En esta nueva época tan llena de incertidumbres y peligros nos  hemos desprendido de todo lo duro y de todo lo sólido, como dijo Bauman con especial lucidez con su idea de la sociedad líquida. Quizás por eso, atacados por el síndrome de la impaciencia, confundimos progreso con velocidad. Buscamos atajos y, en consecuencia, nos acostumbramos a deformar la realidad para adaptarla –como la cama del mitológico bandido Procustro– a dogmas previos, equivocados y perversos. Dogmas de los que parten el propio funcionamiento político y muchas organizaciones y empresas, que transubstancian mal, transformando el bien común en ambiciones personales, la fuerza en desánimo, el conocimiento en soberbia y las palabras en pura retórica. Es decir, en nada: se olvidan de que son las instituciones las que deben adaptarse a la realidad y a los ciudadanos, y no al revés. Sin hombres y sin mujeres no hay instituciones, y sin utopía no hay futuro.

Estamos viviendo al borde de una debacle ecológica de consecuencias imprevisibles, con devastaciones medioambientales producidas por el calentamiento climático y con un inaudito proceso de destrucción de la naturaleza que ha crecido exponencialmente. Vivimos con gravísimas pandemias sanitarias que arrojan millones de muertos y con guerras y amenazas permanentes a una paz que cada día se ve perturbada por los regímenes totalitarios y despóticos que se ríen de las libertades fundamentales consagradas en la Declaración de los Derechos Humanos.

«Atacados por el síndrome de la impaciencia, a veces confundimos el progreso con la velocidad»

Hacen falta saberes que nos permitan avanzar en la comprensión y el entendimiento, sin utilizar los datos para el ejercicio del poder. Como seres humanos, nos debemos a una lucha sin cuartel contra la corrupción y el hambre, y a seguir trabajando contra la desigualdad que corrompe la democracia. Nos hace falta una gobernanza global, común y legítima porque, como ha escrito Lamo de Espinosa, «sin legitimidad es fácil ganar las guerras, pero difícil ganar la paz». La gente ya no se cree tantas mentiras y desconfía de los políticos, mandamases, todólogos, opinadores e influencers, que constituyen una moderna alegoría de cómo se mira al espejo esta sociedad irreverente y egoísta.

Y así las cosas, llega a mis manos un hermoso libro: Por una Constitución de la Tierra, escrito por Luigi Ferrajoli, profesor emérito de filosofía del derecho, y un hombre sabio y cabal que nos presenta un proyecto constitucional para la Tierra. No lo hace como una hipótesis utópica, sino como una respuesta racional y realista capaz de limitar los poderes salvajes de los Estados y los mercados en beneficio de la habitabilidad del planeta y la superviviencia de la humanidad. Por eso, escribe Ferrajoli, «hoy es más actual que nunca el proyecto kantiano de la estipulación de una constitución civil como fundamento de una ‘confederación de pueblos’ extendida a toda la Tierra».

El proyecto de una Constitución de la Tierra es una hermosa idea que define el planeta como la casa común de los seres vivos. Merece ser leído con esperanza. El primer artículo –de los 100 que integran el texto propuesto para su discusión– nos dice «que la Tierra es un planeta vivo. Pertenece, como casa común, a todos los seres vivientes: a los humanos, los animales y las plantas. Pertenece también a las generaciones futuras, a las que la nuestra tiene el deber de garantizar, con la continuación de la historia, que aquellas vengan al mundo y puedan sobrevivir en él».

No sé si esto es utopía o no lo es. Estoy seguro de que la única forma de contribuir al cambio es no resignarse y, con Sábato, de que solo los que sean capaces de encarnar la utopía serán aptos para el combate decisivo: el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido. En eso también creo.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

El planeta inhóspito

David Wallace-Wells

David Wallace-Wells construye un relato crudo y lúcido de cómo podría ser el planeta tras el calentamiento global.

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME