Sociedad
¿Por qué no queremos hacer nada?
Aunque suele relacionarse con la desgana o la apatía, en muchos casos la pereza esconde causas más profundas, relacionadas con la insatisfacción o el miedo y la obligatoriedad de producir en una sociedad agotada.
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Se trata de un hecho tan frecuente y humano que ha protagonizado anécdotas cómicas. Al descubridor del bacilo de la tuberculosis, Robert Koch, se le obligó a escribir un pequeño ensayo en el que hablara de la pereza. En dos minutos le entregó al profesor su trabajo y este, extrañado, le preguntó si el texto tenía mucha extensión. Koch respondió: «Tres páginas. En la primera página ponía «esto», en la segunda «es» y en la tercera «pereza»».
Para el cristianismo es uno de los siete pecados capitales, lo que ha consolidado el concepto como algo negativo e indeseable. El propio diccionario define la pereza como «la negligencia, aburrimiento o descuido hacia las cosas a las que una persona está obligada». Sin embargo, pocas veces se analiza lo que puede haber tras esa negligencia o ese aburrimiento. La pereza se asocia comúnmente con la procrastinación, un término que viene de procastinare, que significa postergar. Pero más allá de la irresponsabilidad que subyace cuando se habla de este tema, con frecuencia se deja de lado lo que esconde, y es que la desgana o la desidia suelen ser consecuencia de otros malestares vitales. Un universo poliédrico que se manifiesta dejando algunas tareas para después, pero que en realidad esconde la imposibilidad para afrontar ciertas situaciones; es el rostro del miedo, la insatisfacción o la inseguridad. De hecho, la falta de energía o de motivación para realizar las tareas que deberíamos hacer puede confundirse, si se prolonga en el tiempo, con síntomas de depresión.
Pero ¿y si esas «tareas que deberíamos hacer» son parte del problema? ¿Por qué y en qué momento se empezó a considerar la pereza como algo negativo? En El derecho a la pereza, Paul Lafargue exponía ya en 1880: «Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en los que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, que lleva hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole. En lugar de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo». El autor también rescata la conocida frase de Napoleón: «Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios tendrán». Su texto, que alcanzó una gran popularidad a finales del siglo XIX, criticaba el sistema económico nacido tras el capitalismo, abogaba por la reducción de la jornada laboral y por disponer de más tiempo para el arte, la ciencia y la satisfacción de las inquietudes.
Odell: «La acción de no hacer nada puede ser nuestra mayor forma de protesta»
En esta misma línea caminaba Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell, donde al autor mostraba su perspectiva particular: «Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado».
Del libro de Russell se deduce que la alusión al término pereza como evasión de las obligaciones provendría de esa «necesidad» de las clases más pudientes de seguir aumentando sus beneficios y no perder sus privilegios a partir de la Segunda Revolución Industrial, cuando la tecnificación empezaba a permitir una mayor liberación de la clase trabajadora: «Los terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo».
Y es que, siguiendo las líneas de pensamiento de Lafargue y Russell, ¿cómo no sentir apatía, dejadez y falta de ganas por desarrollar unas labores impuestas que, en muchas ocasiones, no tienen nada que ver con los intereses propios? En este sentido, la artista Jenny Odell, en su libro Cómo no hacer nada, afirma que «en un mundo en el que nuestro valor está determinado por nuestra productividad y el rendimiento, la acción de no hacer nada puede ser nuestra mayor forma de protesta». En este sentido, Odell aboga por más tiempo para la contemplación, para ejercitar la percepción y para encontrar maneras de relacionarnos en los que no se lucren ni las empresas ni los algoritmos. Lo que Odell manifiesta es sencillo: vivimos en una sociedad agotada a causa de los mandatos que no permiten dejar de producir.
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