Contaminación

¿Cuál fue el coste medioambiental de la Guerra Fría?

La carrera armamentística usó durante medio siglo al planeta como campo de experimentos para sus ensayos nucleares. Los efectos no desparecieron con la caída de la URSS. Los impactos sobre la salud y el medio ambiente se mantienen hasta hoy.

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Alexander Blecher/Wikimedia
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27
julio
2023
Una imagen de la zona de exclusión de Chernóbil

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Alexander Blecher/Wikimedia

Quizá, la cara más visible de las consecuencias ambientales de la Guerra Fría ha sido el desastre nuclear de Chernóbil. La cantidad de radiación que se liberó de la central nuclear produjo un drama humanitario: se calcula que unas 95.000 personas murieron a causa de la radiación y las enfermedades desatadas por ella, pero, como dice la Nobel Svetlana Alexievich en Voces de Chernóbil, «hoy en día se desconocen muchas cifras. Se mantienen en secreto: tan monstruosas son». Según estimaciones, Prípiat, la ciudad más cercana a la zona de exclusión, no podrá ser habitable hasta dentro de 26.000 años, cuando por fin se haya extinguido todo el material radiactivo.

Y lo grave es que el coste medioambiental de la carrera armamentística de la Guerra Fría sigue pasando factura, y no solo en Chernóbil. De acuerdo con un reportaje de The New York Times, el gobierno estadounidense está considerando dejar enterrados miles de galones de desechos radiactivos en tanques subterráneos de Hanford, en el estado de Washington, y proteger parte de los residuos con hormigón, que seguramente se descompondrá miles de años antes que el material tóxico. La operación costaría unos 528.000 millones de dólares.

Durante el medio siglo que pasó entre el lanzamiento estadounidense de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki y el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares en los años 90, en todo el mundo se realizaron más de 2.000 pruebas nucleares. EE.UU. llevó a cabo 1.032 y la URSS, 715. Gran parte de esos tests eran ensayos atmosféricos y subacuáticos, explotando, literalmente, material radiactivo a la atmósfera y bajo los océanos —muchas veces cerca del Cinturón de Fuego del Pacífico, donde se forman la mayor parte de los sismos del planeta—.

Cada potencia asentó su propio mapa de sitios en los que hacer sus ensayos nucleares. Mientras los hongos nucleares tapaban los cielos en el desierto de Nevada con las pruebas estadounidenses, la URSS testeaba 456 bombas nucleares en el polígono secreto de Semipalatinsk, en Kazajistán. Incluso, en 1961, el bloque soviético hizo explotar su Bomba del Zar de 50 megatones (la bomba de Hiroshima tenía unos 15 kilotones, es decir, 3.000 veces menos potencia) sobre el Círculo Ártico.

Las manifestaciones ante estos proyectos no se hicieron esperar, al menos en el lado estadounidense. A finales de los años 50, las pancartas ya acusaban frente a la Casa Blanca: «Nuestra leche tiene veneno».

Los restos nucleares dejaron una gravísima huella sobre el medio ambiente y ponen sobre la mesa un debate sobre colonialismo, responsabilidad política y justicia ambiental

Aun así, fueron las colonias quienes se llevaron la peor parte. En 1954, EE.UU. probó su bomba de hidrógeno en las Islas Marshall, un archipiélago a casi 4.000 kilómetros al oeste de Hawái. El ensayo nuclear es considerado el peor desastre radiológico de la historia estadounidense: no solo cayó lluvia radiactiva sobre los civiles, sino que la comunidad local ha padecido leucemia, cáncer de tiroides, cáncer cervical, de huesos, entre otros, y diversos defectos congénitos a causa de la radiación. A pesar de que el Tribunal de Reclamaciones Nucleares falló en contra de EE.UU. y estableció una indemnización para las islas, muchas de las compensaciones no han sido pagadas todavía.

Limpieza, ¿quién?

Por su lado, España acaba de reactivar el expediente de la limpieza de Palomares, en Almería. La zona se vio afectada por un siniestro nuclear en 1966. En el llamado «incidente de Palomares», un bombardero y un avión cisterna de la Fuerza Aérea estadounidense colisionaron en pleno vuelo, dejando caer cuatro bombas termonucleares. Dos fueron recuperadas intactas, pero las otras, a pesar de que no se detonaron, dispersaron su carga de plutonio sobre la zona. La operación Broken Arrow (Flecha Rota) mandó a cientos de soldados de EE.UU. y operarios de la otrora Junta de Energía Nuclear de España para limpiar el área y, tras dos meses de ocurrido el accidente, se dio por finalizada.

El Ejército estadounidense se llevó más de 4.800 bidones de tierras y residuos radiactivos y los vecinos de las parcelas afectadas recibieron certificados que aseguraban que sus tierras estaban descontaminadas. Sin embargo, en 2007, 40 hectáreas fueron valladas en Palomares por los altos niveles de radiación. España no tiene ninguna instalación para almacenar las tierras tóxicas y EE.UU. no ha cumplido el acuerdo de llevárselas.

El Estado reclama ahora a Estados Unidos que cumpla con su compromiso político suscrito en 2015 —sin ninguna vinculación política— y traslade a Nevada unos 50.000 metros cúbicos de tierras contaminadas.

En 2006, el exlíder soviético Mijaíl Gorbachov aseguró que el accidente nuclear de Chernóbil fue la verdadera causa del colapso de la URSS. No obstante, a pesar del derrumbe soviético hace 30 años, la naturaleza sigue siendo damnificada por la Guerra Fría, que acabó contaminando terrenos y agua, destruyendo cultivos, generando lluvia radiactiva, incubando enfermedades y dividiendo al mundo.

Los restos nucleares de la carrera armamentística no solo representan una gravísima huella sobre el medio ambiente, sino que ponen sobre la mesa un tema de colonialismo, responsabilidad política y justicia ambiental. Se sabe que algunos de los daños son irreparables, pero ¿quién paga la deuda ecológica y social?

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