Sociedad

La esencia de la felicidad

Su búsqueda se ha convertido en una obsesión moderna. Pero ¿de qué hablamos exactamente cuando hablamos de felicidad?

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30
mayo
2023

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Existen, según parece, dos tipos de personas: las que quieren ser felices y las que no saben lo que quieren. En Felicidad, lecciones de una nueva ciencia, Richard Layard, economista, coeditor del World Happiness Report y destacado miembro del Partido Laborista, escribe: «Aspiramos por naturaleza a esta meta última que nos permite juzgar otros objetivos en función de su contribución respectiva a esta meta suprema. Si la felicidad es ese objetivo último es sencillamente porque es buena y ese carácter bueno es autoevidente, al contrario de los demás objetivos».

Aut felicitas aut nihil: la felicidad se ha convertido en dios tutelar de las democracias posmodernas. No obstante, nuestra relación con ella no es fácil, por lo inasible del concepto, con el que a decir verdad convivimos, a escala evolutiva, desde hace cuatro tardes. Como dice Pascal Bruckner en La euforia perpetua, no hay «nada más impreciso que la idea de felicidad, esa vieja palabra corrompida, adulterada, tan envenenada que quisiéramos borrarla del idioma». No todos, desde luego; pocas cosas pueden venderse sin recurrir, derecha o subrepticiamente, a una promesa de felicidad. Palabra de Don Draper, el protagonista de la serie Mad Men: «La publicidad se basa en una sola cosa: la felicidad».

A Kant ya le constaba esa inconsistencia, esa índole borrosa de la dicha, y por eso la tuvo como un ideal de la imaginación, y no de la razón. De ahí que argumentase que ser bueno es más importante que ser feliz, que es más grande quien procura la felicidad ajena que quien se ocupa de la propia, quien merece la felicidad que quien la alcanza. Frankl, extraordinario rastreador de nuestros sentidos vitales, siguió ese hilo que nos saca del laberinto de la angustia noógena. «Yo diría» –escribe en la más inmortal de sus obras, El hombre en busca de sentido– «que lo que el hombre quiere realmente no es, al fin y al cabo, la felicidad en sí, sino un “motivo” para ser feliz».

«La felicidad se ha convertido en dios tutelar de las democracias posmodernas»

Si Kant y Frankl suenan cada vez más trasnochados es porque tras la Segunda Guerra Mundial crece imparable el fenómeno del individualismo expresivo, ese gusano que está royendo desde dentro las sociedades libres. Una de las peores lacras de este individualismo desnortado es el imperialismo teleológico de la felicidad. Gracias, en parte, al inestimable impulso de la «psicología positiva», se ha inculcado a un sinfín de personas eso que pontifica Layard, que la felicidad es nuestra meta suprema, y además de un modo autoevidente. A partir de ese descarrilamiento en la historia de nuestra emancipación, ser feliz es la única finalidad posible, y cualquier otro propósito es un medio para lo mismo o un empeño sencillamente irrazonable.

Moribundas las epopeyas éticas y descartadas las trascendentales, ¿qué otra cosa cabe intentar ser sino al menos feliz? Cada individuo aspira a construir un epicúreo Jardín desde el que contemplar el mundo en llamas.
No obstante, ese refugio atestado de cosas o de experiencias no parece colmarnos, a juzgar por el celo con el que abrazamos cada nueva moda, del reiki al mindfulness, del coaching a la autoayuda, pasando por la risoterapia. Hay que enfrentar este hecho objetivo: nunca se ha hablado más de la felicidad que en los últimos treinta años, pero no está funcionando. Parece ser que cuanto más la buscamos, más se nos resiste, como una mariposa esquiva que podremos continuar contemplando siempre que renunciemos a tocarla.

Pero nos hemos precipitado, pues todavía no sabemos de qué estamos hablando. En uno de sus libros de notas inéditos, el llamado Notebook M, escribe Charles Darwin: «Comenzar el análisis diciendo qué es la felicidad»; por ahí, efectivamente, conviene que empecemos. Robert Spaemann cuenta que Terencio computó doscientas ochenta y nueve definiciones dispares del término «felicidad». Parafraseando a Agustín de Hipona (él se refería al tiempo), diríase que todo el mundo sabe lo que es la felicidad hasta que se le pide definirla; pero no es así: no se refieren a la misma cosa. No existe una homonimia real, ni geográfica, ni temporal, en cuanto al término «felicidad». A diferencia del término «cuadrado», hay matices decisivos entre las distintas lenguas y épocas, distintos significantes y significados, y es por eso que conviene hablar más bien de «felicidades».

«En la práctica totalidad de lenguas indoeuropeas el término «felicidad» incorpora un matiz de fortuna»

Makaría y makariotés, los vocablos que prefiere Platón, remiten a un regalo, a una gracia de los dioses. Eudaimonia, el término que introduce Aristóteles en Ética a Nicómaco, tiene que ver en cambio con tener un buen hado: dice tanto de la fortuna como de la disposición interior, y tiene que ver tanto con la buena vida como con la vida buena. El término latino, felicitas, proviene de felix, fértil, fecundo; alude a la prosperidad y la abundancia. Por su parte, beatitudo es una palabra que creó Cicerón a partir de beo, beare, beatum, que significa colmar, elevar.

Hay que subrayar que en la práctica totalidad de lenguas indoeuropeas el término «felicidad» incorpora un matiz de fortuna. La raíz en inglés antiguo es «hap», con la que se construye no solo happ-iness, sino también happen. Según esto, la felicidad no sería algo que podamos buscar, sino algo que nos ocurre, pero solo per-haps, como cantaban Nat King Cole y Doris Day: quizá sí o quizá no. La raíz francesa «heur» que forma bon-heur, como la alemana Glück, remiten a la suerte. Esta última comparte raíz con gelingen, que es conseguir, lograr, un matiz muy presente en nuestras competitivas sociedades de mercado, en las que se sugiere que la felicidad es un trofeo a conquistar, el laurel que espera a los campeones.

La anterior es solo una pequeña muestra, occidental para más señas, que no agota ni por asomo la extraordinaria variedad de felicidades que hemos experimentado y concebido. ¿Qué hacer con esta algarabía? ¿Tal vez rendirse y pasar a otra cosa? Eso sería filosóficamente impropio; la filosofía es la vía preferencial para acometer fenómenos humanos complejos, como es el caso. Descartar que se pueda decir algo con sentido sobre la felicidad sería hacer dejación de funciones.


Este texto es un fragmento de ‘Filosofía andante‘ (Ediciones Monóculo), de David Cerdá

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