Sociedad
Psicoanálisis para infieles
A diferencia de los tórtolos, los seres humanos no son monógamos por naturaleza, ya que en ellos habita la inquietud y el vagabundeo de un deseo y de un goce que socavan la estabilidad de cualquier vínculo amoroso. Es sobre lo que reflexiona en ‘¿Existe la relación sexual?’ (Herder), Massimo Recalcati.
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En Manhattan, de Woody Allen, el protagonista, Isaac Davis, se pregunta con cierta nostalgia por qué los seres humanos no se comportan en sus relaciones amorosas y sexuales como hacen los tórtolos. No existe, en efecto, mayor modelo etológico de fidelidad: los tórtolos se ayuntan de por vida con la misma pareja. Y no hay distracciones ni infracciones ni infidelidades ni menoscabo de la atracción sexual. Los tórtolos se mantienen firmes en el impulso instintivo que los dirige perpetuamente hacia su pareja única e indisoluble. Pero la respuesta a la pregunta que Woody Allen plantea es igual de inequívoca que la fidelidad de estas criaturas: no, nosotros no somos tórtolos y no podremos convertirnos nunca en tales; porque su fidelidad la dicta el instinto y no el deseo.
En el mundo animal, lo que verdaderamente queda excluido es la agitada experiencia del deseo sexual, la experiencia tumultuosa –y siempre excesiva– del goce pulsional, la experiencia laberíntica de la vida erótica. Lacan lo explica bien cuando afirma que «es muy claro que el animal embucha regularmente por no conocer el goce del hambre». A diferencia de lo que ocurre, en efecto, con el instinto del hambre, el goce humano de comer no solamente satisface una necesidad natural sino que realiza, junto a dicha satisfacción, un placer sexualizado. Esto lo muestran claramente ciertas crisis bulímicas en las que el sujeto en absoluto come para saciarse sino para gozar. De manera que la relación del ser humano con su propio cuerpo es siempre, frente a la del animal, una «relación perturbada». Pero ¿qué es lo que la perturba? La perturba –señala Lacan– el goce, que constituye un factor de perturbación del instinto porque es más fuerte que las necesidades naturales que regula el instinto primario de autoconservación.
No en vano, cuando Freud introduce en su doctrina la desconcertante figura de la pulsión de muerte, lo hace para mostrar que la fuerza de la pulsión empuja a la vida a gozar más allá del principio de autoconservación. (Más allá, por tanto, del principio hedonístico del placer). Únicamente mientras dormimos parece que el goce deja de «perturbar» al cuerpo. Es mientras duerme, en efecto, cuando el ser humano se retira del mundo como de su propio cuerpo, envolviéndose narcisistamente en sí mismo, retirando su propia libido, trasegándola a su propio cuerpo dormido. De manera que el deseo sexual se presenta, antes que nada, como una exigencia, como un exceso, como un empujón que sacude y perturba la vida absolutamente regulada de los tórtolos, ese dormir suyo de los instintos. Esta exigencia es lo que altera, más o menos profundamente, el equilibrio homeostático de nuestra vida.
El goce humano de comer no solamente satisface una necesidad natural sino que realiza, junto a dicha satisfacción, un placer sexualizado
Pongamos un ejemplo clínico sencillo: un hombre de unos sesenta años con importantes responsabilidades profesionales decide ceder a las insistentes insinuaciones de su secretaria, a quien él nunca había prestado una atención particular. El descaro con el que ella ha insistido en seducirlo lo induce a aceptar la proposición de una cena que enseguida se convierte en una imprevista noche de pasión. El hombre, que es un padre de familia morigerado y un profesional valorado, cuidadoso de su propia persona y genuinamente enamorado de su guapa y elegante esposa, pierde literalmente la cabeza por una mujer que no es ni demasiado bella ni elegante, pero que resulta no tener inhibiciones y ser sobre todo muy fogosa en el intercambio sexual. Es en realidad ese arrojo carente de pudor lo que, de una forma inesperada, lo excita de manera irresistible.
No tarda en surgir en este hombre una auténtica dependencia que pone en peligro el orden consolidado de una carrera, de una familia, de toda una vida. Al psicoanálisis viene con que no le cabe en la cabeza cómo esa mujer ha podido convertirse, en tan poco tiempo y de manera absolutamente imprevisible, en el centro obsesionante de su existencia y de sus deseos. Todo el cuadro establecido de su realidad está siendo perturbado y amenazado por algo que se asemeja más a una pesadilla que a un sueño. Especialmente le afecta el hecho de que sea siempre ella quien toma la iniciativa, ofreciéndose, según él la describe, «como un objeto sexual dispuesto a todo». Sus encuentros siguen siempre el mismo esquema: una subida brusca e incontenible del deseo sexual que, sin preámbulos, alcanza rápidamente su meta. No hay diálogo, no se comparte nada; no hay ningún afecto profundo. A ojos de este hombre, es únicamente esa oferta incondicional que su amante hace de sí misma, despojada de cualquier elemento de subjetividad, lo que la vuelve irresistible.
A ojos de este hombre, es únicamente esa oferta incondicional que su amante hace de sí misma, despojada de cualquier elemento de subjetividad, lo que la vuelve irresistible
En primer plano tenemos, por tanto, un goce que «perturba» la agradable regularidad de una vida ordenada. A través de ese encuentro sexual este hombre toca, como evidenciará el psicoanálisis, una cuerda profunda y antigua de su fantasma. Cuando era un crío, una vecina que tenía la edad de su madre lo había seducido sexualmente. Su relación no presuponía otra cosa que encuentros sexuales breves y clandestinos. En su vida de preadolescente había hecho irrupción un goce nuevo e irresistible. Su iniciación sexual lo había colocado en la posición excitante –y al mismo tiempo traumática– de quien es el objeto de un abuso. Sentirse un objeto sexual poseído por el anhelo de una mujer madura le excitaba profundamente. Tampoco entonces había habido ningún amor, ningún diálogo, ningún cuidado entre ellos. Lo que resultaba excitante –y se repetía al pie de la letra más de cuarenta años después– era la existencia de un goce que constituía un fin en sí mismo, sin ningún tipo de vínculo afectivo o de máscara social. Toda la existencia posterior de este hombre se había desarrollado, por el contrario, bajo el estandarte de su capacidad fálica, de su inclinación al mando y al rigor moral. La aparición de una mujer provocadora en su vida reactivaba, así, el goce secreto y desconcertante que le proporcionaba el hecho de sentirse pasivamente seducido y gozado. De manera que, en este caso, el goce sexual aparece como aquello que perturba el orden regular de toda una vida.
Los tórtolos se emparejan y permanecen unidos de por vida, no sucumben a las espirales excitativas del deseo sexual
El carácter excesivo y extrañante de esta experiencia no puede explicarse recurriendo a la ley infalible del instinto. Los tórtolos se emparejan y permanecen unidos de por vida, no sucumben a las espirales excitativas del deseo sexual, no pierden la cabeza por una desconocida; su vida animal no resulta perturbada por ese exceso del goce que, sin embargo, sí que apremia a la vida humana, trastornando su condición de equilibrio. A diferencia de los tórtolos, los seres humanos no son, en efecto, monógamos por naturaleza, ya que en ellos habita la inquietud y el vagabundeo de un deseo y de un goce que socavan la estabilidad de cualquier vínculo amoroso. Mientras que el tórtolo no conoce tentaciones –porque su instinto lo orienta ciegamente siempre hacia la misma meta–, el ser humano no puede contar con un instinto así de previsible. El deseo y el goce se presentan, antes bien, como lagunas dentro del instinto, como factores de perturbación. El deseo puede desestabilizar un vínculo: puede tensionarlo, hacerlo imposible o insuficiente, pero también irresistible y satisfactorio. El goce puede poner patas arriba el reconfortante orden de una vida pacificada al introducir, de manera traumática, un exceso que no está en el ámbito del placer sino en el de aquello que empuja al placer hasta su límite más extremo. Pues si el placer se mantiene en una zona de equilibrio y de moderación, el goce descompagina dicha zona volviéndola tumultuosa, excitante e inquietante al mismo tiempo.
No es casual que, en Manhattan, Woody Allen nos cuente el carácter despiadadamente inquieto del deseo, su imposibilidad de estar en paz, de sosegarse, de satisfacerse plenamente en un único vínculo duradero. La naturaleza anárquica del deseo humano revela su estatus nómada, errático, con dificultades para adaptarse a la normatividad de una relación familiar. De ahí que Isaac Davis observe, con una extraña nostalgia, el vínculo monógamo de los tórtolos. Su entrega recíproca excluye la inquietud del deseo, se presenta como una especie de hipnosis permanente que excluye la duda y la incertidumbre, como una especie de dormir libre de pesadillas.
Este es un fragmento de ‘¿Existe la relación sexual?’ (Herder), de Massimo Recalcati.
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