¿Podremos competir en la era del ChatGPT?
La última gran evolución tecnológica presenta un grave obstáculo: la falta de competitividad y adaptación del espacio público. No es solo una cuestión de soberanía tecnológica, es ya una cuestión de supervivencia.
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Estos dos últimos siglos se han caracterizado por la creación de infraestructuras públicas que aumentan las capacidades de un país, dotándole de elementos básicos que lo hacen competitivo: carreteras, ferrocarriles o aeropuertos son los ejemplos más visibles. Sin ellos estaríamos aislados, lo que en un mundo globalizado se traduce en falta de competitividad y, por lo tanto, en pobreza. Con el paso del tiempo, esta conectividad física ha dado paso a la conectividad digital, tan importante como la primera. Primero fue el teléfono, pero después fueron las infraestructuras de telefonía móvil, que son las que hacen posible que internet llegue a escuelas, universidades y negocios (en definitiva, que sea ubicua).
Algunas de estas infraestructuras digitales están aún por hacer, especialmente en el campo del software. Por ejemplo, todas las grandes empresas tech tienen sistemas comunes de autentificación para sus productos que evitan que tengas que autentificarte y recordar un montón de contraseñas. Sin embargo, cada gobierno local, federal, autonómico o local tiene las suyas, un ejemplo sencillo de cuánto queda por hacer.
Una de las infraestructuras más importantes son aquellas que nos dotan de capacidades de computación. Los centros de cálculo privados están siendo sustituidos a gran rapidez por el cloud (o nube), lo que ha permitido que las start-up no tengan que vender la mitad de su empresa para poder pagar su centro de datos. No obstante, ¿qué ocurre en lo público? Tenemos centros de supercomputación, pero nos hemos quedado allí. De nuevo, queda mucho por hacer.
Las universidades, los centros de investigación y otras instituciones no pueden competir con la capacidad de computación de esta nueva tecnología
Parecería que todo esto no es un tema tan urgente. De hecho, todos tenemos en nuestro bolsillo, en forma de smartphone, una capacidad de computación con la que ni soñábamos hace tan solo unos años. Pero no es así: junto al aumento de capacidad de computación ha crecido su uso. Hoy en día ya no se trata de simular explosiones nucleares como en los años cincuenta: los túneles de viento se usan poco porque las simulaciones los han sustituido, las ciudades pioneras usan gemelos digitales (digital twins) para observar el impacto de sus políticas antes de decidir cuál –y cómo implementarla– y hasta la biología y el descubrimiento de nuevos fármacos es digital.
Todo esto ha puesto al límite –y ya hace muchos años– la capacidad de nuestros centros de computación. Ahora, los grandes modelos de lenguaje como ChatGPT (Large Language Models) han elevado el listón. Digámoslo simple y claro: las universidades, los centros de investigación y otras instituciones no pueden competir. Y no estamos hablando de la universidad pública española, ni el Barcelona Supercomputer Center; ni la coalición de centros de Supercomputación Europea, ni Stanford pueden. Simplemente carecen de la potencia de cálculo y los recursos necesarios para poder competir con OpenAI, Alphabet, Amazon, Microsoft o Meta.
Y la gran carrera de estos Large Language Models como ChatGPT acaba comenzar. Hemos empezado a ver los primeros intentos estos últimos años con Dall·e, GPT3, LaMDA, Stable Diffusion, Midjourney y ahora el omnipresente ChatGPT. La promesa de su incorporación a la plataforma office de Microsoft y su uso en buscadores como el de Google o el de Bing abrirá el camino hacia la normalización de su uso, así como hacia su especialización. Hay pocas dudas: pronto los usaremos para hacer borradores de e-mails, contratos o artículos periodísticos, entre otras muchas cosas que no podemos ni imaginar hoy.
Pero el hecho de que la capacidad de entrenar estos modelos esté en manos de unas pocas empresas privadas tiene implicaciones sociales y económicas importantes. De entre ellas mencionaremos dos, y una es inmediata, materializada en la pérdida de competitividad de todo el sistema de investigación público, universidades y centros de investigación, que no pueden acceder a diseñar ni entrenar sistemas de este calado.
Esta primera consecuencia es ciertamente grave, y aunque no es la peor, sí lo son sus consecuencias. La evolución del ecosistema de innovación parte del talento generado en universidades y centros de investigación y de la capacidad de las start-up, empresas y organizaciones de acceder a ese talento, a las capacidades e infraestructuras existentes. De este modo, que estas estén restringidas y en manos de unas pocas empresas tiene el mismo efecto que si hubiese pocas universidades, lejos y con procesos selectivos plagados de sesgos. ¿Y si no hubiese ninguna en Europa? Esta es la situación en la que empezamos a encontrarnos con una de las tecnologías llamadas a cambiar el mundo.
O cambiamos radicalmente la situación actual y democratizamos el acceso a estas tecnologías genéricas o va a ser muy difícil que alumbremos empresas que compitan en ese campo o dotemos a las existentes con posibilidades reales de tener un papel destacado en unas tecnologías que, no lo olvidemos, son genéricas y afectan a todo. No es solo una cuestión de soberanía tecnológica, es una cuestión de supervivencia.
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