Pensamiento

Filosofía y subjetividad en el Quijote

Don Quijote de la Mancha es una ventana que permite adentrarse en cómo se representa el mundo y cómo las personas se relacionan con él.

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
07
febrero
2023

Don Quijote de la Mancha cuenta la historia de un hidalgo empobrecido que no hace sino leer novelas de caballerías y vive inmerso en una representación falsa y caduca de la realidad. Enloquecido por sus obsesivas lecturas, cree ser él mismo un caballero andante y abandona el hogar para combatir las injusticias del mundo sobre su raquítico corcel Rocinante, escoltado por Sancho Panza, un alma cándida que le acompaña montado sobre un asno.

Don Quijote es un idealista en las dos acepciones del término: se ve impulsado por altos ideales y nobles pasiones, al tiempo que prepondera en él su imagen mental del mundo frente a los hechos tal y como se presentan. Don Quijote conforma y moldea el paisaje que le rodea desde su mirada. En él es el sujeto el que define la realidad, algo típicamente moderno.

Una de sus más célebres aventuras tiene lugar al toparse con «treinta o cuarenta molinos de viento» que confunde con «treinta, o pocos más, desaforados gigantes», pues es «gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra». Su lucha, como todos saben, acaba mal, con su lanza rota y don Quijote «rodando muy maltrecho por el campo». Queda de manifiesto con esta anécdota –como con tantas otras relatadas hasta la saciedad a lo largo del libro– que un mismo dato de la experiencia es interpretado de modo distinto por don Quijote que por otros de los presentes.

Digamos que el valeroso caballero cuenta con una subjetividad privada, enloquecida, distinta de la subjetividad general, pública. En sus comentarios al Quijote, Unamuno habla de la realidad como una enajenación colectiva, adelantándose a la crítica foucaultiana de la locura: «Y hemos concordado en que una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva, en cuanto es locura de todo un pueblo, de todo el género humano acaso. En cuanto una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social, deja de ser alucinación para convertirse en una realidad».

«Don Quijote no percata de que es él quien es objeto de un encantamiento que le impele a sacralizar todo lo ordinario: a transmutar todo dato de la experiencia en algo enigmático y majestuoso»

Hablando en términos kantianos, la «cosa en sí» del molino se ve revestida por don Quijote de nuevos atributos, gracias a una mirada cuya forma de ver encaja con ideales pretéritos. A su vez, como objeto de su propia conciencia, él no es ya un hidalgo empobrecido, sino caballero andante que resuelve entuertos. Aquel que se niega a lidiar con los hechos, a transformar el mundo a través de sus acciones, se entrega a la enajenación, haciendo que su voluntad se cumpla, aunque sea en el reducido espacio de su mente. Dicho esto, la fantasía patológica es propia de almas inmaduras, empecinadas en salirse con la suya en el terreno de lo imaginario ante la imposibilidad de una realización de sus deseos en el mundo de lo fáctico. Esto es lo que hoy ocurre con las identidades y la autodeterminación: hay quien cree que con solo desear ser algo, se convierte en ese algo.

Falso. Esta creencia en la propia volición desnuda recuerda a las palabras del racionalista Voltaire, según el cual: «La duda es un estado incómodo, pero la certeza es un estado ridículo». Esa convicción del loco en su propia identidad nos recuerda, por otra parte, al final de El corazón del ángel (1987), cuando su protagonista, Harry Angel, comienza a vislumbrar quién es él en realidad, es decir, que duda de su identidad previa, y repite sin cesar: «Yo sé quién soy. ¡Yo sé quién soy!» Afirma en voz alta saber quién es, precisamente cuando comienza a dudar de ello.

La amada de don Quijote es Dulcinea del Toboso. Tan solo su imagen en la mente del héroe representa el arquetipo deseado, pues la «cosa en sí», el objeto que inspira su etéreo amor es, en realidad, la campesina Aldonza Lorenzo, con quien don Quijote no llega siquiera a entablar conversación. Ella es «señora de sus pensamientos», dueña, y centro del universo de representaciones que habita el caballero andante. Don Quijote, como todo amante inmaduro, timorato y temeroso no vive sus amores en el reino material sino en su platónico mundo de las ideas, o en las proyecciones simbólicas que configuran su mente, al margen siempre de los hechos del mundo.

Aldonza Lorenzo no es sino una pantalla sobre la cual don Quijote puede proyectar sus anhelos, o un objeto que sirve de estímulo a una imaginación cargada de energía psíquica, libidinal, que proyecta, gracias a ello, fantasmagorías y ensoñaciones repletas de luz y pureza. Es la distancia un agente fundamental para la operatividad de este fenómeno, que consiste en transfigurar al dato empírico (Aldonza) en un dechado de virtudes, en un modelo de belleza y esplendor (representación). Es don Quijote quien proyecta sentido en el objeto y no el objeto el que cuenta con ese sentido intrínseco.

Al presentársele tan vulgar persona, don Quijote opta por creer que su amada ha sido víctima de un encantamiento, siendo desde entonces su misión desencantarla. No se percata de que es precisamente al revés, que es él quien es objeto de un encantamiento que le impele a sacralizar todo lo ordinario: a transmutar todo dato de la experiencia en algo enigmático y majestuoso. El contacto prolongado con el objeto deseado en una persona cuerda, comúnmente, no hace sino disipar el amor divino, que ejerce su influencia sobre el amante en la distancia, pues es en sí mismo tan solo una vacua representación cargada de brío libidinal. Sin embargo, el deseo que siente don Quijote por Aldonza no es carnal, por supuesto, sino meramente psíquico. Su amor es platónico en términos literales. El protagonista de la novela ama en Aldonza Lorenzo tan solo la idea del amor, «corporeizada» en Dulcinea del Toboso.

Al finalizar el libro, don Quijote recupera la cordura, reniega de los libros de caballerías y muere, ya de vuelta en su aldea: «Yo fui loco, y soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía…». La vieja cosmovisión muere, ante un nuevo paradigma del mundo; integrándose Alonso Quijano en la alucinación colectiva. Nace una modernidad que nada quiere saber de caballeros andantes, damas en apuros, seres fabulosos o conjuros mágicos. El horizonte humano ha cambiado, el feudalismo está en decadencia, y los intereses y valores del «caballero de la triste figura» carecen ya de sentido y utilidad.

En su clásica obra, Cervantes nos ofrece varias opciones a la hora de mirar. No solo eso, sino que dicha multiplicidad de puntos de vista representa el nudo de la obra: la base de todo lo cómico y trágico que en ella acontece. No sabemos muy bien cual es la realidad última y, en este sentido bien valdría preguntarse, como lo hizo Unamuno: «¿Será acaso sueño, Dios mío, este tu Universo de que eres la Conciencia eterna e infinita? ¿Será un sueño tuyo?, ¿será que nos estás soñando? ¿Seremos sueño, sueño tuyo, nosotros los soñadores de la vida? Y si así fuese, ¿qué será del Universo todo, qué será de nosotros, qué será de mí cuando Tú, Dios de mi vida, despiertes? ¡Suéñanos, señor!»

ARTÍCULOS RELACIONADOS

El exilio de María Zambrano

Olga Amarís Duarte

Hace treinta años que fallecía María Zambrano, imprescindible para entender la España del siglo XX y la que somos hoy.

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME