Sociedad

El miserable deseo de la codicia

Los filósofos antiguos abordaron –y criticaron– el deseo de la codicia. Sin embargo, buscar la valoración de los demás y una mejora económica es bastante humano.

Ilustración

Eugenia Loli
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14
febrero
2023

Ilustración

Eugenia Loli

Dijo Heráclito de Éfeso que «todos los que viven sobre la tierra se apartan de la verdad y la justicia, y a causa de su miserable inconsciencia se aprestan a la codicia y al deseo de fama». Este rechazo por parte de los grandes filósofos antiguos de la codicia humana y el «deseo de honores» es todo un clásico, pero ¿es esto así siempre? ¿De qué depende? ¿Estamos destinados a ser codiciosos? De alguna manera, los referidos pensadores entienden que la mayoría de las personas se halla dominada por tales impulsos, como si dicha proclividad fuese congénita al ser humano. Curiosamente, ellos se desligan de estos apetitos, como si estuviesen más allá del bien y del mal, en una actitud claramente elitista, representando Heráclito (por su historial) un caso particularmente sobresaliente de tal esnobismo.

Digamos que la diferencia entre aquellos que aspiran a ser reconocidos y el filósofo elitista está en que los primeros necesitan el reconocimiento ajeno, mientras el segundo toma por descontado su propio valor (aunque, a pesar de la palabrería, indudablemente, exige en su fuero interno que otros también compartan su misma opinión de sí). Esta fe inquebrantable de muchos filósofos antiguos en su propia valía era fruto de su crianza, pues muchos de ellos provenían de familias aristocráticas (como era el caso del propio Heráclito). ¿Cómo iba uno a dedicarse a filosofar en sociedades esclavistas como las propias de la Antigua Grecia? Y si hablamos de filósofos que escribiesen, no analfabetos, estos eran escasísimos, pues en la Antiguedad, como hace no tanto, una minoría muy escasa de la población total sabía escribir siquiera.

Este elitismo, no obstante, no despreciaba tan solo a la «multitud» u «hombres masa», como diría Ortega, sino que despreciaba las opiniones de otros filósofos o creadores a la par. En el caso de Heráclito este consideraba que Hesíodo, Pitágoras, Jenófanes y Hecateo no sabían nada, y que «Homero y Arquíloco merecían ser derrotados». Cuando era joven dijo «no saber nada», pero al hacerse mayor afirmó «saberlo todo». A pesar de su enorme valía como pensador, Heráclito no dejó de ser un individuo sumamente engreído, cuyos textos, por otra parte, eran sumamente crípticos o ininteligibles, rasgo típico del pensador esnob.

Las personas que cuentan con mayor estatus en su comunidad inmediata o en la sociedad son más felices

Lo cierto es que los seres humanos somos imperfectos. Sin duda, tendemos a buscar la riqueza y el reconocimiento y admiración ajenas. Pero no todos buscan tales fines con el mismo ahínco, ni de la misma forma. Generalizar e igualar como lo hace Heráclito representa una falta de cálculo y prudencia intelectual, pues pone a todas las personas en el mismo plano, cuando los matices y diferencias entre individuos son muy variables.

Al ser animales sociales, es natural que queramos destacar y ser valorados por nuestros semejantes. De hecho, lograr tal objeto puede que no sea algo tan equivocado como piensan algunos. Cuando el estatus social de una persona decae, se sabe que sus niveles de serotonina también decrecen. Cuando ocupamos una posición óptima en el sistema social, más benevolente es nuestro entorno, porque uno tiene más amigos y gente con la que contar y no tiene que estar tan pendiente de los propios errores.  Estudios psicológicos establecen, por otro lado, que las personas que cuentan con mayor estatus en su comunidad inmediata o en la sociedad en términos más amplios son más felices y se ven menos sujetos al estrés. Aunque se adaptan rápido a dicha situación, no se aburren de ella fácilmente. Uno es más feliz y lleva una vida más sana, generalmente, cuando es estimado y respetado por sus congéneres.

La codicia ya es otro tema. Muchos creen que el dinero les dará la felicidad, pero, en este caso, no es necesariamente así, al menos hasta un punto. La seguridad económica ciertamente proporciona mayor bienestar y libertad, pero a partir de cierta riqueza, uno deja de sentirse más dichoso, algo, de nuevo, demostrado por diversos estudios. Por poner un ejemplo, un análisis de Princeton realizado en 2010 estableció que un ser humano, generalmente, se siente más feliz cuando cobra más dinero hasta llegar a la cifra de 75.000 dólares al año (unos 70.000 euros), pero que, a partir de esa cifra, el incremento en el salario deja de traducirse en mayor felicidad.

De este modo, la búsqueda de una sustancial realización profesional que conlleve el reconocimiento ajeno (no una búsqueda de reconocimiento por el reconocimiento) y un buen salario ciertamente tiene un saludable efecto sobre nuestras vidas y es por ello que la mayoría de nosotros siente necesidad de tales retribuciones tanto económicas como afectivas. Pero es importante siempre buscar tal realización por vía de una vocación e interés personal, dejando que el dinero y el reconocimiento sean, si acaso, efectos secundarios de un trabajo previo que nos interese por sí mismo como fuente intrínseca de placer y bienestar.

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