El tuit, primer borrador de la historia
Según decía Albert Camus, el periodista es «un historiador del instante». Sin embargo, la profesión, en tiempos de Twitter, se ha replanteado: cualquiera puede hacerse eco de cuanto acontece a su alrededor. ¿Cómo gestionan las redes sociales la narración de nuestro presente?
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El teléfono que suena. El humo del tabaco serpenteando en el ambiente. Voces chillonas y trabajo más allá de la jornada. Las redacciones de prensa, radio y televisión, cocinas donde el trabajo periodístico se ha elaborado con mimo o con desidia durante más de un siglo, según cada medio y cada época, han quedado apantalladas frente a la inmediatez que ofrecen las plataformas digitales. Ya no hace falta un esfuerzo minucioso de campo ni de corroboración de los hechos: cualquiera desde Twitter puede contar un suceso y convertir la publicación en la noticia del momento, alcanzando a miles o incluso a millones de personas.
El cuarto poder se desplaza: las redes sociales son ahora las que archivan, gestionan, priorizan y visibilizan la información que consideran veraz. La popularidad ha superado al trabajo bien hecho, la decisión sobre los contenidos sigue criterios algorítmicos. ¿Cómo gestionan las redes sociales la información de nuestro presente? ¿Es el tuit el primer y renovado borrador de la historia?
Antes fueron los blogs
Para poder esbozar un análisis sobre el rol que las empresas digitales tienen sobre el tapiz narrativo de la labor periodística hay que remontarse a principios de nuestro siglo. La primera década de los 2000 tuvo como protagonista un primer cambio de paradigma: la popularización de internet. Este aumento del acceso a la red global se tradujo en un mercado muy libre donde la grandeza ética del ser humano convivió con sus perversiones sin demasiado control de ningún poder e institución. En este contexto aparecieron unas páginas con formatos prediseñados, gratuitas, que ofrecían la oportunidad de contar cosas a cualquiera que desease dedicar su tiempo a darle a la tecla. Fue el momento de los blog, las bitácoras digitales.
Con la democratización en la gestión del relato de la actualidad llegaron periódicos gratuitos como ’20 minutos’, ‘Qué!’ o ‘Metro’
Tenían pronosticado un futuro prometedor. Como cualquiera podía escribirlas, ya fuera dando la cara o desde el anonimato, el flujo de información se enriqueció notablemente. Hubo y hay quien aporta sus conocimientos culinarios, apuestan por el humor, la creación de relatos, la conversación diletante o cualquier otro aspecto que pueda interesar a otro ser humano.
Sin embargo, esta diversidad también tuvo un lado oscuro: el nacimiento de las «noticias falsas». Por un lado, los blogs permitieron contestar con libertad el relato de la prensa oficial: si alguien no estaba de acuerdo con lo acontecido en un suceso, por ejemplo, podía narrar su versión y publicarla en la red, convirtiéndose en información accesible para cualquiera que quisiera interesarse por leerla. Pero también dio lugar a la invención de falsedades que generaron debate.
En Twitter se conversa, pero no se intercambian adecuadamente las ideas
Aquella democratización en la gestión del relato de la actualidad no cayó demasiado en gracia a las direcciones de unos medios de comunicación anclados a sus formatos analógicos. Los más afectados fueron los medios impresos. En paralelo surgieron periódicos otrora gratuitos, como 20 Minutos, Qué! o Metro y se llegaron a celebrar concursos para que los lectores de este nuevo formato escogieran los blogs más interesantes, como fueron los Premios 20 Blogs, que aún se siguen celebrando.
Sin embargo, hubo un primer esbozo de controlar la libertad de publicación que ofrecían las bitácoras digitales con peticiones ex profeso a los diferentes gobiernos dirigidas desde grupos empresariales y asociaciones de prensa. A pesar del aparente peligro que parecía representar una libertad casi absoluta para contar la actualidad ante todo el mundo, la prensa tradicional terminó por comprender que aquella primera manifestación de apertura digital no se oponía a ella. Multitud de periódicos acabaron por integrar el formato blog en sus propias versiones digitales multiplicando así la interacción con los lectores.
El fin del debate: las redes sociales
Los blogs estaban gestionados por plataformas que ofrecían los servicios y se lucraban de mejoras en las plantillas o de la publicidad. De esta experiencia aprendieron los medios tradicionales, avanzando en su digitalización, y se fundaron multitud de revistas y diarios digitales que fueron profesionalizándose con el paso de los años. Además, las empresas que ofrecían los servicios de blogging tenían un control bastante limitado de los contenidos de los sitios web que alojaban: el sueño de que la red global se convirtiera en un ágora sin fronteras parecía estar a punto de alcanzarse.
Entonces sucedió una revolución. En 2007, Apple presentó el iPhone. El teléfono móvil trascendió de su utilidad para llamar y enviar SMS para pasar a ser el gran compañero del ciudadano moderno. El ordenador dejó de ser el principal medio de acceso a internet, los blogs comenzaron a quedar obsoletos: la aparición de las aplicaciones móviles, que permitieron multiplicar la utilidad de las incipientes redes sociales, terminó por dinamitar la hegemonía de los blogs, convirtiéndolos en un espacio de segundo orden.
En estos momentos es posible tener un canal de televisión, una emisora o un pequeño diario completamente digitales y aglutinar miles de usuarios
Facebook, que ya existía desde 2003, eclosionó como la reina de las redes sociales. Luego llegaron Instagram, Whatsapp, Pinterest y, por supuesto, Twitter, entre las más populares. La flexibilidad de esta última plataforma, que limitaba en un principio los mensajes a 140 caracteres con espacios y a la oferta de inmediatez talaron toda opción para debate: resulta imposible contar un suceso en un único tuit y, para intentar un esbozo de crónica, es necesario trabajar todo un hilo entero. En Twitter se conversa, pero no se intercambian adecuadamente las ideas. Como demuestran algunos estudios científicos, los usuarios de la red social del pajarito azul no están tan interesados por comprobar las informaciones que leen que en discutirlas.
Ahora, la situación ha cambiado por completo. Las redes sociales son el espacio donde se acude a leer la información, a compartirla con los demás y a exponer las opiniones propias, muy por delante del acceso directo a las páginas web de los medios de comunicación oficiales o a los blogs. Multitud de los autores de bitácoras digitales se mudaron a la red social que mejor se adaptó a los contenidos que publicaba. Y junto con las redes sociales, aplicaciones como SoundCloud o Spotify, YouTube, Twitch, TikTok o Telegram han acaparado la proliferación del podcast, los vídeos, la retransmisión en streaming y otros fenómenos que han traspasado con creces la frontera de la palabra escrita. En estos momentos es posible tener un canal de televisión, una emisora de radio o un pequeño diario completamente digitales y aglutinar en torno a ellos miles de usuarios.
El problema es quién controla el relato
Lejos de competir con los medios de comunicación tradicionales, las redes sociales representan un problema por su gestión unificada de la información. Los canales de prensa, radio y televisión veteranas poseen sus perfiles en las principales plataformas, donde el seguimiento y el acceso de los contenidos es muy fructífero. Sin embargo, las redes sociales no ofrecen un espacio libre donde publicar, sino unas herramientas en las que cada miembro puede publicar información dentro de unos cánones y unos límites.
Toda la información, incluido el volumen de interacciones, palabras clave, comentarios y metadatos de toda índole son procesados por las empresas propietarias de las redes sociales. En un ánimo por regular los contenidos que cientos de millones de personas publican cada día en ellas existen elaborados mecanismos de prioridad, censura o supresión de las publicaciones.
Las redes sociales se han convertido así en un hervidero de fake news. En función del país en el que tenga su sede cada red social y de su compromiso con la veracidad, es probable que publicaciones que se han convertido en muy populares trasciendan sobre el trabajo contrastado de los periodistas que aún realizan su labor en las redacciones físicas.
Uno de los principales retos candentes son las burbujas de información que multiplican la muestra de publicaciones sesgadas en función de las preferencias del usuario, en vez de mostrar también otras opiniones
La victoria en 2016 de Donald Trump en su carrera por presidencia de los Estados Unidos o las informaciones cruzadas en la actual invasión rusa de Ucrania han sido dos de los momentos en los que se ha popularizado el debate de discutir los parámetros en que las redes sociales promocionan unas informaciones más que otras, por el alto riesgo de información falsa que se publica en estos espacios digitales. Por otra parte, la creación de «muros» y el timeline configuran una narración dispersa de la actualidad. En el tuit converge la información oficial con multitud de opiniones.
En conclusión, dependiendo desde qué país y red social se conecte una persona su percepción sobre la actualidad variará en función de discriminaciones geográficas, la popularidad de las publicaciones, las preferencias de cada usuario o el origen de la publicación, entre otros muchos parámetros. Uno de los principales retos candentes son las burbujas de información que multiplican la muestra de publicaciones sesgadas en función de las preferencias del usuario, en vez de mostrar también otras opiniones. De hecho, los tribunales irlandeses acaban de condenar a una multa de casi 400 millones de euros a Meta por no pedir permiso a sus usuarios para personalizar la publicidad que les ofrecía en sus diferentes aplicaciones digitales en función del procesado de sus datos.
Toda esta construcción elabora un relato de los sucesos que explica, a la manera de cada gestor digital, la actualidad y, en consecuencia, la historia presente. Hace décadas se popularizó el aforismo que afirmaba que el periodismo es el primer borrador de la historia. Intelectuales como Albert Camus, gran amante de la profesión, elevaron al periodista a la categoría de «historiador» siempre y cuando fuese fiel a la realidad, dentro de los límites que impone toda comunicación. Porque al utilizar el lenguaje inventamos un relato, y narrar significa, también, fabular en alguna medida. Mientras existan los buenos periodistas, honestos y comprometidos con su trabajo, ningún post ni tuit se convertirá en el primer borrador de ninguna historia. Eso sí, siempre podremos pasar el tiempo discutiendo en la aldea digital.
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