Cultura

Hombres fatales

La presencia de mujeres monstruosas, fatales y temibles para los hombres es tan antigua como la literatura misma. En ‘Hombres fatales’ (Acantilado), Elisenda Julibert sigue la pista de todas esas figuras míticas a las que la tradición ha señalado.

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15
diciembre
2022

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Uno de los personajes que primero vienen a la mente al pensar en el estereotipo de la mujer fatal es Carmen, la fogosa gitana española que imaginó el escritor francés Prosper Mérimée en su novela homónima (1847), de la que Bizet hizo una adaptación operística en 1875, y que terminaría siendo el modelo por antonomasia de esa criatura mítica de la modernidad que encarna la perdición de quien comete el error de enamorarse de ella. Carmen, sin embargo, forma parte de una estirpe muy antigua cuya genealogía merece la pena rastrear, y eso es lo que hizo Mario Praz al dedicar un extenso capítulo de su erudito La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica a La belle dame sans merci –en homenaje al poema del siglo XV de Alain Chartier que también homenajeó Keats en una balada del mismo título–, que significa algo así como «la hermosa dama despiadada».

En ese texto, Praz sitúa históricamente el estereotipo de la mujer fatal en la tradición literaria occidental, en particular en las literaturas inglesa, francesa e italiana, y data su origen en el Romanticismo, pese a que, como señala el título del capítulo y enuncia el crítico al comienzo del mismo, constituye una singular metamorfosis de una figura tan antigua como la literatura misma: «Siempre ha habido mujeres fatales en el mito y en la literatura, porque mito y literatura no hacen más que reflejar fantásticamente aspectos de la vida real, y la vida real ha ofrecido siempre ejemplos más o menos perfectos de feminidad prepotente y cruel».

A continuación, Praz da ejemplos prerrománticos de figuras femeninas fatales creadas por autores que van desde Esquilo hasta Dante, quien encuentra en el infierno a varias de ellas, como Semíramis, Cleopatra, Helena de Troya… No obstante, sólo a partir del romanticismo se acuña el estereotipo de la femme fatale: en la primera mitad del XIX aparecen de forma recurrente personajes femeninos funestos, y en el romanticismo tardío y el simbolismo literario de comienzos del siglo XX el personaje ya está definitivamente estereotipado. Lo que Praz ofrece a continuación es un nutrido repertorio de autores y citas literarias para ilustrar cómo se va configurando el cliché y «establecer ciertos rasgos de conjunto que no carecen de significado para la historia de las costumbres y del gusto».

La ‘femme fatale’ a veces se asemeja a la sirena clásica cuyo canto resultaba tan irresistible como letal

A partir de los textos que reúne el crítico italiano comprobamos que la femme fatale a veces se asemeja a la sirena clásica cuyo canto resultaba tan irresistible como letal y otras es «la mujer que se muestra frígida, insensible, fatal» o una doncella cuya «virginidad invencible parecía desafiar al amor». En otras ocasiones, en cambio, es una parasitaria vampiresa de una lubricidad insaciable, la fogosa y diabólica gitana española Carmen, o la seductora Cleopatra, de quien cuenta la leyenda que su lujuria era tal «que a menudo se prostituía, y era tan bella que muchos pagaban por una noche con ella aun al precio de su vida» (Liber de viris illustribus). A pesar de que Carmen y Cleopatra son dos de las mujeres fatales más emblemáticas, más adelante leeremos que «la mujer fatal típica es pálida», así como que unas veces cautiva por su belleza arrolladora («Las mujeres tan parecidas a las diosas sólo pueden ser fatales para los débiles mortales», escribió Gautier) y otras tan sólo por su monstruosa lascivia, como una suerte de Medusa revisitada; en la versión de Swinburne: «Sus ojos están llenos de una orgullosa e impasible lascivia de oro y sangre; sus cabellos espesos y crespos parecen prontos a separarse vibrando y a desanudarse en serpientes».

De modo que, al terminar el capítulo, no tenemos tanto una imagen clara de los rasgos de conjunto que permiten identificar a la mujer fatal como la confirmación de que la fantasía humana ha girado en torno a una difusa y cambiante criatura mítica cuyo único rasgo indefectible es hechizar a sus víctimas y, no ya destruirlas, sino, lo que resulta aún más despiadado, abocarlas a la autodestrucción. Léase, por ejemplo, el precedente erudito y libresco de la popular Put the Blame on Mame (interpretada por Rita Hayworth en Gilda) que legó Swinburne: «Sí, dicen que soy la mujer de todos los relatos, el rostro que siempre se encuentra en el rostro de la historia: yo, Helena, besando a Paris en los labios, herí a Héctor en la cabeza; yo, Cresida, besé la boca de los hombres hasta que enfermaron y enloquecieron, y les puncé el cerebro; yo, Ginebra, hice que mis ojos de reina fueran tan preciosos y las ondas de mis suaves cabellos de oro tan delicadas, y mi boca tan dulce para Lancelot… ».

La fantasía humana ha girado en torno a una difusa y cambiante criatura mítica cuyo único rasgo indefectible es hechizar a sus víctimas

La única característica significativa de las mujeres fatales que parece sacar a la luz el exhaustivo catálogo de Praz —que incluye un buen número de autores recónditos para el lector común—es el don de transformarse de un escritor a otro y resurgir siempre convertidas en la horma exacta de su deseo. El propio Praz lo sugiere al afirmar: «La figura de la mujer fatal encarnada sucesivamente en todos los tiempos y en todos los países [es] un arquetipo que reúne en sí todas las seducciones y todas las voluptuosidades». Un caso elocuente de cómo se adecua la mujer fatal literaria al deseo de su creador es el de Swinburne, que el crítico italiano analiza con mucha sagacidad: «…dada la limitadísima experiencia que Swinburne tuvo del otro sexo [Praz ha explicado el conocido masoquismo del autor y las dificultades que tenía para encontrar a una pareja con quien poner en práctica sus fantasías], es natural que las mujeres por él descritas deban conformarse a un tipo que es una mera proyección de la turbia sensualidad del poeta: tienen mucho de ídolo, que es precisamente eídolon, fantasma, antes que criatura real».

No obstante, Praz achaca a las peculiares inclinaciones del autor inglés el carácter fantasmal de sus mujeres fatales, sin advertir que tal carácter es extensible a todas las obras que cita, pues ¿a qué otra causa puede deberse que la pormenorizada antología de textos le descubra que el estereotipo reúne «en sí todas las seducciones y todas las voluptuosidades» y no consiga establecer unos «rasgos de conjunto» de la mujer fatal, sino tan sólo identificar un rasgo indefectible, la fatalidad? Ésta, por lo demás, viene determinada por la categoría en que se inscribe a todos esos personajes, del mismo modo que el rasgo que define al unicornio es el cuerno en la frente de un equino. Y es que, de hecho, la naturaleza de la mujer fatal y la del unicornio es común, puesto que lo fundamental en el caso de ambas criaturas míticas es ser un producto de la fantasía alimentado a lo largo de la historia de un modo infatigable. Lo curioso es que, pese a que la posibilidad de imaginar a un equino con un cuerno en la frente no nos haya convencido de su existencia real, la posibilidad de imaginar a una criatura dotada del mágico poder de hechizar a sus víctimas para que se autodestruyan sí nos ha convencido de que tal criatura debe existir en el mundo real. Es la misma lógica aplastante del conocido argumento ontológico del Medievo conforme al cual que las personas pudieran concebir a un ser omnipotente y omnisciente probaba la existencia de Dios.

Praz puede afirmar que «siempre ha habido mujeres fatales» en la literatura porque «la vida real ha ofrecido siempre ejemplos más o menos perfectos de feminidad prepotente y cruel»; sin embargo, aunque la vida real también ha ofrecido «ejemplos más o menos perfectos» de masculinidad «prepotente y cruel», no existe en el imaginario occidental un monstruo masculino que condene a las mujeres a destruirse: el monstruo masculino, el diablo, condena por igual a hombres y mujeres. Si, no obstante, tal criatura fabulosa llegara a existir un día –lo cual, por desgracia, es probable–, me inclino a pensar que atestiguaría más una forma subjetiva de elaborar el temor o la inquietud que inspira el hecho de desear a los hombres que la naturaleza real de ciertos hombres irremediablemente deseables. Así que, aunque sea muy cierto que «mito y literatura no hacen más que reflejar fantásticamente aspectos de la vida real», diría que los aspectos de la vida real que inspiran la emergencia de esas criaturas míticas en la fantasía masculina no son los «ejemplos más o menos perfectos de feminidad prepotente y cruel», sino realidades más intangibles pero igual de poderosas, como temores, prejuicios, anhelos, sueños o pesadillas de ciertos individuos particularmente sensibles. Y puesto que el romanticismo fue el período de la gran exaltación de la sensibilidad y la imaginación del artista, no es extraño que constituyera un fértil suelo para la proliferación de criaturas fantásticas, una buena parte de ellas ídolos o fantasmas.

El monstruo masculino, el diablo, condena por igual a hombres y mujeres

Desde este punto de vista, lo que permite entender la emergencia de la mujer fatal en la literatura y el imaginario occidentales es más la mentalidad de los creadores de ese período que la proliferación, históricamente improbable, de diabólicas mujeres de carne y hueso. Si a partir del siglo XIX los hombres se representan victimizados por mujeres despiadadas, tal vez no se deba tanto a que las mujeres se vuelvan más crueles a partir de ese momento como a que ciertos acontecimientos dieron lugar a traumáticos cambios sociales bien documentados que alteraron de forma considerable las relaciones tradicionales con las mujeres (por fuerza, pues con la Revolución francesa, en 1789 se desmoronó el orden social del Ancien Régime que vertebraba todas las relaciones). De este trauma serían indicio las innumerables mujeres fatales que pueblan la literatura del período, como ilustra, por ejemplo, la respuesta que dio Freud a una de sus discípulas, Marie Bonaparte, cuando ésta le señaló que «los hombres temen a las mujeres» a juzgar por los descubrimientos del psicoanálisis: «¡Hacen bien!». En efecto, la presencia de mujeres monstruosas y temibles para los hombres es tan antigua como la literatura misma, pero es muy probable que la cíclica revisión del mito y sus metamorfosis coincidan históricamente con períodos singularmente críticos desde el punto de vista de las relaciones entre los sexos. Éste podría ser el punto de partida de una historia de la misoginia en Occidente, en la que deberían ocupar un lugar destacado las mujeres fatales, ya que encarnan la última metamorfosis documentada de un pavor ancestral. Y si la hipótesis es correcta, tal vez quepa esperar que los nuevos brotes de misoginia vengan acompañados de sus singulares representaciones míticas.


Este es un fragmento de ‘Hombres fatales‘ (Acantilado), por Elisenda Julibert.

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