Medio Ambiente

¿Está fallando la diplomacia medioambiental?

La crisis climática es un desafío que envuelve a toda la humanidad, pero Occidente se arriesga a que las medidas necesarias para atajarla se identifiquen exclusivamente con sus intereses políticos.

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21
septiembre
2022

Aunque actualmente sea parte de nuestro vocabulario habitual, el concepto de «calentamiento global» se hizo solo parte del acervo político mundial tras las cumbres climáticas internacionales de los ochenta y los noventa, las cuales también propusieron, si bien con escaso éxito, las primeras medidas contra su avance. Hoy, de hecho, las cumbres siguen siendo observadas con escepticismo: la Conferencia de las Partes (COP), órgano supremo de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), trata de paralizar la política anualmente sin mucho éxito; en última instancia, solo parece interesarle más que a los expertos y a unos pocos políticos y activistas. ¿Cuán frágil es el consenso internacional que permite una lucha efectiva por los retos del futuro?

El pasado junio, el analista Sébastien Treyer advertía en Le Grand Continent de la necesidad de una política climática que tuviese en cuenta los factores geoestratégicos. Treyer señalaba cómo la prudencia de los países africanos a la hora de secundar las sanciones de la OTAN a Rusia no es un fenómeno nuevo, sino algo ya visto en las pasadas COP26 y COP25: muchas naciones en desarrollo tienen intereses económicos que chocan con la ambición medioambiental del Norte global

Así, para Treyer, director del Instituto para el Desarrollo Sostenible y las Relaciones Internacionales (IDDRI), la guerra de Ucrania y la COP26 de Glasgow han situado a Europa ante el papel de los nuevos «países no alineados»: los Estados de América Latina, Asia o África que plantean las reformas globales necesarias en términos de igualdad (o en los términos que no los sitúen como zonas de extracción de recursos). El analista se plantea especialmente una cuestión: ¿está la Unión Europea cumpliendo con su necesario papel de actor global en ese sentido?

A pesar de que el concepto de calentamiento global ha sido aceptado como imprescindible, a efectos prácticos parece no aplicarse

La UE presenta la crisis climática como uno de los elementos centrales de su política exterior, pero a ojos de analistas como Treyer no lo demuestra a la hora de la verdad, ya que no acepta los intereses encontrados a los propios, con los cuales debe enfrentarse (y que, al menos en cierto medida, debe aceptar como legítimos).

Lo cierto, no obstante, es que el hecho de hablar de cambio o crisis climática se debe al éxito de la diplomacia. Así lo demuestra el hecho de que la Unión Europea y los Ministerios de Exteriores de países como España o Alemania dediquen apartados en sus declaraciones políticas a la diplomacia medioambiental. Y también eventos como el que tuvo lugar en 2019, cuando parte de los gobiernos de la UE participaron en la I Semana de la Diplomacia Climática.

A pesar de todo, aunque este concepto parece haber sido aceptado como imprescindible, a efectos prácticos parece no aplicarse. En el caso de España, por ejemplo, hemos asistido a éxitos como la expansión de las energías renovables o la organización de la COP25 –tras la renuncia de Chile a ser la sede de la misma–, los cuales, en un principio, se consideraron aciertos diplomáticos, si bien no para todos: los analistas lamentan que estas actuaciones no se hayan visto reflejadas en un mayor peso de dichas políticas, tanto dentro como fuera de nuestro país. 

El mayor riesgo, concluyen los expertos, es que el aparente consenso alcanzado sobre la preservación de los bienes comunes medioambientales se identifique con los intereses de una sola parte del planeta, y no del conjunto de la humanidad. Una tarea a la que parecían estar sumadas China y Rusia y que la actual deriva internacional pone en peligro.

Las cumbres del clima siguen teniendo el reparto del coste de la transición energética, pero también la sombra de las relaciones de poder coloniales. Treyer, por ejemplo, apunta que conceptos como la «deuda ecológica» permitirían compensar dicho tablero: un reconocimiento de unas responsabilidades compartidas que proyecten en igualdad los desafíos de este tiempo.

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