Cambio Climático

El clima (y otros supuestos castigos divinos)

Desde las religiones más primitivas, los credos de fe siempre han interpretado la meteorología como si fueran favores o castigos divinos. No obstante, ¿por qué continuamos haciéndolo hoy, con el mismo lenguaje y las mismas intenciones, cuando triunfa la razón?

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07
septiembre
2022

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Desde la aparición del homo sapiens, clima y religión han conformado un binomio aparentemente íntimo. Fenómenos como la lluvia, las tormentas, el granizo, e incluso la salida y la puesta de sol o la visión de la luna en lo alto se presuponían como portentos. Las religiones animistas –que datan de hace unos 250.000 años– imaginaban que detrás de cada manifestación de la naturaleza existía la voluntad de un espíritu invisible.

En cambio, las religiones teístas –es decir, aquellas que creen en un dios o conjunto de dioses– explicaron la mayoría de las manifestaciones climáticas como un producto de la voluntad divina, siendo asociadas bien a un castigo derivado de comportamientos humanos impropios o bien a un presente mediante el cual la divinidad mostraba su agrado con el hombre. Así lo ilustra el eclipse total más antiguo del que se tiene constancia, ocurrido en la ciudad mesopotámica de Ugarit en el año 1.375 a. C., durante una batalla: los ejércitos interpretaron la repentina oscuridad como la ira de los dioses, lo que les convenció de las bondades de la paz.

No es el único caso ilustrativo: en las leyendas hindúes, la Luna era la copa en la que los dioses bebían el elixir de la inmortalidad, amrita. En este caso, los eclipses se debían a que el monstruo Rahó apuraba la copa hasta engullirla, si bien al carecer de vientre, la Luna conseguía escapar y volver a lucir.

En 2017, Anna Coulter, una popular columnista, no dudó en achacar el huracán Harvey a un castigo divino a Housten por haber designado en comicios democráticos a una alcaldesa lesbiana

Sacrificios (también humanos), ofrendas, votos, construcción de santuarios, libaciones, ruegos, súplicas, procesiones, peregrinaciones y todo tipo de ceremonias religiosas se cultivaban para conseguir la intercesión de los dioses y que el clima fuera propicio, aplacando su ira u obteniendo su favor. La meteorología extrema fue considerada como presagio y signo, como juicio divino sobre el pecado y la virtud. Véase, por ejemplo, el relato del Diluvio Universal. 

Con el surgimiento de la cosmovisión científica, las explicaciones religiosas fueron desapareciendo del lenguaje oficial de las directivas eclesiásticas en los distintos credos, pero aún persisten a día de hoy, bien entrado el siglo XXI, en la imaginación popular: en 2017, el Huracán Harvey, el más feroz que ha sufrido Texas en su historia, responsable de acabar con la vida de más de 100 personas, fue achacado por una popular columnista y abogada republicana, Ann Coulter, a un castigo divino. El hecho, supuestamente, era el siguiente: Houston había designado en comicios democráticos a una alcaldesa lesbiana. El congresista y pastor evangélico Ricardo Medina, que preside la comisión de Educación en Perú, mantiene una postura similar: el cambio climático es la respuesta de Dios a la aceptación social de la homosexualidad y la «ideología de género».

¿Una alianza inesperada?

Paradójicamente, las religiones también pueden ser útiles a la hora de combatir la emergencia climática, ya que su capacidad de impacto (según Pew Research Center, alrededor del 84% de la población del planeta guarda algún tipo de filiación religiosa), y su potencial de generar tejido social puede crear un fuerte sentimiento de comunidad, favoreciendo –a priori– la acción colectiva. Todas, además, coinciden en sus credos: la naturaleza es el vaso comunicante entre lo humano y la divinidad. 

A su vez, la crisis de valores y el vacío espiritual señalado por filósofos como Byung-Chul Han ha intensificando el consumismo feroz, razón por la cual muchas religiones han desarrollado en los últimos años discursos de cuidado ambiental y eco-justicia: sus fundamentos teóricos apelan a un cuidado de la Tierra, ya que esta sería «sagrada». Algunos, de hecho, se han organizado en el panorama político: en la Conferencia de París (2015), 5.000 líderes de 176 religiones aportaron su visión sobre el cambio climático, firmando una declaración interreligiosa en la que se comprometían con el Acuerdo de París: la Interfaith Climate Change Statement to World Leaders.

Paradigma del compromiso ecologista religioso fue la encíclica del papa Francisco, Laudatio si: sobre el cuidado de la casa común, donde plantea una mirada integral y unitaria de la ecología, la economía y la equidad, criticando las estructuras económicas y políticas que devastan el planeta. «No habrá una ecología sana y sustentable, capaz de transformar algo, si no cambian las personas, si no se las estimula a optar por otro estilo de vida, menos voraz, más sereno, más respetuoso, menos ansioso, más fraterno», aseguraba entonces.

La esfera religiosa tiene tal alcance que hasta el discurso ecológico está impregnado de vocablos y visiones de credo. Ya el vicepresidente y activista Al Gore avisaba de que moviliza más la esfera de la fe –en abstracto– que la proclama racional. Hay que «salvar el planeta», «evitar la catástrofe (interpretada como castigo)» y «el hombre es el culpable (una suerte de pecador)». Por no hablar de la mención de «santuarios» para referirnos a los espacios especialmente vulnerables y dignos de protección, así como la de los «paraísos» que designan a los reductos naturales no alterados por la acción humana. 

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