Sociedad

¿El propósito? Haz lo que te dé la gana

Nos pasamos la vida ambicionando logros futuros y planificando cada uno de nuestros horizontes, pero ¿por qué no seguir el ejemplo de algunos de los mayores genios de la humanidad? Son ellos quienes nos han legado una sencilla lección: a veces vale más seguir lo que uno tiene dentro.

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12
julio
2022

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Aquí tal vez lo hubiéramos llamado barrilete: el mote deriva del de su hermano, cuya oronda hechura al parecer le asemejaba a una pequeña barrica de vino. Era italiano, hijo de un curtidor y su nombre de pila era Alessandro, aunque todos lo llamaban Sandro. Su apodo, equivalente a nuestro barrilete y que muchos toman erróneamente por su apellido, era Botticelli.

Sandro Botticelli pasaría a la historia como uno de los más grandes pintores de todos los tiempos, uno de los máximos exponentes del Renacimiento. Es admirado en particular por una de sus obras más espectaculares, El nacimiento de Venus, una de tantas en las que inmortalizó a Simonetta Vespucci: una mujer por la que, dicen, sentía devoción. 

La bella Simonetta, como se la conocía, llevaba ese apellido desde que contrajo matrimonio con un familiar del célebre explorador Amerigo Vespucci, cuyo nombre de pila sirvió para bautizar a un continente entero. Vivió solamente siete años en Florencia y falleció muy joven, con tan solo 23 años: murió de tuberculosis, una enfermedad de difícil tratamiento en aquella época. Tras su pérdida, a Botticelli le costaría varios años finalizar el que sería su cuadro más célebre. Resulta sugerente especular con la idea de que quizá le costó un esfuerzo anímico ímprobo finalizar la obra tras la desaparición de la joven.

Vespucci intentaba aprovechar los resquicios que le quedaban para disfrutar de la vida a su manera

Con una vida tan breve cuesta creer que Simonetta Vespucci pudiera siquiera imaginar el impacto que ha causado su imagen y, aún más, que hiciera algo para provocarlo. Ella, como muchas otras jóvenes de familias influyentes en aquella época, navegaba entre intrigas políticas y luchas por el poder, intentando aprovechar los resquicios que le quedaban para disfrutar de la vida a su manera, como cualquier joven de cualquier época y estatus social.

Más allá de la incombustible leyenda que la vincula a Sandro Botticelli, y del hecho cierto de que vivían en el mismo barrio, poco sabemos de su relación real con él, si bien parece ser que ella correspondía a su veneración apoyando su trabajo y ofreciéndose a él como modelo para su Venus. Eso a pesar de que para una joven de su rango posar para un pintor no estaba ni mucho menos bien visto. Lo que sí se sabe es que Sandro Botticelli se ganaba la vida pintando: era su oficio y su vocación y, como muchos otros artistas, simplemente recibía encargos y los ejecutaba.

Es difícil aventurar por tanto que él albergara entre sus sueños la idea de ser uno de los pintores más célebres de todo el orbe. Tanto como imaginar que ella persiguiera convertirse en el ideal renacentista de la belleza, sobreviviendo la suya al paso del tiempo y eclipsando a la práctica totalidad de modelos que en el mundo ha habido desde entonces. Ninguno de los dos debía tener en mente el destino que la vida les tenía preparado, porque ese destino es inimaginable para cualquier persona. Ellos simplemente hacían lo que les daba la gana.

La etimología de la palabra «gana» es múltiple: está emparentada con la idea de alegría y también con aquello que se desea con avidez. Curiosamente, también se relaciona con el gesto de quedarse con la boca abierta. Hacer lo que a uno le viene en gana, pues, es hacer lo que a uno le proporciona regocijo y satisfacción, lo que busca con apetencia y lo que tiene el poder de dejarlo boquiabierto, pasmado. Así es seguramente como la bella Simonetta se quedó viendo su rostro inmortalizado en una obra de arte y, desde luego, como se hubiera quedado de haber conocido el impacto histórico de su icónica esencia. 

La palabra «gana» está emparentada con la idea de alegría, pero también con aquello que se desea con avidez

Hoy, cuando nos pasamos la vida ambicionando logros futuros, cuando nos desgastamos buscando un siempre esquivo propósito, cuando hacemos mil conjeturas acerca de lo que podremos lograr con esto y con aquello, y cuando nos frustramos con la vida cuanto esta no parece tomar el curso deseado, deberíamos pensar más a menudo en aquel pintor y su joven modelo. Y en el pensamiento de William Hazlitt, que decía que «aquellos que han producido conocimiento inmortal lo han hecho sin saber cómo ni por qué». Lo han hecho porque les nacía de dentro. Nada más, nada menos.

Los teóricos de las metas, las misiones, los fines y los objetivos dirán que es difícil que uno llegue a un lugar que no ha imaginado. Y eso es verdad hasta cierto punto, pero también tiene una vertiente engañosa. En primer lugar porque en muchas ocasiones se busca aplicar la lógica del alto rendimiento –o, peor, la de la empresa– a las vidas de gente corriente que solo busca plenitud y felicidad. Y también porque, aunque es evidente que trabajar en un cuadro durante años exige constancia y planificación, la clave está en entender que los objetivos son únicamente instrumentos que están al servicio de lo que la persona siente como llamada ineludible. Dicho en otras palabras, el objetivo es el medio que hace posible la construcción de una vida lograda. No el fin en sí mismo, ni lo primero en ser formulado, ni nada que se le parezca. Hemos creado tanta literatura sobre los objetivos que hemos acabado elevándolos a un altar del que ya va siendo hora de hacerlos descender.

Quizás la labor de una vida no sea encapricharse con todas las cumbres que divisamos desde el camino, sino seguir el impulso interior de cada uno sin pensar tanto en hacia dónde nos lleva. Tal vez la meta de nuestros objetivos sea el movimiento perpetuo que habita en el interior de cada uno y no tanto lo que el mundo dice de nosotros, los posibles itinerarios prefabricados que se nos ofrecen o lo que las redes sociales parecen empujarnos a ser. Quizás sea olvidarnos un poco del destino. Abstracta conjetura sobre la que, en realidad, tenemos poco control, como ilustra en esta historia el temprano fallecimiento de la joven Simonetta. A través de los siglos, ella y Sandro Botticelli parecen decirnos que lo que importa es vivir la vida intentando hacer lo que uno ama y con quien uno ama. «Me basta demorarme al atardecer con aquellos que quiero», decía Walt Whitman.

El trabajo de Sandro Botticelli cayó en desgracia en la última parte de su vida y, ya fuera como causa o consecuencia, él se volvió melancólico y depresivo; poco a poco fue resbalando hacia el aislamiento y la pobreza, tanto que fue olvidado durante buena parte de la historia, no siendo hasta el siglo XIX cuando se redescubrió su sensibilidad expresiva, su amor por el detalle y la íntima delicadeza con la que impregnaba sus obras. Se dice que pidió ser enterrado a los pies de su bella Simonetta. Y allí reposan sus restos, muy cerca del panteón de los Vespucci, en la Iglesia de Ognissanti, en Florencia. Como un recuerdo perpetuo de los años en los que, juntos también, hacían ambos lo que les daba la gana.


Jesús Alcoba es Top 100 conferenciante de Thinking Heads, director de La Salle School of Business y autor de ‘Eykeyey’.

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