Sociedad
La pérdida de la ambigüedad
La intolerancia a la vaguedad es uno de los signos de nuestro tiempo. En ‘La pérdida de la ambigüedad’ (Herder), Thomas Bauer analiza el por qué de este rechazo, además de una de sus consecuencias inesperadas: la erosión de la diversidad.
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El concepto de ambigüedad es menos usual en alemán que sus equivalentes en inglés, francés o español, pues ambiguity, ambiguité o ambigüedad son palabras que pertenecen al lenguaje cotidiano. Sin embargo, el término también es irrenunciable en alemán, a saber, como concepto de todos los fenómenos que implican plurivocidad, indecidibilidad y vaguedad, cosas con las que las personas se hallan permanentemente confrontadas.
A veces tiene sentido distinguir entre ambigüedad y vaguedad. Pero para nuestros fines no es necesario hacerlo, pues ambas estriban en la posibilidad de que a un signo o a una circunstancia se le atribuyan diversas interpretaciones, ya sea porque el signo o la circunstancia no son suficientemente claros o unívocos (vaguedad), ya porque los signos o las circunstancias señalan a un tiempo a más de un significado (ambigüedad en sentido estricto). Así pues, en lo sucesivo emplearemos «ambigüedad» como concepto genérico.
La ambigüedad se produce a menudo involuntariamente; por ejemplo, cuando una sociedad de tiro adopta el lema: «Aprende a disparar y acierta con amigos». Pero, frecuentemente, la ambigüedad también se crea a conciencia, como cuando en literatura se emplean juegos de palabras con más de un sentido o imágenes ricas en asociaciones, o cuando en diplomacia los acuerdos no se formulan a propósito con entera claridad para poder llegar así a una conclusión. La primera frase del artículo primero de la Ley Fundamental alemana, formulada adrede con vaguedad: «La dignidad del hombre es intangible» –una frase sobre la que se han escrito bibliotecas enteras–, pudo convertirse, precisamente gracias a su imprecisión, en la columna basal de la dicha ley. De este modo, permanece abierta a interpretaciones distintas y no depende de representaciones concretas de la dignidad, vigentes en un determinado momento.
Incluso en los casos en que es posible suprimir la ambigüedad y la vaguedad, la producción de univocidad resulta sumamente costosa
Lo importante es que la ambigüedad nunca puede ser evitada del todo. Incluso en casos muy simples, en los que en buena medida es posible suprimir la ambigüedad y la vaguedad, la producción de univocidad resulta sumamente costosa. Veamos un ejemplo sencillo. Es una convicción general que los niños no deben tomar bebidas alcohólicas. Pero ¿a partir de qué edad habría que permitir que los jóvenes compren vino y cerveza? El desarrollo individual de cada joven es diferente, pero no se puede fijar para cada uno un límite de edad individual. Tenemos aquí, por tanto, un caso de ambigüedad. El legislador tiene que decidirse a discreción entre distintos límites de edad posibles –cada uno de los cuales tiene buenos argumentos a su favor– por un único límite de validez universal. Así, en Alemania, está permitido servir vino y cerveza a jóvenes mayores de 16 años. En muchos estados de Estados Unidos, las personas mayores de 16 años pueden comprar fusiles automáticos (algo que, en cambio, no está permitido en Alemania), pero no pueden comprar legalmente vino y cerveza si no son mayores de 21.
Mediante la fijación de una edad mínima, la ambigüedad parece, por lo pronto, haber sido suprimida. Pero sigue habiendo un resto de vaguedad en la implementación de la norma. ¿Cómo reconoce el dueño del establecimiento que el cliente ha cumplido ya los 21 años? La solución parece sencilla: que todos los clientes jóvenes que no sean sin duda mayores de 21 años enseñen su carnet. Pero aún habría lugar para una ultimísima inseguridad. ¿A partir de qué momento un cliente es en realidad, sin absolutamente ninguna duda, mayor de 21 años? ¿Cómo es posible excluir aun la más mínima posibilidad de error en la apreciación del dueño? La solución definitiva la tenemos en el aeropuerto O’Hare de Chicago. Todo viajero que quiera aliviar su miedo a volar en el bar (bastante bueno, por cierto) del hall de salidas con una copa de vino es obligado, da igual lo mayor o lo achacoso que esté, a presentar su carnet: «¡Esto no me había sucedido en 60 años!», refunfuñaba la persona sentada a mi lado, visiblemente anciana.
Tan pronto como se disuelve la ambigüedad en un extremo, surge de nuevo en otro extremo y en una forma a menudo inesperada. Es, por tanto, destino humano tener que vivir con la ambigüedad. Y es razonable intentar reducir la ambigüedad a un grado vivible, sin pretender por ello eliminarla por completo. El objetivo, así pues, es domeñar la ambigüedad en lugar de hacerla desaparecer, lo cual, de todos modos, es un intento condenado al fracaso. El sociólogo Zygmunt Bauman da un paso más cuando escribe que la ambigüedad aparece entre tanto «como la única fuerza capaz de limitar y rebajar el potencial destructivo y genocida de la Modernidad».
El único problema es que los hombres, por naturaleza, tienden a evitar situaciones ambiguas, poco claras, vagas o contradictorias. Los seres humanos, por tanto, dicho con una expresión típica de la psicología, tienden a ser intolerantes a la ambigüedad. Por ello, en ocasiones es también difícil mantener la ambigüedad.
Los seres humanos tienden a ser intolerantes a la ambigüedad, razón por la que es difícil mantenerla
De esto cabe dar de nuevo un ejemplo trivial, tomado en este caso de la diplomacia, un ámbito que depende en una medida especial del cultivo de la ambigüedad. Estados Unidos fue siempre un aliado estrecho de Taiwán, la «República de China». Pero en 1979 pareció oportuno restablecer relaciones diplomáticas con la República Popular China, algo que, empero, solo fue posible al precio de la ruptura de relaciones con Taiwán. A partir de ese momento, fue política estadounidense, por una parte, no mantener relaciones diplomáticas con Taiwán, pero, por otra, seguir considerando al país un aliado estrecho. El resultado fue, en consecuencia, un caso típico de ambigüedad, en el que eran válidas al mismo tiempo proposiciones que en realidad se excluyen mutuamente, como: «¡No tenemos relaciones con Taiwán!» y «¡Mantenemos estrechas relaciones con Taiwán!». La ambigüedad surge aquí porque ambas frases tienen validez en un sistema de relaciones distinto, a saber, por un lado, el de la diplomacia internacional y, por otro, el de la política de alianzas geopolíticas. Una ambigüedad semejante puede mantenerse solo mientras les parezca ventajosa a todos los implicados y nadie cometa un desliz. En este sentido, se dio un peligroso paso en falso cuando, el 3 de diciembre de 2016, el recientemente nombrado presidente de Estados Unidos habló por teléfono con la presidenta taiwanesa: está permitido comerciar con Taiwán, incluso suministrarle armas, pero lo que no está permitido en ningún caso es hablar por teléfono con el jefe de Estado taiwanés.
La ambigüedad solo puede suprimirse con dificultad y nunca del todo, por la sencilla razón de que no puede haber un mundo sin ambigüedad. Pero no es fácil tampoco mantener un estado de ambigüedad, porque las personas por naturaleza toleran la ambigüedad solo de manera limitada y prefieren generar un estado de univocidad antes que soportar a la larga una pluralidad de sentidos posibles. El estado de ambigüedad, por consiguiente, es lábil. Si se deshace, empero, no surge forzosamente y de inmediato un estado de univocidad, porque en seguida brotan nuevas ambigüedades. Más bien, la consecuencia inevitable es el tambaleo de una ambigüedad a la siguiente. Individuos y sociedades harían bien, por tanto, en aspirar a la justa medida de ambigüedad. En nuestro mundo actual, el problema me parece, sobre todo, una tolerancia a la ambigüedad demasiado escasa. Por eso, en lo que sigue me concentraré en situaciones problemáticas de las que es (con)causa demasiado poca tolerancia a la ambigüedad, sin querer por ello negar los problemas que comportaría su aumento excesivo.
Este es un fragmento de ‘La pérdida de la ambigüedad. Sobre la univocación del mundo’ (Herder), por Thomas Bauer.
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