Aprender a ser valientes
Hablar con franqueza, decir lo que uno piensa o enfrentar el juicio masivo de los muchos cuando uno defiende su verdad minoritaria son acciones cívicas sin las cuales las democracias serían aun más imperfectas.
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La historia de la humanidad es la historia de la valentía. El modo en que el miedo se ha administrado y las muy diversas formas en las que hemos intentado encarar el riesgo y el peligro son un marcador inequívoco de nuestra herencia cultural. Somos, además, un animal extraño por cuanto somos capaces de amenazar nuestra propia existencia a cambio de causas mayores y no tener miedo a la muerte se convirtió, en distintos escenarios, en poco menos que en un imperativo. Algunas veces las causas por las que arriesgamos la vida son bellas y nobles. En otras ocasiones, somos capaces de dar todo lo que tenemos por propósitos perfectamente infames.
La valentía es una actitud, un rasgo del carácter que surge en contacto con un miedo que, como señalara Aristóteles, no es más que la expectativa de un daño. Un daño que imaginamos y preludiamos, como cuando las antorchas enemigas se anuncian en el perfil la montaña. O cuando el resultado de una prueba diagnóstica nos demuestra un fatal resultado. Pero ese peligro imaginario, lo explicaba Shakespeare en Macbeth, es siempre más aterrador que cualquier daño en presente. Las cosas nunca son como parecen porque casi siempre podemos soportar mucho más de lo que nunca habíamos imaginado.
La valentía es algo que se ensaya desde la infancia. Así, fingimos ser valientes al arrojarnos con la bicicleta por una pendiente o cuando nos atrevimos a llamar, por fin, al telefonillo de aquella chica que tanto nos gustaba. Las virtudes también se aprenden a fuerza de copiar, de imitar y de repetir. De ahí que no haya nada más valioso que tener ejemplos cerca: una hermana, un primo o un profesor son ídolos de proximidad que nos inspiran. Como todo lo antiguo, la valentía es algo que copiamos de nuestros mayores y que ellos nos dejan copiar.
«No hay cobarde que no sea egoísta, pues quien todo lo teme, de algún modo, está situando su propia conservación y patrimonio por delante de las cosas comunes»
En una sociedad hedonista, precavida y securitista como la nuestra, existen muy pocos escenarios en los que se cultive la valentía. Los dominios de la prudencia y la seguridad total contrastan con una cierta despreocupación por la vivencia del riesgo. Anhelamos algunas certezas como provisionales refugios ante la incertidumbre y construimos barreras protectivas en todos los dominios de nuestra vida. Para cuando el desastre acontezca, ya habremos contratado una póliza que nos revierta monetizadas las consecuencias del daño.
La valentía no es sólo una virtud guerrera sino que, como bien apuntaron los clásicos, el valor se distingue por ser una virtud civil. El modo en que encaramos los peligros desvela nuestra relación con los otros y, en sede pública, la valentía se exige para el cultivo de la razón y la palabra. Hablar con franqueza, decir lo que uno piensa o enfrentar el juicio masivo de los muchos cuando uno defiende su verdad minoritaria son acciones cívicas sin las cuales las democracias serían aun más imperfectas.
No hay cobarde que no sea egoísta, pues quien todo lo teme, de algún modo, está situando su propia conservación y patrimonio por delante de las cosas comunes. Pero los cobardes no lo tenemos todo perdido, pues incluso el más temeroso puede convertirse en héroe, escribió Platón en el Banquete, delante de la persona amada. Nos haremos capaces de comparecer en la batalla, literal o figurada, no porque no tengamos miedo sino, como dice el Héctor de la Ilíada, porque hemos aprendido a ser valientes.
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