Internacional
¿Cuál es el futuro de Chile?
La elección de Gabriel Boric como nuevo presidente de Chile no despeja incógnitas que parecen enquistadas en la realidad del país latinoamericano, tales como el futuro de la transformación económica, la solución de la inequidad y los lastres del sistema productivo.
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COLABORA2022
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Desde el final de la dictadura militar, hace más de 30 años, Chile ha sido un país admirado por su combinación de crecimiento, su lucha contra la pobreza y la desigualdad y, muy especialmente, por su solidez política e institucional, algo especialmente destacable en una región caracterizada por lo contrario. En los últimos años, sin embargo, esta percepción se ha visto cuestionada por manifestaciones populares, disturbios violentos, la apertura de un proceso constituyente lleno de incógnitas y la aparición de desequilibrios macroeconómicos que el país había eludiendo con éxito incluso en los contextos internacionales más adversos. El último episodio de este recorrido hacia lo desconocido ha sido la elección como presidente de Gabriel Boric, uno de los líderes de las revueltas estudiantiles surgidas hace una década. Boric se convertirá, a sus 36 años, en el mandatario más joven de la historia del país.
Es difícil pronosticar hacia dónde se dirigirá el país en los próximos años. Mucho dependerá de cómo se resuelvan los equilibrios en el seno de la amplia coalición que sirve de sustento al nuevo presidente de Chile. El Gobierno anunciado no dista tanto en su perfil ideológico de los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia, con los que fueron líderes estudiantiles en el centro político del gabinete y que contó, además, con un ministro de Hacienda que terminaría siendo el principal arquitecto de la bien valorada disciplina fiscal chilena.
El país dependerá de cómo se resuelvan los equilibrios en el seno de la amplia coalición que sirve de sustento al nuevo presidente
Al final, lo que definirá la presidencia del nuevo Gobierno será su capacidad de resolver con un alto consenso el desafío de la asamblea constituyente, armar una agenda de reformas que vayan más lejos de su mandato presidencial –cuatro años sin reelección– y mantener la confianza de los inversores en el país, de los que depende el futuro de su economía. Nada fácil, pero tampoco imposible en un país que ha destacado por su calidad política, de la que son una muestra las formas exquisitas de todos los protagonistas de la última elección. Chile ejemplifica un modo de hacer las cosas en el propio marco de la legalidad institucional, el ingrediente más importante de su éxito a lo largo de los últimos 30 años. Recientemente, un buen conocedor de la realidad del país me hacía observar –al conocer el nuevo Gobierno– un cierto carácter lampedusiano en la cultura política chilena; un carácter que le protege del aventurerismo político.
El problema de Chile, desde mi punto de vista, radica más en la transformación de su economía que en la transformación de su política (y con ella, la transformación de la distribución del crecimiento). El modelo productivo que tanto sirvió al crecimiento desde finales de los ochenta hace tiempo que muestra signos de agotamiento. El dato más revelador es una productividad estancada que le impide seguir convergiendo con las economías más desarrolladas, acumulando tensiones sociales: Chile es el país más desigual de la OCDE. No son problemas nuevos, sino problemas que se han ido superponiendo en los últimos años, no encontrando una respuesta satisfactoria en el marco de los últimos gobiernos.
Las tensiones son de diversa naturaleza, pero todas ellas tienen un inequívoco carácter distributivo. Se manifiestan en lados de la sociedad que se han quedado atrás en el reparto de la riqueza y que reclaman una parte más grande a la que creen tener derecho. Los jóvenes, que han sido los protagonistas principales del inconformismo, han visto frustradas sus expectativas de movilidad social después de creer en la promesa meritocrática del paso por la universidad. Los pensionistas, crecientes en una sociedad que envejece, reciben unas bajísimas jubilaciones que no reflejan la promesa del sistema de capitalización individual heredado del régimen militar. Los chilenos de provincias, que no han recibido equitativamente los frutos del desarrollo, se resienten en un país todavía muy centralizado, tanto por el sector público como por el privado. Las comunidades indígenas, sin representar un porcentaje particularmente alto de la población, se han sentido relegadas y discriminadas por una cultura nacional uniformista y con prejuicios que en el pasado ha dado más relevancia histórica a los colonizadores vascos o alemanes que a ellos mismos.
Los jóvenes, principales protagonistas del inconformismo, han visto frustradas sus expectativas de movilidad social
Entre los gobiernos más recientes, el segundo mandato de la presidenta Bachelet fue una tentativa sincera y ambiciosa de hacerse cargo de algunas de estas tensiones. Se abordaron con relativo éxito reformas que hoy parecen pequeñas, como el alza de los impuestos o el fortalecimiento de la igualdad de oportunidades en la educación, pero también se adoptaron medidas de gran calado en la lucha contra la corrupción y se superó una crisis energética que parecía imposible de solventar. Las turbulencias políticas del mandato, sin embargo, terminaron lastrando su balance, a lo que se unió el hecho de que ni los principales actores económicos ni la oposición hicieron suyo el diagnóstico del Gobierno. No es extraño que el presidente Piñera ganara las siguientes elecciones bajo un lema que podría resumirse en algo como «para qué cambiar lo que funciona». La relativa paz social que acompañó al Gobierno anterior se rompió y estallaron las tensiones de forma mucho más virulenta.
Dadas sus bases, es normal que el nuevo Gobierno ponga el acento en una agenda redistributiva, pero cometería un error si no priorizase la transformación económica que necesita el país. Bastaría con transitar con éxito hacia una economía más diversificada y de más alto valor añadido, así como sostenerse en el tiempo con políticas redistributivas que compensen a los más necesitados y reduzcan las diversas inequidades que frustran a muchos sectores de la población.
En su estructura productiva, el modelo económico chileno sigue las bases que instaló el régimen militar en su última etapa. La principal gira en torno al aprovechamiento de los inmensos recursos naturales del país: cobre, celulosa, fruta y productos del mar constituyen todavía más de dos terceras partes de las exportaciones chilenas. En segundo lugar se halla la apertura comercial externa, anclada por la Concertación en una amplia red de tratados de libre comercio que permiten que el país aproveche sus ventajas competitivas. Por último están los equilibrios macroeconómicos que, apoyados en una rigurosa disciplina fiscal, han mantenido un Estado de pequeño tamaño (y cuyos ingresos fiscales se cuentan entre los más bajos del mundo en relación al nivel de renta per cápita del país). Los gobiernos de la Concertación hicieron suyos estos pilares y añadieron algunos rasgos propios no menores, como políticas sociales muy exitosas en la lucha contra la pobreza, el fortalecimiento de la regulación económica, los esquemas de colaboración público-privada en infraestructuras o los ajustes a los modelos privados de salud y pensiones para proteger a la población más vulnerable, sin comprometer la estabilidad fiscal.
En su estructura productiva, el modelo económico chileno sigue las bases que instaló el régimen militar en su última etapa
El resto de los sectores de la economía no orientada a la exportación se caracterizan por rasgos que no favorecen la productividad: bien están muy concentrados en pocas corporaciones que aprovechan su posición oligopólica para aumentar sus beneficios o bien están fragmentados en multitud de pequeñas empresas con pocos trabajadores y una gestión muy rudimentaria. Chile, a diferencia de otras potencias en recursos naturales como Canadá o Australia, no ha desarrollado servicios avanzados orientados a la exportación a partir del know-how de la explotación de recursos naturales, así como tampoco ha terminado de desarrollar un hub regional en algunas industrias como la educación o la salud. El turismo, otro activo de sus recursos naturales, ha permanecido por debajo de su potencial, entre otras cosas, por un problema de precios relativos. Tampoco ha despegado un emprendimiento innovador de la envergadura suficiente para hacer crecer nuevos sectores de alto valor añadido. Con esta estructura, la economía no crea el número de empleos de calidad que permiten aprovechar el capital humano y promover una mayor movilidad social.
El Estado chileno, por el momento, no ha podido hacer gran cosa en la línea de la transformación productiva que se requiere. No tiene ni los recursos, ni los instrumentos para actuar con fuerza en esa dirección. La titularidad o participación que conserva en algunas empresas públicas, como la Corporación Nacional del Cobre (CODELCO) o el BancoEstado, no se ha puesto al servicio de la promoción económica, sino de la obtención de ingresos y la inclusión financiera. Además, el Estado enfrenta limitaciones constitucionales para ser un actor activo en la económica. La vieja Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) no constituye un banco de desarrollo, y sus instrumentos financieros no siempre encajan con las necesidades del emprendimiento innovador o la participación en proyectos público-privados de contenido productivo.
El futuro de Chile se juega en el despliegue de políticas que sean capaces de resolver, al mismo tiempo, los desafíos de equidad y productividad que el país ha afrontado en los últimos años. Hay que crecer para igualar, pero también igualar para crecer. Se trata de retos consistentes con la superación de lo que se ha llamado la trampa del ingreso medio, tema que lleva mucho tiempo ocupando la agenda de Alejandro Foxley y el resto de los investigadores que trabajan en La Corporación de Estudios para Latinoamérica (CIEPLAN), uno de los think tank con más solera del país. Un interesante trabajo del Banco Interamericano de Desarrollo destacaba hace tiempo que uno de los factores que más habían contribuido al éxito del modelo chileno era su capacidad de insertar conocimiento en el proceso de elaboración de políticas públicas, con decisores políticos trabajando codo a codo con centros de reflexión y expertos en muy diversas áreas. El nuevo gobierno se jugará en buena parte su destino en su capacidad de mantener este círculo virtuoso y desarrollar reformas propias pero imbuidas de conocimiento relevante para sus necesidades.
Koldo Echebarria es director general de Esade.
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