Medio Ambiente

La terraformación

Este concepto implica transformar un ecosistema para hacerlo viable al ser humano, ¿pero debemos hacer lo mismo con el planeta Tierra? En ‘La terraformación’ (Caja Negra), Benjamin Bratton explora las alternativas al colapso social causado por la crisis climática.

Artículo

Imagen

CDD20
¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
20
diciembre
2021

Artículo

Imagen

CDD20

¿Qué hace realmente una fecha? Un reciente informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) advertía que, a menos que se tomen medidas radicales para descarbonizar las infraestructuras de la civilización humana antes del año 2030 −y eliminar las toneladas de CO2 existentes en la atmósfera−, los efectos autoamplificantes del colapso climático podrían ser irreversibles, sin importar lo que podamos llegar a hacer en los años posteriores. Mientras tanto, los economistas advierten que, a menos que se tomen medidas radicales antes del año 2030 para abordar las consecuencias de la omnipresente inteligencia artificial y la automatización a escala infraestructural, los efectos autoamplificantes del «colapso social» impulsado por la inteligencia artificial podrían ser irreversibles.

Los escenarios planteados por cada uno de ellos son bien conocidos y ambos apuntan al mismo plazo, aproximadamente una década a partir de ahora, pero las fuerzas que describen están íntimamente relacionadas más allá de ese motivo. No son el mismo tipo de «colapso», pero ambos se ciernen sobre nosotros debido a fallos similares en la comprensión y composición de sistemas planetarios viables. Abordar las dos crisis directamente podría implicar respuestas intelectuales y mecánicas que las unan: comparten el mismo plazo no por casualidad sino por causalidad. La respuesta al colapso climático puede depender de la forma en que abordemos las consecuencias de una automatización algorítmica cada vez más generalizada de la producción y la gobernanza, mientras que la respuesta a la crisis de la automatización puede depender de la forma en que abordemos las consecuencias de la descarbonización, el gobierno molecular y la lucha contra la pérdida de diversidad. La cuestión de la automatización está dentro de la cuestión del cambio climático y no puede abordarse de otro modo, y viceversa: la cuestión del cambio climático está dentro de la cuestión de la automatización y no puede abordarse de otro modo. Como tal, la respuesta −el plan− supone un replanteamiento radical de los medios geotécnicos con el fin de mejorar la geoquímica mundial que está colapsando. Y algo crucial es que, probablemente, tal cambio sea la causa de los correspondientes cambios en la cultura humana en vez de su resultado. Sin embargo, ambos cambios deberían abrazar, casi por definición, lo que ahora llamamos «lo artificial».

Lo artificial

Las respuestas al cambio climático antropogénico deben ser igualmente antropogénicas. Para tener éxito, deben ser firme y decididamente artificiales. Surgen del reconocimiento de que las supersticiones de las que dependen las formas patológicas de gestión planetaria anteriores a 2030 se basan en autoengaños respecto de la relación entre lo natural y lo artificial como dominios, definiciones, cualidades y valores. La división naturaleza/cultura no protegió lo que designó como naturaleza, sino que elevó esa noción a un ideal trascendental. Más bien a la inversa, la división proporcionó una coartada flexible con la que elevar la cultura humana de los estratos geológicos y biológicos a un reino de expresividad autorresponsable. ¿Dónde nos deja eso? Como he escrito, es obvio que no existe una «naturaleza» real.

Abordar las dos crisis podría implicar respuestas que las unan: comparten el mismo plazo no por casualidad sino por causalidad

La idea misma de un absoluto fuera de la cultura es obsoleta, pero persiste, y sin embargo lo contrario es aún más difícil de aceptar. Puesto que no hay naturaleza, tampoco hay cultura. Hay química, abstracción y cambio de fase, patrón y luego colapso, entre otras cosas. La biología regresa, pero también lo hace la geología. Un resignado compromiso con lo artificial sugiere un giro ontológico de un tipo diferente, no uno basado en las diversas construcciones sociales de un pluriverso relativista, sino en el reconocimiento de nuestra propia cognición e industria como manifestaciones de un mundo material que actúa sobre sí mismo en patrones inteligentes regulares. En este sentido, la artificialidad que nos concierne no es la de lo falso contra lo auténtico, sino lo artificial como el rastro de intencionalidad y diseño dentro de los patrones de surgimiento y viceversa. Es una forma de reconocer la agencia midiendo la regularidad de sus rastros consecuentes.

Lo artificial es «regularidad anómala». Es el orden que excede lo que normalmente podría esperarse o ser posible. Si los astrónomos escuchan atentamente el ruido proveniente del espacio profundo y encuentran pasajes de información que están «demasiado estructurados» estadísticamente hablando para haber ocurrido por casualidad, entonces esta señal es artificial. Cuando los arqueólogos examinan dos piedras y llegan a la conclusión de que una de ellas es solo una roca, pero que la otra, basándose en la anómala regularidad de los patrones de sus bordes astillados, es un hacha de piedra de tres millones de años de antigüedad fabricada por un homínido antecesor, están rastreando lo artificial. De todos los efectos y patrones artificiales que realmente importan, los límites absolutos imposibles de trazar entre lo que es y no es el cambio climático antropogénico son el encuentro más consecuente con lo artificial. Diagnosticar que el cambio climático es antropogénicamente artificial no significa volver a trazar las fronteras entre la cultura humana y la naturaleza, sino reconocer que la inteligencia técnica es lo que hace que las pautas anómalamente regulares sean regulares. El desafío epistémico del cambio climático para todos es que el mundo entero se ha convertido en un ejercicio de interpretación de la artificialidad. Esto implica que nuestra respuesta también debe ser decididamente antropogénica. El plan es y debe ser artificial.

¿Por qué no podemos tener cosas bonitas?

La crisis climática llega no solo por la subordinación de la así denominada naturaleza por parte de la así denominada cultura, sino también por la protección de ciertas concepciones de lo natural como un telón de fondo inocente, original y exterior de las tragicomedias humanas. La comprensión de la naturaleza como fuente vital, por definición nunca artificial en sí misma, sino más tarde alterada por la cultura, es una noción reaccionaria que no se opone a la modernidad, pero que sigue siendo un tema persistente en la forma en que la cultura industrial trata de dar cuenta de lo que significa su industria. El pastoralismo es más que una coartada reconfortante; también puede ser un ataque pasivo a la propia realidad. La naturaleza así concebida suscribe la violencia general del Antropoceno en el sentido de que entiende las dinámicas culturales de la época menos como una explosión geoquímica sin piloto creada por nosotros, y más como un legado de narraciones y semióticas morales e inmorales sin masa. En esta línea, las falacias naturalistas lo coreografían todo, desde la agricultura hasta la arquitectura, ofreciendo una estética paliativa de rehabilitación y reconexión con aquel horizonte intuitivo cuya pérdida provocó la ansiedad anticopernicana de Husserl. Mientras estos melodramas se desarrollan, la apremiante tarea de diseñar una planetariedad artificial viable espera impaciente.

La crisis climática llega por la protección de lo natural como un telón de fondo inocente, original y exterior de las tragicomedias humanas

La negación del cambio climático (en todas sus variantes) es sintomática de un humanismo folk que no permitirá que una Tierra-planeta dinámica sustituya el sentido intuitivo de un terreno fijo en el que la experiencia interior encuentra su forma, y en el que las ocupaciones culturales arbitrarias son noblemente inalterables e incluso quizás dispuestas por espíritus soberanos. La ilusoria estabilidad de un suelo otorgado para nuestra significación se eleva a la categoría de axioma, aún mientras la corteza de la Tierra continúa plegándose, quebrándose y cambiando de tempo demasiado despacio y demasiado rápido como para que lo notemos. Paradójicamente, a pesar de su obstinado antropocentrismo, algunas expresiones de este humanismo niegan que la significación humana afecte al cambio a escala mundial más allá de los límites de lo que se denomina cultura, incluso cuando se mantiene a los humanos en una posición central dentro de una narrativa divina. Cuando el diseño traspasa esa frontera hacia la naturaleza, a veces se le acusa de jugar a ser Dios, y así la distinción se refuerza al denunciar la transgresión.

La negación del cambio climático se basa, en parte, en un persistente rechazo a incluir a la humanidad dentro del profundo flujo de planetariedad artificial para proteger una visión del mundo que da a nuestra cultura un significado particular. La convicción de que los mundos no pueden ser alterados es lo que permite la idea de que no estamos alterando el planeta (porque no podemos); o, en otra variante, que, si se está alterando, entonces cualquier transfiguración de esa patria propiamente atemporal es una perversión (el problema en cualquier caso es que el cambio sea artificial).


Este es un fragmento de ‘La terraformación‘ (Caja Negra), por Benjamin Bratton.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME