Sociedad

La doble jornada

La socióloga Arlie Hoschschild entrevistó entre los 70 y los 80 a medio centenar de familias para explorar la brecha de ocio entre hombres y mujeres. La investigación, recogida en ‘La doble jornada’ (Capitan Swing), demuestra que, sumando el tiempo en el trabajo remunerado, el cuidado de los niños y las tareas del hogar, las madres trabajadoras dedican un mes de trabajo al año más que sus cónyuges.

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20
octubre
2021

Era profesora ayudante en el Departamento de Sociología de la Universidad de California en Berkeley y madre de un niño de tres meses. Quería amamantar al niño y seguir dando clase. Había varias soluciones posibles, pero la mía fue una preindustrial: reincorporar la familia al lugar de trabajo; es decir, llevarme al bebé, David, conmigo a mi despacho en la cuarta planta de Barrows Hall. David, entre los dos y los ocho meses, fue un invitado casi perfecto. Le fabriqué con mantas una cajita en la que dormía (que era lo que hacía la mayor parte del tiempo) y me llevé una sillita desde la que él observaba llaveros, cuadernos de colores, pendientes y vasos. A veces, los estudiantes lo sacaban a dar una vuelta al pasillo. Se convirtió en tema de conversación con los alumnos más tímidos y algunos iban a verle a él más que a mí.

Cada cuatro horas, ponía un nombre ficticio en la lista de citas y me quedaba con él a solas para darle de mamar. La presencia del bebé era una especie de test de Rorschach para las personas que entraban en mi despacho. A los hombres mayores, las mujeres jóvenes y algunos hombres jóvenes parecía gustarles que estuviera allí. En el despacho de al lado estaba un distinguido profesor emérito de 64 años; nuestra broma era que, cada vez que oía llorar a mi hijo, se asomaba y meneaba la cabeza: «Has vuelto a pegar al bebé, ¿eh?». Los representantes de libros de texto, con sus maletines y sus trajes de rayas, solían quedarse pasmados ante los nada profesionales gorgoteos (y en ocasiones los nada profesionales olores) que emanaban de la caja.

«La universidad está aún pensada para esos hombres y sus hogares, para esas mujeres»

A muchas estudiantes de posgrado les molestaba, en parte porque los niños no estaban de moda a principios de los setenta y en parte porque temían que estuviera desprofesionalizándome a mí misma, a las mujeres en general y, de forma simbólica, a ellas mismas. Yo también lo temía. Antes de tener a David, recibía a estudiantes todo el rato, me encargaba de todos los comités, trabajaba por las noches escribiendo artículos y, gracias a eso, había acumulado cierto grado de tolerancia por parte del departamento. Ahora confiaba en que esa tolerancia incluyera la cajita, los gorgoteos y las interrupciones que atentaban contra la dignidad y la concentración de mi oficina. Mis colegas no parecían hablar nunca de niños.

Hablaban de investigaciones y de la clasificación del departamento: «¿Todavía “número 1” o has caído al “número 2”?». Pronto me correspondería postularme para una plaza fija, que no era tan fácil obtener. Al mismo tiempo, quería ser una madre tan tranquila para mi hijo como mi madre lo había sido para mí. Había unido literalmente familia y trabajo, pero con ello, en realidad, no había hecho más que poner aún más de relieve las contradicciones entre las exigencias de la maternidad y las de mi carrera profesional.

Un día, un alumno de posgrado vino a su cita antes de tiempo. El niño había dormido más de lo normal y no había protestado por hambre a la hora prevista. Invité al estudiante a entrar. Como nunca nos habíamos visto, se me presentó con enorme respeto. Parecía conocer mi trabajo y mis aficiones intelectuales y, quizá al ver su deferencia, me comporté con más formalidad que de costumbre. Poco a poco, empezó a exponer sus intereses en sociología y a abordar el tema de mi presencia en su tribunal de doctorado. Me explicó que era un estudiante listo, digno de confianza y obediente, pero que los campos académicos no estaban organizados de acuerdo con lo que él quería estudiar, y me preguntó si podía estudiar las obras completas de Karl Marx bajo la rúbrica de sociología del trabajo.

En el transcurso de su larga explicación, el bebé empezó a llorar. Le puse un chupete y seguí escuchando al estudiante todavía con más atención. Él siguió hablando. El bebé escupió el chupete y empezó a berrear. Sin querer darle importancia, me puse a amamantarlo. Entonces soltó el aullido más fuerte y rebelde que había oído jamás a aquella personita.

El alumno cruzó y descruzó las piernas, me mostró una sonrisa educada y carraspeó ligeramente mientras esperaba a que pasara la pequeña crisis. Le pedí disculpas y me levanté a pasear al niño para tranquilizarlo.

—Es la primera vez que traigo al niño todo el día –recuerdo que dije–, es un experimento.

—Yo tengo dos hijos –contestó–. Pero viven en Suecia. Estamos divorciados y los echo muchísimo de menos.

Intercambiamos una mirada de mutuo apoyo, hablamos algo más de nuestras familias y pronto el bebé se calmó. Un mes después, cuando el estudiante llegó para una segunda cita, entró en el despacho y se sentó muy serio.

—Como decíamos la última vez, profesora Hochschild…

No dijo nada más sobre lo que, para mí, había sido un episodio totalmente traumático. Para mi asombro, seguía siendo la profesora Hochschild. Y él seguía siendo John. El poder continuaba siendo algo, a pesar de todo.

En retrospectiva, me sentí un poco como el personaje de La historia del doctor Doolittle, el pushmi-pullyu, un caballo con dos cabezas que ven y dicen cosas diferentes. Mi cabeza de pushmi se sentía aliviada de que la maternidad no me hubiera disminuido como profesional. La de pullyu, sin embargo, se preguntaba por qué no era «normal» ver niños de vez en cuando en las oficinas. ¿Dónde estaban los hijos de mis colegas masculinos?

Una parte de mí envidiaba la absoluta libertad de no tener que elegir de mis colegas, que no necesitaban llevar a sus hijos a Barrows Hall y sabían que estaban en buenas manos y rodeados de amor. A veces sentía esa envidia intensamente, cuando me encontraba con alguno de ellos corriendo (un deporte muy popular entre los universitarios, porque requiere poco tiempo) y luego veía a su esposa llevando al niño al gimnasio infantil del YMCA. La sentía también cuando veía a las esposas llegar al edificio por la tarde en sus coches familiares, con el codo en la ventanilla y dos niños en el asiento trasero, para esperar a un marido que bajaba a buen paso las escaleras con la cartera en la mano. Daba la impresión de que era uno de los mejores momentos de su día.

Me recordaba el regocijo de esos viernes veraniegos en los que mi hermano mayor y yo nos metíamos en el asiento trasero de nuestro viejo Hudson y mi madre, con una cesta de pícnic, nos llevaba desde Bethesda (Maryland) hasta Washington D. C., donde a las cinco de la tarde recogíamos a mi padre, que bajaba deprisa las escaleras del edificio del Gobierno en el que trabajaba, cartera en mano. Hacíamos nuestro pícnic en la explanada de la Tidal Basin, el estanque que rodea el monumento a Jefferson, mientras mis padres se contaban cómo había sido el día y después, en ese estado de ánimo de fin de semana, volvíamos a casa.

Cuando veo escenas así, siento un desgarro en mi interior. Porque no soy el hombre que lleva la cartera ni la madre con la cesta de pícnic, y al mismo tiempo soy ambas cosas. La universidad está aún pensada para esos hombres y sus hogares, para esas mujeres. La mujer del coche familiar y yo estamos tratando de «resolver» el problema de conciliar trabajo y familia. Y en la situación actual, la mujer paga un precio haga lo que haga. El ama de casa lo paga porque se queda al margen de la vida social. La mujer trabajadora, porque entra en el mecanismo de la carrera profesional, que deja poco tiempo y poca energía emocional para formar una familia, porque en origen se concibió para encajar con un hombre tradicional cuya esposa criaba a sus hijos.

«Las largas horas que dedican al trabajo son muchas veces horas de no contar cuentos, no tirar pelotas, no abrazar a los niños»

En esta organización de trabajo y familia, la familia era el organismo de bienestar de la universidad y las mujeres eran sus trabajadoras sociales. Ahora, las mujeres trabajan en esas instituciones sin que nadie les sirva a ellas de trabajador social. Como repiten una y otra vez las trabajadoras que aparecen en este estudio: «Lo que necesito en realidad es una esposa». Pero quizá lo que necesitan no es «una esposa», sino una carrera profesional transformada que se adapte a unos trabajadores que al mismo tiempo cuidan de sus familias. Ese rediseño sería una auténtica revolución, primero en casa y luego en los centros de trabajo: universidades, empresas, bancos y fábricas.

Las mujeres se han incorporado cada vez más a la fuerza laboral, pero pocas consiguen llegar a los puestos más altos. Y no porque se retraigan ellas solas en una especie de «autodiscriminación». Ni porque nos falten «modelos». Tampoco porque las empresas y otras instituciones las discriminen. No, es el sistema profesional el que inhibe a las mujeres y no mediante una desobediencia malévola a las normas apropiadas, sino con unas normas diseñadas a la medida de la mitad masculina de la población para empezar. Un motivo por el que la mitad de los abogados, médicos y empresarios no son mujeres es que los hombres no asumen por igual la crianza de los hijos ni el cuidado del hogar. Los hombres piensan y sienten dentro de unas estructuras profesionales que cuentan con que ellos no realizan esas tareas. Las largas horas que dedican al trabajo y a recuperarse del trabajo son muchas veces horas de no contar cuentos, no tirar pelotas, no abrazar a los niños.

Las mujeres que hacen una primera jornada en el trabajo y toda una segunda jornada en casa no pueden competir en las mismas condiciones que los hombres. Los años que van desde finales de la veintena hasta la mitad de la treintena, los centrales para tener hijos, son también los de mayor exigencia profesional. Al ver que las reglas del juego están pensadas para gente sin familia, algunas mujeres se desaniman. Por consiguiente, examinar el sistema de trabajo es examinar la mitad del problema. La otra mitad es lo que sucede en casa. Si no hay ninguna madre con la cesta de pícnic, ¿quién ocupa su lugar?


Este es un fragmento de ‘La doble jornada: familias trabajadoras y revolución en el hogar’ (Capitan Swing), de Arlie Hochschild y Anne Mahung. 

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