Medio Ambiente
El frío ha muerto, ¡viva el frío!
El impacto del calentamiento global es más peligroso para nuestra vida cotidiana de lo que podemos llegar a pensar. En algunos países, ni los edificios ni la tecnología podrían hacerle frente en la actualidad. ¿Nos veremos obligados a adoptar la cultura del calor?
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«Por favor, evite el uso de electrodomésticos que consuman mucha energía […] y limite el uso innecesario del aire acondicionado». Este mensaje, enviado por las autoridades municipales a los teléfonos móviles de los habitantes de Nueva York durante el pasado mes de julio, sumió a los neoyorquinos en un frustrante desconcierto. ¿No era suficiente castigo tener que soportar una de las olas de calor más asfixiantes y –el miércoles 30 de junio pasó a la historia como el día del mes más caluroso del que hay constancia en los anales de la metrópoli, con temperaturas que alcanzaron los 40º C– prolongadas que se recuerdan? ¿De verdad su alcalde les pedía, además, que no le pusieran uno de los pocos remedios que estaban a su alcance para mitigar el impacto estival?
El sacrificio que Bill de Blasio les pedía a sus conciudadanos, sin embargo, no era un capricho, sino que era un requerimiento que obedecía a una causa de fuerza mayor: la amenaza, real e inminente, de que la red eléctrica urbana colapsara como consecuencia de la sobrecarga de uso energético para combatir las altas temperaturas. Nueva York ya sabe lo que es sufrir cortes de suministro energético a gran escala coincidentes con periodos de termómetros disparados. El más violento de ellos tuvo lugar en la madrugada del 13 al 14 de julio de 1977, cuando una tormenta dejó a toda la enorme metrópoli a oscuras, hecho que desató una revuelta urbana de pillaje y vandalismo sin precedentes, con más de 3.000 detenidos, cerca de 500 agentes de policía heridos, incendios en multitud de barrios e incalculables daños económicos.
El apagón del verano de 2003, conocido como New York Blackout, tuvo incluso proporciones aún mayores, afectando a parte del noroeste del país e incluso a Canadá. Una ola de calor extremo que, en este caso, al hacer que los aparatos de aire acondicionado funcionaran masivamente y a pleno rendimiento, dejó a aproximadamente a 50 millones de personas sin suministro eléctrico durante la noche del 14 de agosto. En la ciudad de Nueva York miles de personas quedaron atrapadas en ascensores y vagones de metro, completamente a oscuras y bajo un calor asfixiante, mientras se evacuaban decenas de edificios y los hospitales se veían desbordados de pacientes afectados por el calor.
Un fenómeno en aumento
La incidencia del calor en el sistema energético era excepcional, pero el calentamiento global lo está convirtiendo en un evento cotidiano
Se considera como «fallo estructural crítico» de la red eléctrica aquel que tiene una duración de al menos una hora e impacta en un mínimo de 50.000 usuarios. Hasta hace unos años, la incidencia del calor en el sistema energético norteamericano se consideraba excepcional, un desgraciado suceso que se producía tan solo de forma inusual, cuando se daban simultáneamente una serie de circunstancias adversas e improbables. El calentamiento global, sin embargo, está convirtiendo este cisne negro en un evento cotidiano. Un reciente estudio publicado en la revista Environmental Science & Technology, de hecho, concluía que este tipo de fallos eléctricos se ha incrementado en un 60% en Estados Unidos en los últimos cinco años.
Según estos mismos investigadores, las consecuencias de esa tormenta perfecta que representan las –cada vez más frecuentes– olas de calor y los posteriores fallos en el suministro eléctrico, exponen a entre un 68% y un 100% de la población urbana a un riesgo de sufrir problemas de salud relacionadas con el calor, como agotamiento extremo, insolación o golpes de calor. En la actualidad, cada año mueren en Estados Unidos unas 12.000 personas a consecuencia de las altas temperaturas. Una estadística que, si no se frena el cambio climático, podría verse dramáticamente incrementada en los próximos años.
Sin cultura del calor
La incapacidad para hacer frente a un consumo energético desmesurado por culpa del clima no es exclusiva del país de las barras y estrellas: muchas regiones del hemisferio norte del planeta padecen problemas parecidos. Poco habituadas a la cultura del calor, ni su población ni sus infraestructuras están diseñadas para convivir con el calor. Incluso los edificios, en muchos lugares de Canadá o del norte de Europa, están concebidos para protegerse del frío, pero no del calor; algunos diseños arquitectónicos, así, incluso ayudan a retener el calor dentro de las viviendas.
A medida que el calentamiento global hace mella en el planeta, los veranos suaves se transforman en inéditas olas de calor extremo
El cambio climático está cogiendo con el pie cambiado a estas regiones «frías», en las que el periodo estival solía vivirse como un pequeño paréntesis en una rutina de temperaturas gélidas que tenía lugar la mayor parte del año. No obstante, a medida que el calentamiento global hace mella en el planeta, los veranos suaves de esas zonas septentrionales, protagonizados por temperaturas que, en el peor de los casos, podían equipararse a una primavera en el sur, se están transformando en olas de calor extremo inéditas en esas partes del mundo.
Según el último informe El estado del clima 2020, elaborado por la Sociedad Meteorológica de Estados Unidos, los cinco años más calurosos de la historia de Europa desde que se registra este dato se han producido en los últimos siete, con 2020 como nuevo plusmarquista. Y si el incremento medio de temperaturas ha sido de casi 2 grados para el viejo continente en su conjunto, esta ha sido de un intolerable 2,4 grados en países próximos al Polo Norte como Estonia, Letonia o Finlandia.
La única solución posible a estos graves desajustes es revertir esa tendencia al alza de las temperaturas. Mientras se consigue, ciudades ultradesarrolladas –y símbolo del progreso tecnológico humano– como Nueva York se afanan en dar soluciones mediocres a sus ciudadanos para protegerse del calor: beber mucha agua, cerrar las ventanas, ingerir alimentos frescos o mojarse la frente. Es decir, más o menos como en la Edad Media, solo que entonces, claro, no hacía tanto calor.
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