Sociedad

La sanidad en llamas: un internista y un epidemiólogo ante la pandemia

Durante los peores meses de la pandemia, España ostentó el título de ser el país más afectado del mundo y donde peor se había gestionado la covid. En ‘La Sanidad en llamas’ (Planeta), los hermanos Martínez-González relatan en primera persona los peores días de crisis sanitaria vividos en el colapsado Servicio de Urgencias de un hospital malagueño.

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25
junio
2021
Lorena y Yasmina, dos trabajadores de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Germans Trias i Pujol animan a uno de los pacientes que tienen ingresados por coronavirus.

Luis está de nuevo de guardia ese primer fin de semana del 7 y 8 de marzo. Esta vez serán 24 horas, desde las nueve de la mañana, porque es día festivo. En el cambio de guardia lo primero que le llama la atención es la presencia de María Inés, una internista con gran experiencia en enfermedades infecciosas que se ha presentado voluntaria a echar una mano. Voluntaria, porque ya sabe que esa jornada no se la van a pagar.

La epidemia va evolucionando a peor. Los números que se manejan de pacientes con coronavirus son simplemente una aproximación. No es posible dar una cifra segura. Hay pacientes con infección confirmada o con sospecha de coronavirus en distintas zonas del hospital: algunos en Observación, otros permanecen en Urgencias, otros han pasado a la UCI y otros que han ingresado donde bien se ha podido, dentro de las plantas de especialidades médicas, Medicina Interna, Digestivo y Oncología. Los médicos adjuntos y los residentes de último año se reparten las tareas que realizar durante la guardia. A Luis le corresponde un ala del hospital donde hay ingresados diez pacientes. De ellos, hay seis que tienen una PCR positiva y los otros cuatro están pendientes del resultado del test.

Por fin se ha colocado en el laboratorio de Microbiología el aparataje suficiente como para realizar la PCR de coronavirus en el mismo hospital y no tener que mandar las muestras a Granada y quedar a la espera de la respuesta. Esta magnífica noticia la recibe todo el mundo con gran regocijo y las expectativas son que los resultados se facilitarán en pocas horas, solo lo que se tarde en realizarse la técnica.

Luis acude al área que le ha correspondido para informar al personal de enfermería y aprovecha para desayunar con ellos en su misma sala de estar, ya que se ha cerrado la cafetería del hospital y una guardia de 24 horas en ayunas es muy difícil de aguantar. El siguiente problema que afrontar es que la enfermería se queja de que carecen absolutamente de EPI y que apenas quedan cuatro mascarillas de alta protección tipo FFP2 o FFP3. Seguramente habrá alguna más, pero la supervisora las ha dejado bajo llave. Es cierto que durante estos últimos días se ha colocado en la puerta de las habitaciones de aislamiento una mesita con gel desinfectante, guantes y mascarillas, pero este material apenas dura una hora antes de agotarse. Acompañantes de otros pacientes y personal del mismo centro cogen guantes y mascarillas y se los llevan sin dar más cuenta.

«Las decisiones se están tomando de forma autónoma por cada médico, con modos de resolver los casos que en ocasiones pueden parecer anárquicos»

Se decide prohibir las visitas y el paso de acompañantes a las áreas en las que hay pacientes enfermos por coronavirus y centralizar el material en el Control de Enfermería, debajo del mostrador, bajo supervisión. Luis pregunta cuál es el cálculo de EPI necesarios para cubrir el turno: serán unos 50. Llama al supervisor de guardia para solicitar el material, pero el supervisor le contesta –como de costumbre– que no dispone de material y que intentará conseguirlo del almacén. Después se dirige a otra área donde también hay ocho o diez pacientes ingresados con coronavirus y pregunta cuántos EPI tiene disponibles el personal de enfermería. Solo tienen ocho. Los insta a optimizar el uso de los trajes de protección hasta que llegue una nueva remesa y a dividir los ocho disponibles entre ambas áreas de asistencia.

En un momento aprovecha para llamar por teléfono a la doctora Rubí, que finalmente está pasando la enfermedad en su casa. Luis se alegra de saber que ella ha mejorado un poco, está comiendo algo más, ya no tiene vómitos y está siguiendo el tratamiento adecuadamente. José Manuel, uno de los pacientes que atiende Luis, tiene algo más de 40 años y una obesidad importante. A pesar de la alta sospecha de covid-19, el primer test ha salido negativo, el segundo test se informa como dudoso y se ha pedido un tercer test para desempatar.

Se le está aplicando el tratamiento al uso para el coronavirus, sin embargo, el paciente no mejora, tiene una neumonía bilateral y presenta gran dificultad respiratoria. Luis decide ponerle una dosis de choque de cortisona, aunque por la literatura que ha consultado –casi toda proveniente de China–, los corticoides se contraindicaban entonces en el tratamiento de la infección por este virus. José Manuel se encuentra deprimido por problemas familiares y algunos de los síntomas no se puede distinguir si son por el mismo cuadro depresivo o se deben a la mala evolución de la enfermedad.

Las llamadas, los avisos y las consultas al busca de Medicina Interna se suceden sin parar. Esta presión resulta agobiante. Pero, como en la reunión de la mañana («pase de guardia») los médicos han llegado a un buen acuerdo para sectorizar pacientes, asignar funciones y optimizar esfuerzos, se trabaja con asombrosa eficacia frente a la trepidante situación. Con todo, es llamativo que a estas alturas ni por parte de la dirección ni de los cargos intermedios se haya recibido indicación clara alguna de actuación. Las decisiones se están tomando de forma autónoma por cada médico, con modos de resolver los casos que en ocasiones pueden parecer anárquicos.

Antonio, con 89 años, padece enfermedad de Alzheimer avanzada. Aunque vive en su casa, necesita la asistencia de una cuidadora para prácticamente todas las actividades de su vida, por supuesto para comer y para lavarse. Apenas dice alguna palabra y difícilmente reconoce a nadie de su familia. Antonio ha sido traído al hospital y presenta una neumonía bilateral severa con un test de coronavirus positivo.

Está claro que no se le va a negar el tratamiento que están recibiendo los otros pacientes, pero se habla con la familia y se acuerda no tomar medidas extraordinarias, como la respiración asistida o el ingreso en UCI. Someter a estas medidas a un paciente con tanto deterioro físico y con una masa muscular escasa solo le va a prolongar el sufrimiento. Inicialmente parece haber respondido, sobre todo al tratamiento de rehidratación y de control de su insuficiencia cardíaca previa, pero, aunque ha mejorado, aún mantiene esporádicamente dificultad respiratoria. De repente, avisan a Luis porque José Manuel tiene gran trabajo respiratorio. Luis explora al paciente y le determina la saturación de oxígeno en sangre. Aun con la aplicación con reservorio, intentando aportarle oxígeno al 100 %, con el flujo máximo de 15 litros/minuto que permite el aparataje, apenas puede llegar al 85 % de saturación de oxígeno en la sangre. Además de la oxigenoterapia, se le realiza perfusión intravenosa de medicación broncodilatadora, pero no parece mejorar. Luis avisa a la UCI para que realicen una intubación orotraqueal y le apliquen respiración asistida. José Manuel permanecerá más de un mes ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos.

«Para colmo de inconvenientes, la funeraria no quiere retirar el cadáver. Solicitan un ‘certificado de peligrosidad biológica’ y un ataúd ‘cuasihermético»

Luis sigue pensando que debería haber aplicado tratamiento con cortisona antes y a dosis más altas, pues le impresiona que es lo único a lo que este paciente ha respondido un poco… También reflexiona sobre el curso de esta enfermedad. Primero, un cuadro parecido a una gripe, con malestar y disnea (dificultad para respirar y ahogo). Posteriormente, un período de relativa mejoría cuando se aplica sueroterapia, oxigenoterapia y tratamiento sintomático. Y una última fase de empeoramiento brusco con hipoxemia severa (llega poco oxígeno a la sangre) que conduce a la muerte o a la necesidad de respiración asistida.

El supervisor de guardia viene de nuevo a la planta porque ha conseguido diez trajes de protección de los 50 que se solicitaron y dos cajas de diez mascarillas de alta protección. Fuencisla es una paciente de 86 años que acaba de ingresar porque se le ha detectado una neumonía unilateral. Su marido falleció hace 24 horas con PCR positiva a coronavirus. A Fuencisla se le ha solicitado la PCR a su ingreso, hace más de seis horas, pero el resultado aún no ha llegado.

Luis contacta con el laboratorio de Microbiología para saber por qué aún no está el resultado de la prueba. Según les habían prometido, se harían tandas de entre 50 y 100 test tres veces al día. Pero se han extraviado las muestras para realizar la PCR. Luis queda perplejo, no sabe qué decir… Además, le avisan de que Fuencisla se ha caído de la cama (finalmente resultaría que se fracturó la pelvis en ese accidente).

Son las doce de la noche y Luis apenas ha comido, tampoco ha cenado ni ha parado un momento entre ingresos, consultas y resolución de problemas de toda índole. Le llama la enfermera porque Antonio ha sufrido una parada cardiorrespiratoria. Acude a su habitación a verlo y se realizan las maniobras básicas, pero el paciente no responde y no es candidato a realizar medidas desmesuradas.

Para colmo de inconvenientes, la funeraria no quiere retirar el cadáver. Solicitan un «certificado de peligrosidad biológica» y la colocación de un sudario y un ataúd «cuasihermético». Desbordado, se improvisa un «certificado de peligrosidad biológica» con una apariencia formidable y los auxiliares de enferme- ría colocan el sudario hermético por primera vez en su vida… Si en ese momento les hubiesen pedido un mirlo blanco, no habrían dudado en tunear una gaviota…

Como en la batalla de Stalingrado, el enemigo ha traspasado las puertas de la ciudad, y los sanitarios ya no saben quién manda ni desde dónde les vienen los tiros. En Málaga y en otras ciudades se difundieron unos carteles, ampliamente utilizados por todas las centrales sindicales, con fotos de las UCI. En ellos se leían unas frases altamente irónicas, casi crueles, como, por ejemplo: «¿Quieres pasar un agosto de ensueño en este maravilloso resort, rodeado de gente como tú y con pulserita de todo incluido? Si quieres participar, solo tienes que seguir haciendo como si nada en esa terracita abarrotada, ponerte la mascarilla con la nariz por fuera, no lavarte las manos, seguir haciendo fiestuquis…».

Tan inocentes como en Chernóbil

Julio Montero, catedrático de Historia, comparaba la epidemia de covid-19 con Chernóbil. Un punto de similitud era que en ambos casos las víctimas son inocentes en todos los sentidos. Sus desgracias no son consecuencia de algo que hayan hecho o dejado de hacer: uno de cada cinco bielorrusos vive en territorio contaminado con radionúclidos, en tal proporción que en las regiones más afectadas la mortalidad ha superado a la natalidad en un 20 %. Y eso son personas muertas, nacidas con discapacidades, con cáncer, con disfunciones neuropsicológicas, con mutaciones genéticas… El asunto es ¿qué nos espera a nosotros en la nueva normalidad? Y, sobre todo: ¿qué culpa tenían los bielorrusos que vivían allí? Y, en paralelo: ¿qué culpa tenían nuestros muertos de aquí de morir como muchos han muerto?

Pero, al valorar los determinantes de cualquier pandemia, es imprescindible considerar los estilos de vida. Todo precedente en la ciencia de la salud pública constata la sensatez de considerar los estilos de vida como pieza clave. De un modo u otro, se acaban identificando aspectos de nuestros estilos de vida que estaban implicados en cada pandemia o desastre sanitario. No se trata, de ningún modo, de culpabilizar a las víctimas, pero sí se puede aprender mucho de lo que sucedió y hay que afirmar con valentía y sin complejos que los estilos de vida se pueden cambiar. Esta es una poderosa razón para el optimismo. Lo bueno de identificar los estilos de vida que aumentan el riesgo no es solo que despejan parte de la incertidumbre, sino que son modificables, lo cual es una magnífica noticia. Se pueden cambiar y hay que decirle con claridad a la gente en qué tienen que cambiar.


Este es un fragmento de ‘La sanidad en llamas: un internista y un epidemiólogo ante la pandemia’ (Planeta), por Miguel Ángel Martínez-González y Julio Martínez-González. 

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