Siglo XXI
Inteligencia artificial: mitos y maledicencias
Contra la idea popular de la inteligencia artificial como un ente superior con intereses ocultos que relegará a los humanos a un segundo plano, esta tecnología –siempre desarrollada desde un enfoque humanista– podría ayudar a crear nuevos puestos de trabajo y mejorar la calidad de vida.
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Conceptos erróneos, mitos con origen en el cine y la literatura y múltiples teorías de la conspiración envuelven a la inteligencia artificial (IA) para proyectar –cual espejo cóncavo– una imagen deformada que a menudo bascula entre la distopía y la parcialidad. Esta es la cruz, pero existe otra cara de la moneda, hay algo más que esta visión distorsionada y un punto maledicente. ¿Nos atrevemos a saltar al otro lado del espejo y confrontar tales representaciones?
Primer mito: los algoritmos actúan por intereses ocultos y perversos. La inteligencia artificial es una tecnología invisible pero está en todas partes. Cuando nos aparecen propuestas de compra en el móvil o bien recomendaciones de rutas en el navegador de nuestro automóvil, solemos atribuir la inteligencia a tales dispositivos. Pero quien realiza realmente estas recomendaciones son los algoritmos.
De un tiempo a esta parte, los algoritmos se han situado en el punto de mira al atribuírseles intereses perversos mientras el debate sobre la IA profundiza en su polarización. En el filme The Social Network (David Fincher, 2010) se señala a las grandes tecnológicas como culpables de la creciente polarización de la sociedad. No es la primera vez que se tilda de perversa a la ciencia y la tecnología, pero ni la una ni la otra son malas per se.
«Los algoritmos no tienen vida propia ni se mueven por intereses ocultos o perversos: de hecho, son (pura) matemática»
Es cierto que hemos asistido a ejemplos de aplicación indebida de los algoritmos. Escándalos como el protagonizado por Facebook y la compañía Cambridge Analytica han contribuido, no sin razón, a crear una imagen distorsionada de la IA. Pero no es menos cierto que, en contraposición, disponemos de muchos más ejemplos de ayuda –por ejemplo– a la medicina, como el algoritmo de Google que es capaz de detectar mejor que los propios especialistas un cáncer de mama.
Lo fundamental aquí es subrayar que los algoritmos no tienen vida propia ni se mueven por intereses ocultos o perversos: de hecho, son (pura) matemática con capacidad de aprender –de la mano del incremento de potencial de la computación en la nube– tendencias y patrones del comportamiento humano. El uso más extendido y habitual de la IA son los algoritmos basados en el Machine Learning (ML). El ML o aprendizaje automático de los datos puede alcanzar un nivel de detalle muy superior a la capacidad humana. Y (otra vez) tiene más de matemáticas que de inteligencia. Las aplicaciones basadas en ML realizan una tarea concreta de una forma muy precisa.
Lo que se quiere decir con esto es que las aplicaciones más prácticas de la inteligencia artificial a veces no son las más espectaculares y vistosas sino que están embebidas en los procesos de las compañías para desarrollar tareas que no pueden o no quieren hacer las personas y, de este modo, liberarlas de tareas rutinarias.
Segundo mito: la IA destruye puestos de trabajo. Una de las estrategias que dio grandes resultados en la campaña del entonces candidato a la Casa Blanca Donald Trump en 2016 se basó en la propagación de la idea de que la tecnología en general y los robots en particular contribuirían a la destrucción de empleo industrial y manufacturero en el conocido como cinturón de óxido o Rust Belt de Estados Unidos. Pero un estudio de la consultora tecnológica Gartner pronosticaba casi al mismo tiempo que la IA impulsaría alrededor de 2,3 millones de empleos y eliminaría otros 1,8 millones hasta 2020 en Estados Unidos.
«El World Economic Forum cifra en más de 133 millones los empleos creados a la sombra de la difusión de la IA para 2025»
El pronóstico a nivel mundial según el World Economic Forum cifra en más de 133 millones los empleos creados a la sombra de la difusión de la IA para 2025, frente a una pérdida de 75 millones debido a la automatización. La clave diferencial es que los trabajos que tienden a desaparecer en este contexto son repetitivos y suponen riesgos para quien los desarrolla, mientras que los que se crearán serán de mayor valor añadido y cualificación. Además, en muchos casos no solo el saldo es neto sino que no se destruyen empleos y lo que se consigue es una mejora de la cualificación del trabajador que mantiene su puesto de trabajo como instructor o auditor del proceso automatizado.
Es lo que se conoce como inteligencia artificial colaborativa. La IA juega aquí un rol complementario al del trabajador: ambos factores combinados (el matemático y el humano) contribuyen a la mejora de la productividad de la compañía y la dotan de una ventaja competitiva que redunda en más ventas y un mejor posicionamiento en el mercado, lo que motiva a su vez más creación de empleo por parte de la empresa.
Tercer mito: la IA que nos controlará. El mundo del cine contiene un sinfín de referencias a una supuesta inteligencia artificial central omnipotente que controla a las máquinas mientras los humanos son relegados a un segundo plano cuando no exterminados. El momento en el que la IA supere a la inteligencia humana se ha venido a definir como la singularidad. En un debate en el que las posturas están muy polarizadas, las más favorables a este sorpasso provienen de Ray Kurzweil, estratega de Google y CEO de Calico (por California Life Company, una denominación muy indicativa de cuál es su propósito), quien defiende que en 2045 será posible la inmortalidad o «resolver la muerte» desde una perspectiva meramente técnica.
Por su parte, las teorías transhumanistas defendidas por el historiador israelí Yuval Noah Harari reducen la inteligencia y la conciencia humanas a un conjunto de algoritmos biológicos. Y ese es precisamente el punto clave: las teorías más pesimistas no vienen del lado de la comunidad experta que desarrolla la IA –quienes consideran exageradas esas previsiones– sino de filósofos y empresarios de otras ramas de la tecnología.
Eso sí, el papel regulatorio de la ética y el uso de la IA determinará la evolución y el signo a donde nos llevará el futuro. Si como humanidad –y desde una consciencia humanística plena– lo hacemos bien, el camino y la evolución de la IA será siempre compatible con la mejora de las condiciones de vida en un planeta que debemos cuidar. Hasta el mismísimo Bill Gates defiende que ahora debemos preocuparnos mucho más por el cambio climático que por la inteligencia artificial. ¿Nuestro envite? Desmitificar y confiar. Porque la IA ha venido para quedarse. Y porque bien dirigida será, sin duda, un instrumento clave para el progreso colectivo.
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