Opinión

¿Provocan daños colaterales los pactos verdes?

La conciencia ambiental debe ir paralela con la conciencia humanística para que nos preocupemos de que todos los pueblos del planeta se beneficien de este movimiento ecológico, en lugar de que el bienestar de unos implique la marginación y explotación de otros.

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24
mayo
2021

Desde las ciencias cognitivas, incluyendo la psicología, es fácil pronosticar que, en una encuesta de opinión pública, se obtendría una clara mayoría de adhesiones al aprecio por la calidad del aire que respiramos, o a una transformación energética basada en energías renovables. Este resultado es lo que los especialistas en análisis de percepción definen como sesgo de deseabilidad social, que se asienta en el cerebro límbico amigdalino y se suele enfrentar con mucha frecuencia a la factibilidad o dura realidad.

En este caso la preocupación y el objetivo es la lucha contra la degradación biológica, ambiental y climática que afecta al planeta Tierra y que hemos denominado ‘pandemia ambiental’. Una empresa que tiene, aparte de otras consideraciones, el antropocéntrico y eminentemente utilitarista objetivo de mantener el planeta Tierra, nuestro hogar, en condiciones que nos permitan una vida confortable y saludable.

Pero, por otra parte, proporciona enormes oportunidades económicas y geopolíticas, cuyo aprovechamiento, obvio es decirlo, está al alcance únicamente de los países y corporaciones que disponen de los recursos y las tecnologías necesarios para aprovecharlas. Es cierto que las nuevas fuentes de energía renovables se distribuyen de forma relativamente igualitaria en nuestro planeta. Pero esto no significa que sean fácilmente accesibles y gratuitas, y que no se puedan controlar.

«Las nuevas tecnologías ligadas al futuro energético verde tienen una fuerte dependencia de materias primas tradicionales»

Nada más lejos de la realidad, ya que requieren de una avanzada tecnología para su captación, almacenamiento y distribución. En efecto, el viento y el sol no se pueden controlar, pero se pueden utilizar y aprovechar, bien lo sabían y lo saben todavía hoy los navegantes a vela. Y los turistas de playa. Pero al igual que ocurre con los combustibles fósiles, sí se pueden controlar los recursos y las tecnologías necesarios para extraer y distribuir la energía que proporcionan. La captación, almacenamiento y distribución de las fuentes de energía renovables y limpias, requiere de tecnología e inversión, de modo que no están al libre alcance y disponibilidad de todos los habitantes del planeta. Dejando de lado las instalaciones de producción y consumo doméstico, el control a nivel industrial (el modelo se perpetúa) está en manos de unas pocas potencias económicas, tecnológicas e industriales. 

Los residuos generados por la industria también se distribuyen de forma desigual. Es una práctica común del comercio de residuos, que terminan en vertederos de países pobres, en condiciones de escaso o nulo control ecológico y sanitario. Más reciente es el denominado comercio o mercado de carbono, referido propiamente al comercio de derechos de emisión, centrado en las emisiones de CO2, que se estableció e institucionalizó con motivo del Protocolo de Kioto.

Por otra parte, las nuevas tecnologías ligadas al futuro energético verde tienen una fuerte dependencia de materias primas tradicionales, concretamente de recursos minerales, como los denominados ‘minerales verdes’. Entre ellos destaca el cobre, fundamental para la industria de placas solares y para el ensamblaje de automóviles eléctricos, y el litio, para las baterías. Así, los recursos naturales continúan siendo considerados como mercancías, mercancías ecológicas en este caso, mediante prácticas de consumo y de comodificación, mercantilización y financierización de la naturaleza, entre las que se encuentran las mencionadas.

Esta explotación de las energías limpias y renovables y el comercio de derechos de emisión de CO2 han inaugurado, respectivamente, una nueva modalidad de colonialismo energético y colonialismo del carbono, que se evidencian aún más por la reducida capacidad de participación en la toma de decisiones de los países en vías de desarrollo o los denominados países del ‘sur global’.

«Las iniciativas al amparo de estos pactos despiertan recelo y preocupación en torno a sus posibles efectos para los países menos desarrollados»

El colonialismo es el sistema por el que un país (potencia) establece una relación de dominación política, social y económica sobre otros países (colonias), generalmente periféricos y que normalmente no pertenecen a su zona de influencia geográfica. Los procesos de colonización supusieron para pueblos de todo el mundo la imposición, habitualmente de forma brutal, de una pretendida modernidad e ilustración, por parte de civilizaciones supuestamente más avanzadas (al menos lo eran tecnológicamente). Carlos Álvarez Pereira califica el colonialismo como una tragedia reconocida por esa civilización que denominamos Occidente, que «aún mantiene el sentimiento de superioridad moral por su auto-percepción de ser la civilización más ‘avanzada’», que convive y contrasta con el todavía vivo «sentimiento de pérdida y humillación en africanos, asiáticos e indígenas de todo el mundo».

El colonialismo se ha expresado a través de la utilización del territorio y la población por parte de las potencias colonizadoras. De la explotación, soportada mediante la imposición de la fuerza, de los recursos naturales, la fuerza de trabajo y los bienes culturales de las colonias. Y de la ocupación de espacios para el establecimiento de actividades económicas, industriales o mercantiles, que suelen corresponderse con industrias altamente extractivas o contaminantes que los países más desarrollados deslocalizan y trasladan a las colonias.

Por otro lado, el proceso de globalización ha traído consigo una notable deslocalización de la producción agrícola e industrial por parte de las economías más prósperas, en países en vías de desarrollo. Un proceso que en la práctica supone una externalización de las emisiones contaminantes, con la perspectiva de que la salud ambiental de los países más desarrollados se beneficie de esta deslocalización y transmisión a terceros países de sus responsabilidades ambientales, en lo que podría considerarse una nueva forma de colonialismo.

La tradicional explotación colonial de los recursos naturales de los países en vías de desarrollo está encontrando una nueva modalidad con motivo de la transición hacia la descarbonización y la apuesta por las energías renovables, a través de prácticas como el comercio de derechos de emisión de CO2, y la implantación de plantas de energías renovables en territorios nacionales, por parte de compañías extranjeras o multinacionales. Un ejemplo paradigmático es el de la mayor planta de energía solar por concentración, instalada en la región de Draa-Tafilalet en Marruecos por la compañía ACWA Power y el consorcio español TSK-Acciona-Sener.

Son muchos los países que se están adhiriendo a las declaraciones de intenciones para adoptar medidas de lucha contra la emergencia climática y ambiental, fijando objetivos de emisiones netas máximas de gases de efecto invernadero y avanzando hacia la adopción de tecnologías limpias y la utilización de fuentes energéticas renovables y poco contaminantes. Las adhesiones, declaraciones, propuestas y acciones se están englobando principalmente en el marco de los denominados pactos verdes multilaterales con perspectiva global. No obstante, las iniciativas al amparo de estos pactos despiertan recelo y preocupación en torno a sus posibles efectos para los países menos desarrollados, y consecuentemente para el conjunto del planeta. Un recelo ligado al dilema entre la posibilidad de empoderar a las naciones más pobres o, por el contrario, promover un colonialismo que profundiza en la explotación de sus recursos y compromete su soberanía.

«La respuesta al dilema entre ‘colonizar’ o ‘empoderar ambientalmente’ puede tener efectos sobre otra de las pandemias contemporáneas: la desigualdad»

La respuesta al dilema entre colonizar o empoderar ambientalmente puede tener efectos sobre otra de las pandemias contemporáneas: la desigualdad. En el mundo globalizado, las economías más desarrolladas afrontan la decisión y reto de mitigar los efectos derivados de la deslocalización de su huella medioambiental, y de contribuir a la sostenibilidad global incorporando e implicando al resto de países, especialmente a los menos desarrollados, actuando sobre la sostenibilidad de sus importaciones y aplicando los mismos estándares laborales y de fabricación a los bienes importados que a los producidos domésticamente. Y considerando su huella de carbono con una perspectiva global, estableciendo sus planes y objetivos teniendo en cuenta el efecto sobre el conjunto del planeta.

Asimismo, tienen ante sí el reto de contribuir a una justicia social y geopolítica ambiental global, facilitando al mundo en vías de desarrollo la transferencia de riqueza y de tecnología que le permita establecer y gestionar sus propias agendas y políticas de explotación de sus recursos naturales verdes, y de mitigación y adaptación frente a la pandemia ambiental.

Como ya hemos señalado, resulta preocupante pensar que estos pactos verdes se planteen como una mera nueva oportunidad geopolítica y de negocio, que privilegie una visión económica-especulativa sobre una economía y ecología sociales, que la especulación acabe haciéndose con el control y aprovechamiento de los objetivos ambientales, y que los resultados se valoren con indicadores económicos tan poco considerados con la conservación del medio ambiente como el PIB.

Estamos ante lo que podría calificarse como un salto innovador del colonialismo, hacia un colonialismo ambiental, plasmado en la explotación de los recursos naturales renovables; el vertido de residuos tóxicos de actividades productivas (residuos industriales) y del consumo (residuos tecnológicos, plásticos) en el aire, el agua y la tierra de los países colonizados; la externalización o deslocalización de la huella de carbono de los países más desarrollados y ricos, mediante la deslocalización de la producción industrial; y el comercio de derechos de emisión de gases de efecto invernadero.

«Algunos autores hablan ya de una batalla climática con previsibles consecuencias económicas y geopolíticas»

Algunos autores, como Manuel Valdés Pizzini, tienen una consideración más amplia del concepto de colonialismo ambiental, que incluye las transformaciones en la producción agrícola y en los patrones del uso de las tierras y las costas, el militarismo, la expansión urbana, la gentrificación y el desarrollo de la industria turística, que afectan directamente al medioambiente.

Ante la crisis climática o pandemia ambiental, y relacionadas con o bajo este concepto de colonialismo ambiental, se incluyen diversas facetas: colonialismo climático, energético, del carbono, verde, y eco-colonialismo. Estos nuevos modos de colonialismo, que pueden considerarse como neocolonialistas, más que la ocupación y manejo de otros países suponen una dominación que se logra a través de mecanismos de apalancamiento político y económico. 

Atiles-Osoria establece una distinción entre las prácticas extractivas coloniales y el colonialismo ambiental, basada en el carácter ideológico y estratégico de este último, al que atribuye una operativa «planificada, legitimada y con el consentimiento y la participación de las élites nacionales». De modo que, a diferencia del colonialismo histórico o tradicional, que explota impositiva y violentamente, sin retribución o compensación para el subordinado, el colonialismo ambiental legitima «la extracción, contaminación y destrucción del medioambiente…bajo la promesa de una retribución», estableciendo «un sistema de gestión de los recursos naturales y minerales a cambio del cual las elites económicas y su país recibirán algún beneficio (por ejemplo el desarrollo, la modernización, etc.)», incluyendo «una estructura sociopolítica y jurídica que da viabilidad a la explotación consentida de los recursos».

«Los pactos verdes deben incluir un compromiso social y humanístico, basado en la responsabilidad, la empatía y la justicia social»

Parece inevitable que la crisis climática se vincule indisolublemente con la persistente realidad del colonialismo, y que éste no desaparecerá con la descarbonización y el tránsito hacia las energías renovables, con los pactos, políticas y economías verdes.

Algunos autores se refieren ya a una batalla climática con previsibles consecuencias económicas y geopolíticas relacionadas con las estrategias y procesos de lucha contra la emergencia climática y de mantenimiento del control, tanto de la extracción de las materias primas necesarias para abastecer el creciente mercado de las baterías para abordar los procesos de electrificación, como de las cadenas de producción de energías renovables, a salvo de la colonización por parte de intereses extranjeros y de la especulación financiera internacional, que además de limitar la capacidad de los países y de sus pueblos para beneficiarse de sus propios recursos, puede tener efectos perversos, como el incremento de la inflación y la consiguiente subida desmesurada de los precios de los alimentos y artículos de primera necesidad.

Hacer frente a la pandemia ambiental desde los valores éticos

La explotación de las fuentes de energía limpias y renovables y de los minerales verdes, la gestión de los residuos y la reducción de las emisiones contaminantes, podrían quedar en manos de unas pocas potencias coloniales ambientales. Parece claro el riesgo de que el colonialismo ambiental se convierta en una nueva pesadilla que altere más de un sueño de prosperidad y de verdadera libertad, y desbarate los propios objetivos de afrontar la pandemia ambiental a través de un Pacto Verde verdaderamente global y solidario.

La conciencia ambiental debe ir paralela con la conciencia humanística, para que nos preocupemos de que todos los pueblos del planeta se beneficien de este movimiento ecológico, y no nos retrotraigamos a tristes experiencias del pasado en las que el bienestar de unos implica la marginación y explotación de otros. En este sentido, los pactos verdes, además del compromiso tecnológico y ambiental, deben incluir un compromiso social, humanístico y solidario, basado en los valores éticos de responsabilidad, empatía y justicia social. Prevenir la implantación de este colonialismo es otro de los componentes inexcusables de la justicia ambiental.

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