Cultura

«Que un tuitero me insulte por sionista no me quita el sueño»

David Aliaga, el único catalán en la prestigiosa lista ‘Granta’, pone a prueba los prejuicios con sus palabras: es un catalán favorable al referéndum que critica al nacionalismo y un converso judío que condena las políticas del Estado de Israel.

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16
abril
2021

‘Granta en español’, nacida en 2003, es la edición más veterana de las versiones internacionales de la prestigiosa ‘Granta’, la publicación literaria más influyente del mercado inglés. Una vez por década, publica una lista de los 25 mejores escritores menores de 35 en lengua inglesa, una costumbre que la convierte en referente y ha calcado su edición hispanoparlante. David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) ha sido seleccionado hace poco como uno de esos 25 autores en lengua castellana. Es, de hecho, uno de tan solo seis españoles. Las crónicas del acto del pasado 7 de abril lo destacaban por una peculiaridad: criado en la fe católica, ya adulto, decidió convertirse al judaísmo. Aunque intenta que la cuestión no sea el centro de sus entrevistas dos de sus libros, ‘Y no me llamaré más Jacob’ y ‘El año nuevo de los árboles‘ giran alrededor del concepto, tan actual y tan diluido en redes, de la construcción de la identidad. Precisamente es ahí, en las redes donde pone a prueba los prejuicios de lectores y ‘haters’: es un catalán favorable al referéndum que critica al nacionalismo, y un judío que condena las políticas del estado de Israel. 


Llama la atención que hayas aprovechado un reconocimiento como escritor para reivindicar el oficio del editor.

En la rueda de prensa en la que se dio a conocer la lista, un corresponsal británico preguntó sobre cómo habíamos vivido el proceso de edición de nuestros relatos para la revista, y me pareció de justicia aprovechar el altavoz para poner en valor el oficio de editor, precisamente porque el desempeño de Valerie Miles (su editora) permite reivindicar esa figura. Vivimos en una época en la que ha caído en el descrédito, bien porque autores que no han sabido encajar una negativa y deciden autopublicarse la denostan por una presunta falta de criterio, bien porque algunos sellos prescinden de ella y se convierten en empresas de producción editorial, en intermediadores entre el escritor, el impresor y las librerías. Sin embargo, sentarse a trabajar el texto con un editor que conozca el oficio es lo mejor que le puede pasar a un autor. Lo dije sobre Valerie: captó desde el primer momento cuál era mi genealogía literaria y desde ahí me ayudó a afinar el texto, cambios pequeños pero que mejoraron el cuento. Y, además, asumió riesgo, que también es algo que se les suele exigir. Yo no era una opción evidente, ni era fácil dar con mis libros en una librería, pero tanto ella como el jurado decidieron apostar por un nombre que no era obvio porque apreciaron algún valor en mi obra. Pero ya no se trata sólo de Valerie Miles y de Granta, claro, la reivindicación se puede hacer también desde la labor de uno de mis primeros editores, Jordi Gol, o de compañeros cuyo trabajo conozco, como Juan Casamayor, Pablo Mazo, Olga Martínez, Paco Robles…

«El proceso de conversión entraña también un proceso de extrañamiento»

Eres un joven español converso al judaísmo. Suena, por fuerza, exótico. Quizás te preguntamos demasiado sobre el tema pero, ¿cómo se lo resumirías al lector curioso?

Comprendo que resulte exótico, como dices, ya no solo por el hecho de la conversión sino porque, como dice un amigo, hasta hace muy poco, en España, un judío era una especie de criatura mitológica: un ser del que los españoles habían escuchado hablar, pero con el que nunca se habían cruzado. Estamos todavía en proceso de normalizar la cultura judía en un país del que fue traumáticamente expulsada. Pero ahí están las distintas comunidades, proyectos culturales como Mozaika o el Festival de Cine Judío de Cataluña… Respecto a la decisión que tomé, lo cierto es que la viví de forma muy orgánica. Comenzó con la literatura, muy temprano conecté de forma especial con la sensibilidad que tenían algunos autores judíos de la Viena de entreguerras (Zweig, Roth, Schnitzler, Salten…) o los norteamericanos, como Ozick y Philip Roth. A través de ellos y de algunos amigos, llegué a filósofos judíos que pensaban la relación con la trascendencia y con el otro de una forma por la que me sentía interpelado. Hablo de Emmanuel Lévinas y Martin Buber, de rabinos como Abraham Joshua Heschel, Mordechai Kaplan, Nathan Lopes Cardozo… Comprendí que de alguna forma yo me encontraba en esa tradición, y que explorarla me acercaba a la forma en que yo quería estar en el mundo. Y hasta ahí llega la parte que puedo racionalizar y argumentar, más o menos. Hubo también un componente íntimo, espiritual. Empecé a acudir a la sinagoga y descubrí que cuando estaba allí rezando, o por las mañanas en casa, con el sidur en las manos antes de salir a trabajar, no había otro lugar en que yo quisiese estar en aquel momento. Y desde entonces.

Dos de tus libros giran alrededor de la construcción de la identidad a partir del relato (histórico, familiar o personal). ¿Es este el gran tema de nuestra época? 

Se está dando un proceso en torno a la identidad que me parece interesante. Por una parte, es un concepto cada vez más explorado y fragmentado: existen cada vez más ejes en cuyas coordenadas podemos ubicarnos cada uno de nosotros para pensarnos y representarnos. Por otra parte, las dinámicas sociales y de comunicación de nuestro tiempo parecen exigir posicionamientos extremos, sin matices, y, sobre todo, fácilmente comprensibles y clasificables, que arruinan esa fascinante miríada de posibilidades. Yo escribo precisamente desde la resistencia a esa exigencia de construir una identidad monolítica y desde los polos. 

¿Convertirte al judaísmo te ayudo a ser mejor escritor? 

El proceso de conversión, por orgánicamente que lo vivas, entraña también un proceso de extrañamiento. Y un escritor es alguien cuya mirada debe extrañarse de lo que le rodea, de lo que tan intensamente ha podido vivir previamente, para poder transformarlo en materia literaria. Así que supongo que todo lo que experimenté durante los años en que comencé a acercarme a la liturgia judía, a las tradiciones, a sumergirme en una cosmovisión que conocía sólo parcialmente y que no había vivido en casa de mis padres… Para un escritor está también el acercamiento al hebreo, a la concepción hebraica del lenguaje, e incluso a esa cábala filológica que proponen autores como Gershom Scholem o Marc Alain Ouaknin. Desde luego, todo ello me movió a escribir, y a pensar la escritura de otro modo, desde otra posición, habiéndome extrañado de mí mismo y de una parte del poco bagaje que uno pueda haber acumulado a los veintipocos. Y no me llamaré más Jacob (2016) es un libro a través del cual intenté ordenar mis ideas, comprender desde la palabra escrita por qué había decidido pasar a formar parte del pueblo judío.

«Me parece que hay argumentos para defender la necesidad de que exista un país como Israel»

Tanto en ficción como en ensayo has defendido la necesidad del rito como conexión con esa historia colectiva o personal. ¿Un determinado rito (forma de hacer las cosas) nos conecta con unos valores? 

Las tradiciones, los ritos y las liturgias son semióticas que nos permiten expresar y dialogar con aquello que es estructural en el ser humano. Toda palabra y símbolo nos conectan con algo que los trasciende, que los antecede. No creamos nombres para designar nada que no hayamos pensado o vivido previamente: el lenguaje siempre es posterior a algo y revela cómo nos relacionamos con ello. Al compartir un lenguaje, compartimos cierta forma de aproximarnos a una determinada experiencia, a algo que no puede comunicarse, y que nosotros tratamos de representar de forma simbólica. Las semióticas de lo sagrado y el lenguaje como herramienta de comunicación o de creación artística comparten su esencia, y tratar de relacionarlas, trenzarlas y confundirlas, puede acercarnos a comprender mejor esos valores, por emplear la palabra que has usado en la pregunta, o a esas experiencias e ideas sobre cuyas huellas anda el lenguaje. Ahondar, desde la ficción, en qué cuentan sobre nosotros los idiomas a través de los que nos comunicamos es parte de lo que vengo escribiendo en los últimos años, sí. De nuevo, es algo que también aparece en el relato de Granta.

En redes te has metido en alguna polémica por opinar contra políticas del estado de Israel o del nacionalismo catalán. ¿Crees tendemos a encasillar demasiado y olvidar el matiz?

Lo comentábamos hace un rato cuando me preguntabas sobre la identidad. El conflicto de Oriente Medio o el independentismo catalán son dos entornos en los que resulta fácil de apreciar una polarización de la que no quiero ser partícipe. Me parece que hay argumentos para defender la necesidad de que exista un país como Israel, y aunque hay otros y sin entrar en lo histórico, ni en lo confesional, el antisemitismo me parece uno de los más poderosos. Tel Aviv o Haifa son ciudades en las que yo puedo pasear con una kipá por la calle sin temor a que me insulten o me agredan. En Barcelona, por ejemplo, no estoy muy seguro de que eso no fuese a suceder. Pero valorar las cosas de este modo no te convierte en cómplice de determinadas decisiones que a lo largo de los años han tomado los gobiernos de Israel, y que he criticado siempre que me han preguntado por ellas. Pero eso hace que los que odian a los judíos y a Israel te consideren un puto sionista de mierda; en cambio, los israelíes ultranacionalistas consideran que no eres lo suficientemente comprometido. Y lo mismo sucede con Cataluña. He escrito, incluso en revistas internacionales, sobre la necesidad de un referéndum legal y consensuado como salida al conflicto que venimos padeciendo, o que la actuación policial del 1 de octubre fue una salvajada cruel e innecesaria. Creo, honestamente, que los catalanes tenemos derecho, sino por la ley, por convencimiento democrático, a decidir cómo queremos articularnos como sociedad, o como entidad administrativa, si se quiere. Y yo, probablemente, votaría en blanco porque no me siento concernido por la cuestión nacional y porque no aprecio diferencias muy significativas entre los políticos españoles y los catalanes. Esa es una postura incómoda de sostener en tiempos de polarización. Demasiado catalán para el gusto de unos, demasiado español para el gusto de otros. Pero es como yo valoro las cosas, aunque estoy abierto a debatirlas, a dejarme convencer de que estoy equivocado. Pero que de pronto un tuitero decida insultarme empleando palabras como «sionista», «charnego» o «polaco» no me quita el sueño, porque en el fondo, soy también un poco todo eso. Para mí no tiene connotaciones negativas.

¿Debería estar superado que nos llame la atención que alguien escriba por igual artículos sobre Emmanuel Lévinas, Aleister Crowley o los X-Men?

Si se trata de comprender la mentalidad y la cultural del siglo XX, y ahora del XXI, los tebeos de Spiderman o de La Patrulla X no son un factor que pueda obviarse, como tampoco lo son los movimientos esotéricos contraculturales que florecieron en Londres o en Los Ángeles, y que desde luego tuvieron un gran impacto en la literatura, en el cómic y en la música de finales del siglo pasado. En ese sentido, me interesan tanto como la ética o las lecturas talmúdicas de Lévinas. Y soy capaz de disfrutar de las distintas experiencias de lectura que ofrecen. No entiendo por qué debería privarme de unas para exponerme a las otras. Pero, más allá del gusto o del interés personal, hace poco comprobaba que el primer número de Los 4 Fantásticos de Dan Slott, hace un par de años, vendió en Estados Unidos más de 300.000 ejemplares. Eso refleja su capacidad de incidencia en nuestra sociedad. ¿Cuántos libros hoy son leídos por tanta gente? ¿Cómo vamos a comprender nuestro tiempo volviéndole la espalda a esas narrativas? Que a alguien no le gusten o que no conecten con su sensibilidad, de acuerdo, pero querer mantenerlos al margen de los estudios culturales me parece una salvajada…

 ¿Y que uno de los mejores escritores jóvenes en español sea un catalanoparlante?

A mí esto me parece bastante menos original. Ahí están Juan Eduardo Cirlot, Ana María Matute, Juan Marsé, Cristina Fernández Cubas, Enrique Vila-Matas, Juan Vico, Fernando Clemot, Toni Hill, Lola Nieto, Javier Calvo… Solo por mencionar algunos de los que me vienen a la cabeza de primeras. Tenemos las bibliotecas llenas de libros de escritores catalanes en lengua española.

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