Economía

Nueva riqueza, pero sin escándalo

En ‘El espíritu del mundo en Silicon Valley’ (Deusto), Hans Ulrich Gumbrecht perfila la idiosincrasia de un mundo donde, pese a que los ricos sean cada vez más ricos, la cultura de la clase media global ha calado hasta tal punto que las aspiraciones de unos y otros convergen en esencia.

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23
abril
2021

Nadie mejor para explicar a los lectores más jóvenes lo más sorprendente de estos nuevos ricos, ya no tan nuevos, que los experimentados narradores que ya tenemos una edad, evocando acogedoras imágenes de las navidades. Todavía recordamos los primeros y últimos años de la posguerra, cuando todos y cada uno de los regalos se escogían en función de las necesidades prácticas. Dicho de otra manera, cuando se procuraba ahorrar para Navidad y finalmente se gastaba en cubrir lo necesario para una vida digna. La camisa buena y la corbata para la oficina; dos tazas de café para el desayuno, nuevas y sin grietas; el anorak para la nieve y la lluvia. La Navidad de 1958 fue la última de esa época para mí y, al mismo tiempo, el punto álgido. Tenía diez años, acababa de empezar la escuela secundaria (en aquel entonces todavía había que pasar una prueba de acceso) y «para perder peso», decían mis padres con ironía, lo que tenía que hacer era todo el camino hasta el instituto en bicicleta. Así que esa bicicleta, con tres marchas, pero sin ningún equipamiento especial, se convirtió en mi gran regalo de Navidad.

La decepción que deja entrever en las viejas fotos ese estudiante de secundaria regordete de diez años en realidad sólo prueba que ya se vislumbraban nuevas alegrías navideñas en el horizonte. Los deseos frívolos empezaban a hacerse hueco. Y así, en 1960, tal vez mi madre narró, con mucha sensibilidad «moderna», cómo su peluquera y el jefe de la peluquería (su esposa fue mencionada de pasada como «dependiente de cuidados» sin especificar) querían darse el capricho de pasar la Nochebuena juntos en el hotel de la nueva área de servicio de la autopista, a sólo unas plazas de aparcamiento de los abetos del Spessart. En aquellos tiempos, con el milagro económico ya avanzado, incluso nuestra madre recibía joyas recargadas todas las navidades. Mi propio crescendo consistió siempre en equipos de fotografía y videocámaras, cada vez mejores, que no tardaban en abrumarme. Desde la década de los setenta, esa época navideña de exceso de deseos ha sido gradualmente reemplazada por otra, vigente hasta la actualidad, que ha convertido el hecho de regalar en un reto para el ingenio.

«En la actualidad, el horizonte de nuestros deseos y el de lo que es financieramente posible, aunque apenas se mencione, convergen constantemente»

Desde entonces, el estándar en la cada vez más amplia clase media que ha traído la globalización desde Tokio hasta Santiago de Chile ha sido el de poder cumplir cada deseo incipiente con el presupuesto con el que se cuenta. Ya sea la próxima formación, el próximo traje de diseño o el próximo coche. Esos otros objetos de deseo que hace unas décadas parecían excéntricos y, justo por eso, inmensamente deseables, como el coche deportivo, el abrigo de piel o el Rolex, han sido desbancados en general de la imaginación por una nueva sensatez particularmente ecológica. En la actualidad, el horizonte de nuestros deseos y el de lo que es financieramente posible, aunque apenas se mencione, convergen constantemente. Por eso, en los típicos días festivos en los que se intercambian regalos, uno puede esperar que los amigos y parientes tomen la «profunda» decisión de desistir de la tradición o bien enfrentarse al desafío casi imposible de despertar con regalos necesidades latentes hasta ahora desconocidas (después de una experiencia de avistamiento de aves, por ejemplo, otra de grabados artísticos, un curso de squash o la moda retro de los fantásticos años setenta), que, además, a menudo terminan mal.

Indudablemente, la frustración por los deseos no cumplidos seguirá existiendo incluso en las sociedades ricas. No obstante, yo sostengo, en primer lugar, que esta convergencia cada vez más evidente de nuestras necesidades con la posibilidad de satisfacerlas corresponde estructural y conceptualmente a una visión clásica y eminentemente socialista de la riqueza y la felicidad; en segundo lugar, que esta convergencia es en sí misma la expresión más reciente de la riqueza y, en tercer lugar, que alcanzarla marca un umbral de nuestro presente como umbral histórico.

Aún más sorprendente ante tal falta de deseo, que casi nunca cumple su proverbial promesa de felicidad, es el hecho, documentado hasta la saciedad en nuestros días, de que los patrimonios más altos se alejan cada vez más de la media, que a su vez se ha incrementado de forma considerable. Los beneficios anuales de dos dígitos de miles de millones de dólares, gracias principalmente a la tecnología y a la industria tecnológica, merecen a lo sumo una breve mención. Frente a estos anhelos supremos emergentes, rara vez se cuestiona qué tipo de fantasías puede desencadenar tal cantidad de dinero, o en qué se diferencia vivir con un patrimonio de cinco mil millones de hacerlo con uno de cincuenta mil millones (de dólares, francos, euros o libras, lo mismo da). ¿Qué se esconde detrás? ¿La codicia de los ricos, como se piensa sobre todo en Europa, o se trata tan sólo de los beneficios que les corresponden?

«Mientras la brecha financiera entre la clase media (ahora cada vez más global) y los megarricos no deja de crecer, sus estilos de vida son cada vez más similares»

Una vez, en una ceremonia de fin de curso, escuché a la multimilmillonaria Oprah Winfrey quejarse, con cierta discreción, de que no podía (aún) permitirse regalar a cada residente de su Estado (Misisipi) un coche decente, algo que Bill Gates en el estado de Washington podría hacer sin mayores problemas. Regalar de forma masiva algo tan ostentoso no es el remedio, porque los megarricos se ven sometidos a una presión sorprendentemente similar a la presión de la Navidad y sus regalos que sufre la clase media. En cualquier caso, bajo la omnipresente mirada mediática de una mayoría resentida que insiste en la igualdad, los multimillonarios ya no pueden ejercer una influencia política estable (incluso en Rusia fracasan estas tentativas por culpa de las envidias de los que ostentan el poder). Hoy en día existen discursos efectivos de crítica para todo tipo de posesiones y privilegios visibles. Por eso, los megarricos sólo pueden aspirar a una vida tranquila, como «conciudadanos» aceptables e incluso simpáticos, si mantienen su ostentosidad dentro del horizonte cerrado de los deseos más bien modestos y que se puedan cumplir, o al menos lo aparenten.

Sin embargo, con la mayor parte de su patrimonio, ese que no quieren arriesgar invirtiendo, compiten, expectantes, por llamar la atención mediante donaciones ocurrentes y generosas. Compran esas obras de arte originales, esas que la clase media suele adquirir en reproducciones de alta calidad, y luego las exhiben de buena gana en los museos de forma gratuita. Brindan su apoyo, especialmente en Estados Unidos, a aquellas instituciones educativas a las que los mediorricos también hacen donaciones anuales de tres dígitos. Se involucran en magnánimos proyectos para combatir la pobreza de manera sostenible, también muy del gusto de la clase media. Dicho de otra manera: aunque los inmensamente ricos de nuestra época, cuyos volúmenes patrimoniales han traspasado cualquier límite habido y por haber en nuestra imaginación, estén adaptando sus estilos de vida a la clase media y retornando una parte importante de su riqueza directamente a la comunidad, despiertan más resentimiento que sus predecesores de los últimos milenios.

Y aquí tenemos una extraña paradoja: mientras la brecha financiera entre la clase media (ahora cada vez más global) y los megarricos no deja de crecer, sus estilos de vida son cada vez más similares, incluso en el uso de los recursos financieros asignados de forma tan dispar. ¿Se debe a la falta de imaginación de los muy ricos, que por supuesto no tienen derecho a la compasión, o se trata de la victoria social definitiva de la mentalidad de la clase media?

En 1955, cuando los regalos de Navidad alemanes todavía obedecían a las necesidades de la vida cotidiana, el excéntrico marxista Herbert Marcuse publicó Eros y civilización, un libro que pretendía describir y analizar las tendencias evolutivas más recientes del capitalismo de la época (se publicó posteriormente en alemán con el título Triebstruktur und Gesellschaft). Con asombro, constato cómo algunas de sus tesis y observaciones parecen afectar a los estilos de vida del mundo actual. Marcuse afirma que el capitalismo reacciona a toda desigualdad social claramente perceptible y a su inherente potencial de protesta y resistencia empujando a la razón. Esto se corresponde con el concepto freudiano del principio de realidad, es decir, adaptar nuestros sueños desmesurados, y en algunos casos también las posibilidades excesivas de que existan, a unas circunstancias sociales que no generen tensiones estresantes. Por eso, escribe Marcuse, se ha desarrollado una sociedad en la que se satisfacen más necesidades y se siente menos frustración que nunca.

Pero la libertad prometida desde la Ilustración (o la felicidad, tanto colectiva como individual) no ha sido fruto de este proceso. Sorprendente pero cierto, si tenemos en cuenta la situación social actual en el siglo XXI en el norte de California. En qué podría consistir exactamente esa libertad y esa felicidad real de las que habla Marcuse de una forma tan entusiasta como vaga sigue sin quedar claro en su libro. En cualquier caso, el cumplimiento cada vez más completo de las promesas materiales de felicidad no ha logrado satisfacer ni la felicidad ni la libertad existenciales. Y esto, más que cualquier otra cosa, es lo que convierte a los ricos de esta ultimísima generación en un escándalo.


Este es un fragmento de ‘El espíritu del mundo en Silicon Valley‘ (Deusto), por Hans Ulrich Gumbrecht.

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