Opinión
Cómo acertar una quiniela
No somos tan aleatorios como nos creemos, ni en el juego ni en la vida. En ‘Lo imprevisible: todo lo que la tecnología quiere y no puede controlar’ (Planeta), la periodista Marta García Aller vuelve la mirada al futuro en busca del factor humano en la era de los algoritmos.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2021
Artículo
Tendemos a sobreestimar hasta dónde puede llegar la tecnología y no a preguntarnos cuáles son sus límites. Los deportes y los juegos siguen siendo excelentes laboratorios para medir hasta dónde llega el poder de predicción de las máquinas porque, a diferencia de la vida real, se rigen por normas definidas. A medida que avanza la capacidad de cálculo, el papel del azar va quedando más claro. La prueba es que además de ganarnos a un juego de estrategia, como el ajedrez, las máquinas también han aprendido a vencer en competiciones más espontáneas, como piedra, papel o tijera. Cuantas más rondas juguemos contra un algoritmo entrenado para ello, más información recogerá y más probabilidades habrá de que nos gane sacando el puño abierto, cerrado o solo dos dedos, según convenga. Predice el siguiente movimiento basándose en nuestro historial, porque los humanos tendemos a repetirnos más de lo que creemos, y eso es lo que nos hace previsibles.
A diferencia de lo que pasa con rivales humanos, la mejor manera de batir a una máquina jugando a piedra, papel o tijera es no siguiendo ninguna táctica. Aun así, incluso cuando improvisamos, tarde o temprano el sistema reconoce patrones que ni siquiera éramos conscientes de estar aplicando. No somos tan aleatorios como nos creemos, ni en el juego ni en la vida. De ahí que los algoritmos aprendan a anticipar nuestro comportamiento. Aunque no siempre sean tan listos como parecen. El sistema que probé tardó trescientas quince rondas en aprender a ganarme. Reconozco que, más que en vencerlo, centraba todos mis esfuerzos en jugar a lo loco. Qué difícil es a veces resultar imprevisible.
Los patrones ocultos que rigen nuestro comportamiento sin que nos demos cuenta ya están sirviendo para que las máquinas aprendan a ganar a los mejores jugadores del mundo del póker, igual que hace más de veinte años fueron capaces de derrotar a Garri Kasparov al ajedrez. Y si ya sucede con un juego en el que mentir es habitual y hay mucha información oculta, podría pasar con cualquier otro comportamiento humano que se pueda predecir.
«La IA no es un poder infalible, solo una herramienta más para hacernos la vida más fácil»
La pregunta es hasta dónde pueden llegar los datos. Nicolás Franco cree que no tienen límite. Cuando visité a este experto en inteligencia artificial en su oficina de la consultora mrHouston, me confesó que él y su equipo habían tratado de calcular hasta las quinielas. «Por diversión», me dijo. El típico pasatiempo de físicos y matemáticos. Franco quería comprobar cómo de previsible es una quiniela, porque le fascinan los límites del azar. Llegaron a asegurarse los doce aciertos, pero a partir de ahí era imposible afinar más. Aunque este doctor en Físicas con summa cum laude dice que, en realidad, lo que llamamos azar no es más que todo aquello de lo que no podemos recopilar datos… todavía: «Si contáramos con más información de cada equipo de fútbol, desde el estado de ánimo de cada jugador a cada fenómeno meteorológico de la jornada, podríamos afinar más». Todo es cuestión de la cantidad y la calidad de los datos de los que se disponga. El resto depende, claro, de lo imprevisible.
Las aparentes dotes adivinatorias del big data radican en la capacidad de analizar millones de datos disponibles que nunca en la historia de la humanidad habíamos tenido. Y eso ofrece enormes ventajas. Plantea también dilemas inquietantes si no entendemos cómo las máquinas toman esas decisiones por nosotros, ni cuándo están recopilando nuestros datos, ni cómo se encargan de filtrarlos. Solo hay que pensar en las apps en las que millones de mujeres registran cada mes cuándo les baja la regla para calcular su próximo ciclo. ¿Saben que muchos de esos calendarios digitales venden la información de sus días más fértiles a empresas que pagan por saber qué semanas son más vulnerables a según qué anuncios?
[…] La inteligencia artificial no es un poder infalible, solo una herramienta más para hacernos la vida más fácil. Por eso, es el momento de preguntarse cómo funcionan todos estos algoritmos presuntamente predictivos y cuáles son sus límites. Las tecnologías asociadas al big data, igual que pueden salvar vidas anticipando el riesgo de inundaciones o el mejor tratamiento para un cáncer, también pueden estar anticipando erróneamente conductas futuras, como los sistemas de cálculo de reincidencia que utilizan en los juzgados estadounidenses para determinar quién merece y quién no la libertad condicional. Equivocarse en las predicciones influye en las decisiones que tomamos ahora.
Aumenta la velocidad del cambio político, económico y social, y, sin embargo, nuestros pequeños gestos cotidianos están cada vez más monitorizados. Si nuestro rastro digital revela nuestros deseos y nuestros miedos, quien tenga acceso a esa información sabrá qué mensajes nos influyen más en cada momento, ya sea para vender un producto o una idea política. De las profecías que se cumplen a sí mismas ya hablaban los antiguos griegos mucho antes de que existiera la publicidad programática. Otorgamos a los números cada vez mayor poder. A las cifras, a diferencia de a las palabras, les confiamos el don de la objetividad, pero los algoritmos no son neutrales. ¿Hasta qué punto nos conocen los números realmente? Depende de la calidad, no solo de la cantidad, de la información. Si no, un robot que analizara estadísticamente el cuerpo de la gente podría llegar a la conclusión de que todos los humanos tenemos de media una teta y un testículo.
Este es un extracto de ‘Lo imprevisible: todo lo que la tecnología quiere y no puede controlar’, de Marta García Aller (Planeta).
COMENTARIOS