Opinión

Capital natural, un talismán para la recuperación

Es necesario darle la vuelta a la situación y pasar de la degradación a la utilidad: el capital natural es un elemento clave de la actividad económica y social, ofrece oportunidades económicas y aporta soluciones a muchos de nuestros problemas

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02
julio
2020

La naturaleza nos ofrece una gran cantidad de bienes y servicios esenciales para nuestro desarrollo y bienestar, muchos sin necesidad de pagar por ellos o producirlos, como por ejemplo la purificación del aire o la regulación del clima, de los que nos beneficiamos directamente. Además, si sus ecosistemas se mantienen sanos, muchos de sus servicios son de carácter renovable y podemos disponer de los mismos y sus beneficios de forma indefinida. Nos referimos con ello a lo que muchos conocen como capital natural: hablamos de árboles, plantas, animales, aire, agua y suelos, que se combinan para generar servicios que mantienen el planeta habitable.

Estos activos tienen límites y son vulnerables. Actualmente su capacidad se está perdiendo de forma acelerada e incluso en algunos casos estamos a punto de a sobrepasar límites irreversibles, lo que impedirá que futuras generaciones puedan disfrutar de sus beneficios. La estrategia europea de biodiversidad propuesta por la Comisión el pasado 20 de mayo reconoce que pese a que nuestro capital natural es la base del 50% del PIB mundial, lo estamos dilapidando a mayor velocidad que nunca. Además, esta pérdida retroalimenta e incide muy negativamente sobre otros problemas ambientales. Por ejemplo, la deforestación de la selva amazónica pone en grave peligro el principal pulmón del planeta, regulador del clima y responsable del principal sumidero de carbono, por lo que su reducción acelera el cambio climático por el incremento de CO2 en la atmósfera. Del mismo modo, el humo de los incendios de Australia que ocurrieron entre finales de 2019 y principio de 2020 tuvo importantes consecuencias para la salud, la agricultura, la economía, más allá de los problemas ambientales que podemos fácilmente imaginar.

Algunos estudios también llegan a relacionar la pérdida de hábitats naturales con la reciente zoonosis generada por el SARS-CoV2. Así, la destrucción de algunos ecosistemas naturales, de los bosques y otros impactos humanos en el medio ambiente natural podrían aumentar el riesgo de que otros virus se transfieran de los animales –también los salvajes– a las personas. De hecho, los hábitats degradados generan más virus que pueden infectar a los humanos.

Pese a que las primeras alarmas se lanzaron ya hace 50 años en el primer Día de la Tierra de 1970, la comunidad internacional ha ido muy lentamente despertando de su pasividad ante la emergencia ambiental y el daño que genera. Con la pérdida de biodiversidad nos encontramos ante el «asesino silencioso», como lo llamó Cristina Pasca Palmer recientemente, dado que no se acaba de ver su impacto en la vida cotidiana y cuando se sienta será demasiado tarde.

Nuestro capital natural es la base del 50% del PIB mundial, pero lo estamos dilapidando a mayor velocidad que nunca

Por ello, es necesario darle la vuelta a la situación y pasar de la degradación a la utilidad, reconociendo el capital natural como un elemento clave de la actividad económica y social, que ofrece oportunidades económicas y que aporta soluciones a muchos de nuestros problemas si lo identificamos y medimos. Un estudio académico publicado en 2014 llegaba a valorar los servicios globales que ofrece el ecosistema en 125 billones de dólares anuales, aunque en constante reducción. El WEF, con un enfoque ligeramente diferente, llegaba a afirmar a principios de este año que casi la mitad del PIB global era moderada o altamente dependiente de los servicios que la naturaleza nos proporciona. Este tipo de iniciativas ayuda a que los agentes económicos financieros identifiquen su potencial.

La praxis sobre este ámbito aumenta con el desarrollo de herramientas de análisis que permitan evaluar los riesgos y oportunidades que el capital natural ofrece a agentes financieros y empresas. Son varias las iniciativas en este aspecto entre las que cabe destacar proyectos como ENCORE, IBAT o RESPOND. Se trata de herramientas que suponen un apoyo para la valoración de los activos naturales por la cuantificación de posibles beneficios financieros que proporcionan y una evaluación de la materialidad de los servicios que ofrecen al ecosistema, lo que es clave en este proceso. En esta misma dirección se encamina la taxonomía europea de inversiones sostenibles, que se orienta hacia la canalización de inversiones para actividades sostenibles. Agrupadas en seis categorías, la taxonomía identifica actividades de mitigación y adaptación frente al cambio climático, economía circular, gestión de aguas y recursos marinos, protección de la biodiversidad y reducción de contaminación que son compatibles con un crecimiento y desarrollo sostenibles.

Proyectos piloto como el que recientemente anunciaban el gobierno de Reino Unido y Triodos Bank, o el programa Natural Capital Finance Facility de la Comisión Europea y el BEI pueden ser una buena prueba para identificar cómo se puede invertir en biodiversidad. El hecho de que el sector financiero busque vías para apoyarlos mediante la valorización de los servicios que los ecosistemas ofrecen es una señal positiva de cara al futuro.

Necesitamos seguir trabajando para conectar los resultados económicos con la inversión en recuperar nuestro capital natural para que pueda brindar beneficios ambientales, sociales y económicos que permitan que esos activos naturales que poseemos se conviertan en parte de nuestro futuro. Como indican gran parte de los manifiestos que estos días estamos apoyando, las inversiones sostenibles se perfilan como una de las piezas clave en la recuperación económica tras la crisis del coronavirus. En línea con el Pacto Verde de la UE, estas inversiones estimularán la transición de nuestras estructuras económicas hacia una economía verde recuperando además servicios ambientales esenciales, oportunidades de empleo y la actividad económica, lo que redundará en su mantenimiento y resiliencia futura.


(*) Esther Badiola es especialista en cambio climático del Banco Europeo de Inversiones y Ricardo Pedraz es consultor senior de Analistas Financieros Internacionales.

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