Por qué no debemos romantizar la soledad
La soledad es una pandemia peligrosa y raramente voluntaria que afecta desproporcionadamente a sectores vulnerables de la sociedad: se calcula que la padecen una de cada cuatro personas en los países industrializados.
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El 28 de marzo, cuando la epidemia de la COVID 19 se había cobrado ya la vida de 5.690 personas y según las estimaciones había afectado a más de 85.000 personas en España, Paul B. Preciado publicaba un artículo en el que, luego de glosar las teorías biopolíticas de Michel Foucault y Roberto Esposito, señalaba que la gestión de la biopolítica tiene lugar a través de dispositivos que se insertan en el cuerpo y diversos modos de geolocalización.
Ante la ubicuidad de los dispositivos de control, Paul B.Preciado concluía su texto con el siguiente llamamiento: «Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí. Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene». El énfasis en las posibilidades del confinamiento tiene antecedentes: en el pasado siglo Pablo Picasso afirmó que sin una gran soledad no era posible una gran obra.
Cabe preguntarse de dónde proceden estas evocaciones al potencial productivo de la reclusión domiciliaria, que según Preciado nos permitiría acometer la (enésima) revolución pendiente. ¿Quién estará en condiciones de llevar a cabo una gran obra artística como resultado de la pandemia?
Un confinamiento poco fecundo
Picasso no habría necesitado una pandemia para ejecutarla pues, según la biografía que de él escribió John Berger, se había liberado de preocupaciones económicas a los 28 años y a los 65 tenía ya una considerable fortuna. Como ha señalado Remedios Zafra en su libro El entusiasmo, ésta es una situación diametralmente opuesta a la que se enfrentan la mayoría de los creadores culturales en nuestros días, en la que muchos de ellos se ven obligados a trabajar de manera gratuita con el reconocimiento como único medio de pago.
¿Cómo es que nuestra experiencia durante estas semanas del «cuarto propio hiperconectado», los pocos afortunados que hemos podido disfrutar de él, ha resultado tan poco fecunda? ¿Acaso hemos de conformarnos con no haber enfermado y que todos nuestros seres queridos hayan sobrevivido? Quienes sucumbimos a un vago sentimiento de culpa haríamos bien en acudir a los estudios que al respecto de la soledad ha hecho la psicología social.
La pérdida de vínculos y su efecto en la identidad
En su clásico volumen sobre la soledad, la psicóloga de la universidad de California Ann Peplau definía la soledad como aquella experiencia en la que la persona tiene menos relaciones sociales de las que le gustaría tener y que por esta razón se experimenta como la carencia de vínculos interpersonales que dotan de sentido a la vida e informan la identidad personal.
Está ampliamente comprobado el impacto negativo de la soledad no deseada sobre la salud física
La pérdida de seres queridos por fallecimiento, separaciones de pareja o el abandono de los hijos e hijas del hogar familiar, el llamado síndrome del nido vacío, son algunas de las causas más comunes que precipitan la soledad en la vida de las personas. También transiciones vitales que entrañan la pérdida de un determinado rol social, como la jubilación, favorecen la soledad.
No es de extrañar que las personas de edad avanzada, así como los desempleados y las personas a quienes sobreviene una enfermedad grave, sean algunas de las más aquejadas por la soledad. Es menos conocido que la dedicación exclusiva o preferente al cuidado produce soledad. No en vano, el informe anual que la Office of National Statistics británica hace sobre la soledad indica que uno de los colectivos que mayor probabilidad tiene de padecer soledad son las madres solteras de 18 a 24 años.
La cronificación de la soledad
Entre nosotros, la socióloga María Ángeles Durán ha acuñado el término «cuidatoriado» en su obra La riqueza invisible del cuidado para designar a una clase social compuesta por mujeres que se dedican a la atención de personas dependientes. Personas que, además de las condiciones extenuantes de trabajo a que se enfrentan, de todo punto inasumibles por cualquier convenio colectivo, mueren pobres y solas, a diferencia de los hombres de sus familias, que lo hicieron en mejor situación económica y acompañados de su familia. La dedicación prolongada y en exclusiva al cuidado favorece la cronificación de la soledad.
La cronificación de la soledad favorece la morbilidad y la disminución de la esperanza de vida. Está ampliamente comprobado el impacto negativo de la soledad no deseada sobre la salud física, psíquica y, en general, sobre la calidad de vida de las personas que la padecen.
Por un lado, destacan los problemas cardiovasculares, el descenso del sistema inmune e incluso incrementa un 26% el riesgo de mortalidad prematura en las personas que se sienten solas. Por otro lado, la soledad se relaciona con diversos trastornos psicológicos, aumentando la sintomatología ansioso-depresiva, los pensamientos suicidas y los niveles de agresividad.
Más aún, la soledad incide negativamente en la calidad de vida a través de varias conductas de riesgo como el sedentarismo, tabaquismo, consumo de alcohol, alimentación inadecuada, empeorándose también la calidad del sueño. Así, la soledad no deseada se está convirtiendo en una de las mayores amenazas para los sistemas de salud pública, superando incluso el riesgo de otras problemáticas como la obesidad.
La soledad de los ancianos
Durante los dos primeros meses de confinamiento, los bomberos de Madrid habían encontrado a 62 ancianos fallecidos en sus domicilios, a los que se unen las 18 300 personas que han muerto institucionalizadas en las residencias.
No debe sorprender el hecho de que muchos ancianos y ancianas hayan acudido a ellas por su propio pie y con el deseo de «no ser una carga para su familia”}: la falta de oportunidades de participación social termina por minar las expectativas vitales de las personas y su propia autoestima convenciéndoles de que no tienen nada que ofrecer a los demás.
La epidemia causada por la propagación de la COVID-19 ha puesto de manifiesto el enorme riesgo sanitario que conllevan los entornos institucionalizados. Se calcula que en la UE los ancianos fallecidos en residencias son en torno a un 60-70% de todos los fallecidos por COVID-19.
Determinantes sociales de la soledad
Ya hemos dicho que el sentimiento de soledad está muy determinado por episodios biográficos como la pérdida de un ser querido, la salida del mercado laboral, la ruptura de una relación de pareja, etc. Autores como Bernard hablan de acontecimientos vitales que llevan al precipicio de la soledad.
La soledad es una pandemia silenciosa del primer mundo que afecta a una de cada cuatro personas en países industrializados
Pero existen factores estructurales que determinan y agravan dicho sentimiento. Son los «determinantes sociales de la soledad no deseada», como el género, el entorno físico, la situación económica, el nivel de estudios, la vivienda o el acceso a servicios (sanitarios, culturales, recreativos, tecnológicos).
Se unen a ellos los cambios experimentados en las sociedades modernas como el aumento de la esperanza de vida –que incrementa el número de personas que viven solas durante la última etapa de su vida–, el auge del individualismo, el declive de las redes de apoyo social y familiar, la fuerte crisis de los cuidados ligada a lo anterior y una mayor precariedad social en un contexto de creciente desigualdad.
El impacto de la colectividad
Añádase el debilitamiento del tejido social y comunitario que supone la soledad no deseada, con un impacto negativo sobre la estructura de sostén colectiva, esto es, sobre la capacidad de los individuos y de las comunidades para minimizar y sobreponerse a los efectos nocivos de las adversidades y los contextos desfavorables. Las personas integrantes de una misma comunidad resisten juntas sosteniéndose unas a otras.
La muerte en soledad, el aislamiento social y la soledad no deseada son una nueva pandemia silenciosa del primer mundo que afecta a una de cada cuatro personas en países industrializados. Sin embargo, no suele suscitar el interés público, no conforma ningún tipo de reivindicaciones sobre el estado, no genera conflictividad ni demanda atenciones, servicios específicos o partidas presupuestarias, aunque en algunos países como Reino Unido se ha convertido en una prioridad nacional, cuya manifestación institucional es la Secretaría de Estado para la soledad.
Lo que esta crisis de la COVID19 pone de manifiesto es algo que había manifestado Robert Castel en El ascenso de las incertidumbres: «Los individuos están desigualmente respaldados para ser individuos». Es decir, la libertad y la autonomía no son posibles sin la red de relaciones que dota de sentido a nuestra vida y la proyecta a los demás.
¿Cómo hemos de interpretar las invitaciones a disfrutar de un confinamiento fecundo y feliz? ¿No serán las invitaciones a la revolución o a hacer una gran obra una incitación a apartar la mirada de lo que se nos impone como nuclear, nuestra común interdependencia y la centralidad de los cuidados?
Melania Moscoso Pérez, científico titular del Instituto de Filosofía (IFS), Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC) y Txetxu Ausín, científico titular, Instituto de Filosofía, Grupo de Ética Aplicada, Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CCHS – CSIC). Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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