Ciudades
La imposibilidad del exterior
No podemos mantener los ritmos de vida que llevábamos antes ni por el coronavirus, ni por nuestra propia vida: ¿desde qué lugar podemos habitar en calma dentro de casa, si no lo estábamos cuando vivíamos afuera?
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Partimos de la reducción drástica y casi instantánea de una libertad básica: el movimiento de personas para no expandir el virus. Esto provoca una situación no solicitada donde somos capaces de observar muchas realidades diferentes y extremas dependiendo de la edad, la renta, la geografía, la tecnología y la cultura. Hospitales colapsados, personas que pierden su salud, otras obligadas a confinarse en diferentes situaciones y algunas incluso en riesgo por el mismo confinamiento, pero todas obligadas a permanecer el mínimo tiempo posible en el exterior. ¿Pero de qué exterior estamos hablando?
«Afirmamos que la tierra y su exuberancia se entregan a la generación presente para su usufructo», expresaba Thomas Jefferson en pleno siglo XVIII. Esta frase resume el impulso del comportamiento expansivo europeo de cientos de años, de la concepción de la tierra como hallazgo y recurso. En los últimos 50 años, hemos expoliado el exterior terrestre como si fuera nuestro, hasta el punto de convertirlo en un invernadero de confort climatizado y sectorizado solo para unos pocos occidentales, como diría Sloterdijk. Construimos desde la revolución industrial un palacio de cristal –así lo llamó Dostoievski–, que nos protegía de otro exterior que no queríamos ver, pero del que de manera extractiva se importaban materias primas y algunas personas como recursos, y lo que devolvíamos era basura y emisiones. El espacio territorial exterior a la vida occidental siempre fue un espacio extractivo, desde las colonias y los mares a las personas, ecosistemas y culturas. Dentro del invernadero existía un espacio de confort y de ocio permanente, un centro de consumo territorial.
Cuando hemos tenido la posibilidad de salir a la calle, ¿cómo la hemos aprovechado?
¿Y si hoy el exterior es tan solo una ilusión? ¿Y si el palacio de cristal en el que habitábamos era tan solo una fantasía? ¿Cómo relacionar el supuesto exterior territorial y climatológico y afrontarlo como un lugar ético desde el que vivir mejor? La situación actual nos manifiesta imposibilidad del exterior en la piel de nuestras viviendas: desde luego, el exterior de nuestras casas es un lugar para valientes ética y profesionalmente comprometidos en estos días de pandemia. Es el lugar donde las personas se juegan el tipo, donde unas luchan contra el virus, otras hacen que los demás vivamos con más confort en situación de confinamiento y otras cuidan de que todo esté limpio y sea higiénico. El resto, las personas sanas, estamos dentro de nuestras casas en mejor o peor situación. Pero… ¿y si no hay ni exterior ni interior, sino que todo depende de la mediación que producimos, de la actitud con la que vivimos nuestras vidas?
La imposibilidad del exterior es también la imposibilidad del interior. Ambos son imposibles de habitar bajo la tensión y el estrés a los que sometemos a los ecosistemas y a nuestros cuerpos, sobre todo en las ciudades. Como sociedad, estamos bloqueados en un lugar que no nos deja ni ir hacia afuera ni hacia dentro, un lugar indeterminado en la ansiedad e instantaneidad contemporánea. Esto también quiere decir que no son tan importantes los espacios que habitamos –que lo son–, sino las actitudes y afectos que desplegamos en ellos, que nos abren posibilidades. Luego la vivienda es también un lugar de confinamiento ético y una posibilidad social.
Estamos bloqueados en un lugar que no nos deja ni ir hacia afuera ni hacia dentro
Hoy nos frustramos en casa y nuestros cuerpos quedan confinados en su interior, pero no es totalmente cierto. Hay algo un poco peor: se conforma un continuo casa-teléfono-cerebro que nos hace tanto daño colectivo como el propio virus y no nos deja estar tranquilos. La cantidad de información que circula en el encierro hace que, precisamente, desaparezca la posibilidad afectiva de habitar ese otro lugar para poder estar en calma. Sabemos ya desde los estudios urbanos que la casa no es un interior íntimo y personal y que nuestras viviendas –en parte gracias al avance del capitalismo de plataforma–, son grandes centros comerciales, estadios, restaurantes, cines, espectáculos… Somos el propio reality show que comunicamos constantemente a otras personas y lugares. La casa es, en verdad, la fantasía de aquella casa que escuchábamos en los cuentos, y está tan alejada de la realidad como el exterior. Este es siempre también una ilusión: es un exterior, y desde luego, no nos pertenece a nosotros. Estos días de confinamiento muchas personas tenemos hoy la imposibilidad del exterior climático y territorial, pero cuando hemos tenido esa posibilidad ¿cómo la hemos aprovechado?
Entonces, con una nueva mirada tras la dificultad, ¿podremos diluir la frontera entre el exterior y el interior climático y ético? ¿Podremos pensar en el exterior no como un lugar del que aprovecharnos –extraer, dilapidar o conquistar recursos, tiempos y territorios–, sino como una práctica, un entorno con el que fusionarnos con respeto y desde el amor a la vida, un lugar donde intervenir con cuidado, también desde el cuidado del espíritu? Para ello, nada mejor que atravesar el otro gran límite, el del interior. De esta manera, la imposibilidad del exterior será también la del interior, pues ambos son solo límites que atravesar y no estados en los que permanecer. Así, podremos actuar en un mundo infinito de posibilidades, pero siendo todas ellas afectivas con las personas, con otros seres y cosas vivas.
La tranquilidad y la calma dependen de las personas y de nuestro grado de consciencia interior y exterior
¿Desde qué lugar podemos habitar en calma dentro de casa, si no lo estábamos cuando vivíamos afuera? No se trata de estar dentro o estar fuera, ni de la posibilidad o imposibilidad de estarlo, sino de poder mirar y escuchar de una manera diferente. Parece que llevábamos las mascarillas en los ojos en vez de en la boca, y que estas no nos dejaban ver con claridad y tranquilidad. Quizás ahora, con una perspectiva distinta, dentro de todas las dificultades que nos aguardan como sociedad, podamos quitárnoslas, tranquilizarnos y escuchar mejor la realidad que sucede tanto fuera como dentro de nosotros para participar mejor en el mundo.
Ahora estamos viviendo un error fatal y el planeta nos ha enviado a casa otra vez. Virus y crisis climática van hoy de la mano. Game over. Re-start. La sociedad capitalista construye unos interiores y exteriores mientras diluye otros. Seamos nosotros, como cuerpos y personas conscientes, los que decidamos diluir las fronteras, mediando desde los mejores afectos a los que tenemos cerca y desde lo que depende de nosotros mismos. La tranquilidad y la calma dependen de las personas y de nuestro grado de consciencia interior y exterior, así que aprovechemos este momento para atravesar la piel e ir hacia dentro. Esta es una buena manera de volver a salir de nuevo al mundo que viene, sin mascarillas en los ojos y con el cuidado por bandera. Esto sería una verdadera revolución y un pequeño avance para pensar el exterior climático desde una aproximación interior y ética.
Hagamos la revolución de la calma desde nuestras casas, desde nosotros mismos. No podemos mantener los ritmos de vida que llevábamos antes ni por el coronavirus, ni por nuestra propia vida. Tampoco podemos hacerlo ahora dentro de nuestras casas, en espacios pequeños, encerrados –algunos sin ventanas– y, además, trabajando, cuidando niños, haciendo de profesores, cocineros y limpiadores al mismo tiempo. El tiempo y su gestión son la verdadera mediación que necesitamos: la mediación de la calma para vivir mejor, estando presentes en nuestros actos, viviendo conscientemente lo que nos toca vivir y aumentando nuestras capacidades interiores y exteriores para expandirlas mejor cuando esto pase. ¿Desde qué lugar queremos salir cuando salgamos?
(*) Mauro Gil Fourier es arquitecto y fundador de Arquitecturas Afectivas.
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