Opinión
Estamos en guerra contra muchos virus
Cuando el coronavirus nos dé tregua ya no seremos los mismos. Y, entonces, no tendrá sentido que volvamos a hacer lo mismo: la próxima batalla habrá de encontrarnos mejor preparados para responder al tipo de sociedad que queremos para nosotros y para las siguientes generaciones.
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COLABORA2020
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Estamos en guerra, pero no solo contra el COVID-19. Cada uno de nosotros libra una batalla para evitar contagiarse y contagiar o para curarse si el patógeno nos ha infectado. Colectivamente estamos en guerra contra las conductas irresponsables que contribuyen a la propagación del virus. Estamos en orden de batalla contra la desesperanza que alienta el avance de la enfermedad y, sobre todo, los fallecimientos. Estamos movilizados para limitar la movilidad de la población y aplanar esa maldita curva que arroja cifras apabullantes.
Estamos en guerra, pero no solo contra un virus de alta letalidad por su facilidad de contagio, sino contra la resignación de ver cómo nuestros mayores afrontan angustiados el riesgo de que el virus incline fatalmente la carga de morbilidad. Estamos viendo como las residencias de mayores, lugares abruptamente arrancados al olvido, se convierten en ataúdes sociales. No soy capaz de imaginar la angustia, el miedo y la desesperación que puede cundir en una residencia cuando se registran y se conocen casos de coronavirus y todos sus mayores quedan aislados, sus lazos con el exterior, a menudo ya escasos, rotos por el confinamiento.
Estamos en guerra contra los gobernantes y los no gobernantes que, en vez de concentrarse en lo importante, que en esta ocasión es también lo urgente, se enzarzan en controversias partidistas que están muy lejos del espíritu de unidad que reclama la población. Hoy no hay votantes, sino ciudadanos deseosos de que sus administradores acierten con sus decisiones. Ya llegará el tiempo de la evaluación, que será especialmente rigurosa con aquellos políticos que no hayan estado a la altura de las circunstancias. Y entonces los ciudadanos, votantes de nuevo, emitirán su veredicto.
«La desigualdad será aún más descarnada tras la pandemia»
Estamos en guerra no solo contra una enfermedad que no distingue clases sociales, sino contra los devastadores efectos económicos de una pandemia que golpeará con más fuerza a los menos fuertes. Personas y familias dependientes de nóminas que se verán mermadas temporalmente por expedientes de regulación de empleo con la única esperanza de que la excepcionalidad no derive en norma una vez que el virus comience a retirarse. Los mismos sufrirán lo mismo. La desigualdad, el gran virus que amenaza al capitalismo, será aún más descarnada tras la pandemia.
Estamos en guerra contra las dimensiones negativas de una globalización que, paradójicamente, nos ha recordado la existencia de las fronteras nacionales. Ante un problema global, cada país ha optado por una solución local. La Organización Mundial de la Salud (OMS) se dibuja en la distancia como un mero emisor de consejos. Muchos gobiernos se lavaron las manos antes de ponerse manos a la obra y perdieron un tiempo precioso para evitar la propagación indiscriminada de la enfermedad.
Estamos en guerra no solo contra las concentraciones humanas para evitar el contagio, sino contra una forma de vida que ha hecho del movimiento consumista una expresión del desarrollo. La engañosa asociación entre crecimiento y bienestar nos empuja a tener más, en ocasiones disfrutando menos, a amontonar cosas que no necesitamos, a celebrar la acumulación de riqueza. ¡Qué miserable y pobre aquella riqueza que sólo se pueda medir con bienes materiales! Tal vez muchas personas no paran de moverse para que no tener que enfrentarse a la insatisfacción de su entorno, para eludir una conversación con la raíz de sus principios. «Moverse es vivir», decía el protagonista de la película Up in the air. Se equivocaba: vivir es vivir.
«Los medios de comunicación deberían recuperar cuando antes su papel como vigilantes de la verdad»
En la era de la información, estamos en guerra contra la desinformación. Nunca las mentiras –los bulos son una de sus manifestaciones– han circulado con tanta fluidez. Los medios de comunicación deberían recuperar cuando antes su papel como vigilantes de la verdad. La liquidez de las instituciones está socavando la solidez de los cimientos de un sector sobre el que descansa no solo la credibilidad del sistema, sino también la de las personas en su proyección social. El COVID-19 nos ha hecho más conscientes de la infodemia que nos aflige.
Esta guerra no solo trae muerte y desolación, sino también la constatación de algunos progresos. Estamos armados con la tecnología contra el aislamiento y la soledad. Al menos en España, las empresas de telecomunicaciones están demostrando que están a la altura del desafío que ha supuesto el encierro. Muchas familias han recuperado espacios y tiempos de vida en común y han redescubierto el valor de moverse en el hogar de los afectos, allí donde habitan las cosas importantes de la vida. El virus también ha traído la viralización de un sentido del humor que es necesario para afrontar la tragedia. Y sentimos cercanos a los amigos, aunque no podamos abrazarlos.
Los servidores públicos, empezando por el personal sanitario, están emocionándonos con su compromiso, que es el que ejercen todos los días y del que no éramos suficientemente conscientes. Y también muchos empresarios privados (incluyo a millones de autónomos) están mostrando el lado más humano de los negocios.
Estamos en guerra contra muchos virus. Cuando la enfermedad nos dé tregua ya no seremos los mismos. Y si no seremos los mismos, no tendrá sentido que volvamos a hacer lo mismo. La próxima batalla habrá de encontrarnos mejor preparados para responder al tipo de sociedad que queremos para nosotros y para las siguientes generaciones. Para ganar realmente esta batalla, que es una más, aunque especialmente cruel, en la guerra por la supervivencia como especie, tendremos que cambiar realmente cómo vivimos.
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