Cambio Climático

Incendios forestales: quién prende el fuego y qué lo acelera

Miguel Á. Ortega, presidente de Asociación Reforesta, analiza las causas y motivaciones de los incendios de la cornisa cantábrica y Portugal.

Autor

Miguel Á. Ortega
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15
noviembre
2017

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Miguel Á. Ortega

La oleada de incendios en la Cornisa Cantábrica y en Portugal ha reavivado aún más, si cabe, la sensación de impotencia colectiva ante un fenómeno que se repite año tras año. En esta ocasión, al igual que a finales de 2015, las zonas más afectadas han sido áreas atlánticas y húmedas de la Península y, además, los incendios han sido en otoño.

El fuego ha dañado tanto a propiedades, como a cultivos forestales y a importantes espacios naturales. Lo peor es que también ha costado vidas humanas. Además, ha liberado enormes cantidades de carbono a la atmósfera y, por tanto, ha contribuido a intensificar el cambio climático, fenómeno que, a su vez, está provocando más y peores incendios.

Este artículo versa sobre las causas de los incendios, especialmente sobre las motivaciones de los incendiarios en el Norte de España, y sobre el enfoque preventivo que debe aplicarse a nuestra política forestal.

Para prevenir los incendios forestales y limitar el daño que pueden ocasionar es fundamental conocer: (1) las causas y (2) qué tipo de vegetación facilita su rápida propagación.

En relación con el primer punto, las estadísticas oficiales son elocuentes: alrededor del 4% obedece a causas naturales (rayos) y en torno al 80% tiene su origen en la acción humana, ya sea intencionada o negligente. Un pequeño porcentaje se debe a la reproducción de incendios que se consideraban extinguidos. En el resto de los casos, no se logra identificar el origen, y cabe suponer que buena parte se deberán también a imprudencias o serán provocados.

El noroeste de España (las cuatro comunidades cantábricas más las provincias de León y Zamora) es, con mucho, la zona con mayor intencionalidad: en el periodo 2001 – 2010, el 70,26% de los incendios allí acaecidos fueron provocados, cuando en el resto del país ese porcentaje se situó en torno al 30. Los últimos datos disponibles son de los años 2012 y 2013 y el Noroeste se mantiene en valores parecidos, si bien la diferencia con el resto de España disminuye debido a que sube la intencionalidad en buena parte del territorio.

La mayoría de las personas que queman los montes viven en el mundo rural. La quema de rastrojos y de matorral para conseguir pastos y terreno para cultivar es una práctica ancestral. Cuando el monte se deja arder, tal como se ha hecho a lo largo de los siglos, el incendio se considera intencionado, aunque el objetivo del incendiario fuera conseguir pastos o tierra de cultivo. Si el fuego se propaga involuntariamente a partir de una quema de rastrojos o de matorral, se cataloga como negligencia. Esto significa que tanto una parte importante de los incendios intencionados como de los debidos a imprudencias tiene su origen en malas prácticas agrícolas y ganaderas.

«La mayoría de los incendios provocados tiene su origen en malas prácticas agrícolas, ganaderas o cinegéticas»

Si bien, según datos de 2015 del Ministerio de Agricultura, las cabañas de ganado bovino más numerosas son las de Castilla y León, Galicia, Extremadura, Cataluña y Andalucía, las densidades más altas de cabezas de ganado por km2 se encuentran en Cantabria, Asturias y Galicia, con mucha diferencia respecto a la cuarta comunidad autónoma, que es Extremadura. Es el ganado bovino el que necesita mejores pastos y es en las comunidades autónomas del norte donde este recurso es más abundante. Pero mientras que en otras provincias con alta carga de ganado bovino como Salamanca y Cáceres los animales pastan en dehesas, que son formaciones de bosque muy abierto con pocos arbustos y situadas mayormente en zonas llanas, en la cornisa cantábrica el relieve es más accidentado y la vegetación crece más rápido y con más densidad. Por eso la “necesidad” de manejar el fuego para conseguir pastos es mayor, y también mucho más peligrosa. De ahí que la decisión del Parlamento de Asturias, tomada en marzo de 2017 con el voto afirmativo de todos los grupos parlamentarios salvo Podemos, de disminuir el nivel de protección fijado por la normativa estatal para los montes incendiados, volviendo a permitir el pastoreo en los mismos (decisión tomada con las advertencias en contra de asociaciones ecologistas, del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes, de la Defensora del Pueblo y del propio Ministerio de Agricultura) pueda calificarse de auténtica temeridad. Ya la Fiscalía ha apuntado que hay indicios de que tras la mayoría de los incendios ocurridos el pasado mes de octubre en Asturias está la generación de pastos. Algo debe de estar fallando en nuestro sistema político cuando a un poder legislativo integrado por personas sin formación en la mayoría de los asuntos sobre los que deben tomar decisiones se le permite actuar en contra del sentido común y de la opinión de quienes sí tienen conocimiento, simplemente porque esos señores a quienes los ciudadanos les pagamos el sueldo quieren ganar votos para mantener sus escaños.

En el periodo 2010 – 2015 el fuego recorrió el 10% de la superficie de Cantabria, el 6,57 de la de Asturias y el 3,6 de la de Galicia. Estas tres comunidades autónomas, seguidas de la Valenciana, encabezan el ranking de superficie afectada por incendios en España en ese periodo. Precisamente ese dato es uno de los cuatro que se valoran para estimar el riesgo de desertificación. Si bien en el norte de España no se dan las condiciones naturales que sitúan a un territorio dentro de la categoría de “en riesgo de desertificación”, no cabe duda de que la reiteración de incendios puede llevar a un empobrecimiento del suelo y a una mayor sequedad ambiental que puede desembocar, incluso, en una disminución de las precipitaciones.

Por todo lo anterior, resulta urgente revisar todo el entramado de normativas y subvenciones para asegurar que no existen facilidades ni incentivos para trabajos agrícolas y ganaderos que conlleven un elevado riesgo de incendio.

En relación con la superficie quemada en el periodo 2001-2010, a considerable distancia de las cuatro primeras motivaciones de los incendiarios (quemas para conseguir pastos, acción de pirómanos, quemas para eliminar residuos y matorral en explotaciones agrícolas y un cajón de sastre denominado en los informes oficiales “otras motivaciones”) figuran la acción de cazadores para facilitar la caza o protestar contra el acotamiento de la caza, el vandalismo, las venganzas, y las quemas para eliminar animales como lobos y jabalíes. Por tanto, cabe insistir, una vez más, en que los incendios forestales provocados resultan en su mayoría de acciones de personas que viven en el medio rural y/o tienen algún interés en actividades agrícolas, ganaderas o cinegéticas.

Una vez que una llama prende el monte, la velocidad de propagación del fuego depende, además de la meteorología y de la topografía, del tipo de vegetación existente. En los cultivos forestales, como los de eucalipto y pino de Monterrey, que ocupan amplias extensiones en las regiones cantábricas, así como en muchas reforestaciones con pino realizadas hace décadas, los árboles están muy juntos, y ello facilita la expansión del fuego de copas. La legislación debería establecer límites a la imparable expansión de los cultivos forestales ya que, además de “robar” espacio a la naturaleza, la búsqueda de beneficio económico incrementa la facilidad de propagación del fuego debido a la elevada densidad de árboles.

Se dice con frecuencia que una de las causas de que el fuego prenda con facilidad es que el monte no está limpio. Gracias a este nuevo mantra, parece que está bien visto arrasar los arbustos, como he podido comprobar en diferentes actuaciones impulsadas o permitidas por las propias administraciones. Esto es un grave error, ya que un bosque es un ecosistema con un estrato arbóreo, otro arbustivo y otro herbáceo. Los arbustos son fundamentales para proveer de alimento y refugio a la fauna y para facilitar el crecimiento de los árboles. Por tanto, no es que no deba haber arbustos (llamados despectivamente “matorrales”), sino que no conviene que haya una densidad excesiva. En la naturaleza son los herbívoros silvestres los que impiden densidades excesivas de vegetación. En entornos humanizados, como Europa, más que los herbívoros silvestres es el ganado el que ha realizado ese trabajo. El abandono de muchas pequeñas fincas ganaderas, a menudo rodeadas de bosque, donde la presencia de herbívoros silvestres es escasa, ya de sea de modo natural o debido a una caza excesiva, sí puede originar un aumento de la densidad y facilitar así la propagación del fuego en caso de que éste se produzca.

«La legislación debería establecer límites a la imparable expansión de los cultivos forestales»

Evidentemente, todas las especies arden una vez que les llega el fuego. Pero, dado que el fuego es un elemento recurrente de manera natural en el entorno mediterráneo, nuestras especies vegetales se han adaptado a él con distintas estrategias: facilidad de rebrote a partir de las raíces y yemas no quemadas, generación de tejidos protectores que limitan el daño y mecanismos de dispersión de semillas que se ven favorecidos por el fuego. Aunque las frondosas autóctonas (abedules, alcornoques, encinas, hayas, robles …) representan algo más de la mitad de la superficie arbolada de la España peninsular, la extensión correspondiente a estas formaciones autóctonas que ha ardido en el periodo 2011 a 2013 se sitúa entre el 25 y el 30% del total de arbolado quemado. Por otra parte, si se suman las superficies quemadas de las dos especies más afectadas por los incendios en cada uno de los años del periodo 2001-2010, solo el 13% del total corresponde a frondosas autóctonas. Las repoblaciones con pino, aunque se trate de pinos autóctonos, se han efectuado muy a menudo en densidades muy altas que las hacen eficaces conductores del fuego si este prende. Aclarar estos pinares, facilitar la expansión del bosque autóctono con una adecuada diversidad de especies y alternando bosque y pradera y favorecer la presencia de herbívoros que mantengan a raya la densidad, son apuestas ganadoras no solo como modo de hacer una selvicultura preventiva frente al fuego, sino para restaurar nuestra dañada naturaleza y potenciar los servicios que los ecosistemas brindan en forma de protección frente a catástrofes naturales, regulación del microclima y de los ciclos de nutrientes y provisión de bienes consumibles por los seres humanos, además de los valores estéticos y espirituales que aportan.

Miguel Á. Ortega es presidente de Asociación Reforesta, que trabaja desde 1991 por la conservación y recuperación de los bosques y la mitigación del cambio climático.

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