Opinión

La imparable marcha de los robots

«La automatización afecta a todos y a todo: el empleo, las clases medias, la sanidad, las finanzas e incluso las emociones», escribe Andrés Ortega, en ‘La imparable marcha de los robots’ (Alianza Editorial).

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24
febrero
2017

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La revolución de los robots, la «robolución», la «Segunda Era de las Máquinas», o la de la «Industria 4.0», está empezando a afectar a todos y a todo: el empleo, la idea del trabajo, las clases medias y trabajadoras, la sanidad o las finanzas, la guerra e incluso las emociones. Abre posibilidades insospechadas hace pocos años, pero su alcance puede ser tan fascinante como devastador. Mucho dependerá de si logramos enfocar bien nuestra relación con las máquinas y llegar a un nuevo contrato social en este nuevo entorno.

No estoy hablando de ciencia ficción, sino sobre lo que ya está ocurriendo y lo que puede pasar en un horizonte no muy lejano, de diez a veinte años, que muchos de los lectores vivirán. Piénsese que el primer iPhone, el primer teléfono inteligente (si excluimos el más limitado Blackberry), data de 2007, es decir, de hace menos de diez años, más o menos como Twitter. Un informe del Foro Económico Mundial, de septiembre de 2015, identificaba 21 puntos de inflexión, momentos en que cambios tecnológicos específicos alcanzan a la sociedad de forma extensa y no como un invento. Sitúa todos ellos en los próximos diez años, con un primer efecto que ya se está notando: la cuarta revolución industrial crea menos puestos de trabajo en nuevas industrias que las revoluciones anteriores y genera menos empleos que los que destruye. Aunque la gran mayoría de los cambios tecnológicos son incrementales y a menudo lentos, las tecnologías disruptivas, que quiebran formas de hacer para remplazarlas por otras nuevas, a veces entran de forma exponencial.

«La automatización está produciendo consecuencias, algunas muy positivas y otras negativas. Casi nunca neutras»

Bill Gates, el fundador de Microsoft, suele alertar de que solemos «sobrestimar el cambio que se producirá en los próximos dos años y subestimar el cambio que se producirá en los próximos diez». Nos avisa de que no debemos –personas, empresas y decisores políticos– dejarnos llevar por la inacción. De hecho, cuando en 1992 Bill Clinton, entonces presidente de Estados Unidos, reunió a los mejores pensadores de su país para hablar de la marcha de la economía, nadie mencionó Internet, que, sin embargo, ya existía. No nos percatamos del alcance de nuestros inventos ni tenemos un objetivo para ellos, aunque nos aqueje lo que los griegos llamaron pleonexia, el apetito insaciable de cosas materiales, la enfermedad del progreso mal entendido. Pues la idea de progreso, salvo en ciencia y tecnología, está en crisis, al menos en el mundo occidental que la generó, remplazada por un énfasis en el consumo.

Aunque la mayoría de la gente no las entienda, estas tecnologías se meten, se han metido ya, en todos los aspectos de nuestras vidas. Muy a menudo, demasiado a menudo, ya no somos conscientes de su presencia. La tecnología se vuelve a menudo invisible. Y vamos casi a ciegas sobre sus consecuencias. Los robots, en un sentido amplio, están ya en todas partes y los usamos para casi todo. También nos usan. «El software se está comiendo el mundo», asevera acertadamente Martin Ford, ingeniero informático, empresario de Silicon Valley y uno de los primeros que en sus escritos ha alertado sobre el aumento del desempleo de la mano de las nuevas tecnologías.

«Está cambiando nuestras sociedades, la geopolítica mundial e incluso nuestra manera de pensar»

Son programas informáticos los que nos contestan cuando llamamos a un servicio al cliente. Están en nuestros coches –que se parecen mucho a los de hace cincuenta años, pero son tan distintos– regulando muchas cosas. Por supuesto, están en muchas fábricas y auguran una nueva industrialización. La explosión en su uso está produciendo consecuencias, algunas muy positivas y otras negativas. Casi nunca neutras. Van a cambiar, están cambiando, nuestras sociedades, la geopolítica mundial, e incluso nuestra manera de concebir la humanidad y nuestras maneras no ya de hacer, sino de pensar

No caigamos en la pura distopía, mas sí hay que reflexionar sobre el futuro, los futuros, que comportan. Incluso una persona nada sospechosa de radicalismo como Klaus Schwab, el impulsor del Foro Económico Mundial de Davos, advierte de la magnitud de los cambios que se avecinan: «Son tan profundos que, desde la perspectiva de la historia de la humanidad, nunca ha habido un momento de mayor promesa o de mayor peligro potencial, pues no solo está cambiando el qué y el cómo de hacer las cosas, sino también quiénes somos».

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