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La agricultura que viene

El sector agrícola se enfrenta a un doble desafío: el calentamiento global, del que es uno de los principales responsables, y el hambre, que aún padecen 800 millones de personas.

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12
mayo
2016

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Hace tiempo que el arte de cultivar la tierra −tal y como la RAE define «agricultura»− dejó de ser una tarea meramente artesanal para convertirse en una de las principales actividades económicas del mundo. Aunque los avances en la ciencia y la tecnología han contribuido al notable aumento de la producción de alimentos desde mediados del siglo XX, hoy el sector agrícola se enfrenta a un doble desafío: el calentamiento global, del que es uno de los principales responsables, y el hambre, que aún padecen 800 millones de personas. La agricultura sostenible se perfila como única solución.

Alimentar 2.000 millones de bocas más en 2050. O, lo que es lo mismo: aumentar un 60% la producción agrícola para poder satisfacer una demanda que crece de forma exponencial. Hasta ahí, la mitad de una ecuación que se desbarata al incorporar otras variables. Por ejemplo, el hecho de que el aumento de la temperatura global pueda dar lugar a una reducción del 2% del rendimiento de los principales cultivos –maíz, patatas, arroz y trigo− cada década.

Producir más alimentos con menos tierra y menos agua per cápita que en siglos pasados es, en definitiva, el reto nada liviano que encara un sector tan estratégico como la agricultura, del que depende no solo la economía de cualquier país –sea cual sea su nivel de desarrollo−, sino la propia supervivencia de la humanidad.

El último Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, 2014) señala importantes incertidumbres a escala regional y mundial sobre el posible impacto del cambio climático en la agricultura. Algo evidente teniendo en cuenta que su actividad depende en gran medida de las condiciones ambientales. Muchos países ya están sufriendo las repercusiones del cambio climático en forma de una pluviometría irregular e impredecible, una mayor incidencia de las tormentas y sequías prolongadas. Además, el cambio de las condiciones meteorológicas también favorece la aparición de plagas y enfermedades. Las tierras de cultivo, los pastos y los bosques, que ocupan el 60% de la superficie terrestre, se ven progresivamente expuestos a las amenazas derivadas de la variabilidad climática.

Sin embargo, el sector agroforestal presenta otra singularidad positiva: es el único que, a través de la fotosíntesis, puede secuestrar dióxido de carbono de la atmósfera y retenerlo en forma de biomasa y materia orgánica del suelo. De hecho, el suelo ya contiene el doble de carbono que la atmósfera. «Por este motivo, la agricultura puede contribuir a la mitigación de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), pues bajo un manejo apropiado puede reducir a cero las emisiones de CO₂ a la atmósfera y capturarlo y almacenarlo como carbono orgánico en el suelo, a la vez que puede minimizar las emisiones de metano y óxido nitroso», explica el profesor Luis López Bellido en su libro Agricultura, cambio climático y secuestro de carbono.

Lo paradójico es que el sector se ve amenazado por un problema que él mismo contribuye a agravar. López Bellido estima que la agricultura genera entre el 10 y el 12% de las emisiones antropogénicas de los GEI y que estas aumentarán en las próximas décadas debido a la demanda creciente de alimentos y a los cambios en la dieta. Sin embargo, confía en que la mejora de las prácticas de cultivo y las nuevas tecnologías emergentes permitirán una reducción de emisiones por unidad de alimento producida. Su teoría coincide con la ruta que marca la Agenda 2030, aprobada el pasado septiembre en Nueva York. Los 17 ODS, que pretenden ser el punto de partida para erradicar la pobreza y el hambre y paliar en lo posible los efectos del cambio climático, introducen una nueva variable: la sostenibilidad.

«Acabar con el hambre, lograr la seguridad alimentaria y una mejor nutrición y promover la agricultura sostenible», reza el segundo de los objetivos. En efecto, la sostenibilidad −trasladada al terreno que nos ocupa− es la que va a permitir que la agricultura se convierta realmente en aliada de la lucha contra el cambio climático y el hambre. «Catorce de los 17 nuevos ODS están relacionados con la misión histórica de la FAO», señaló el director de dicha institución, José Graziano da Silva, durante la Cumbre. «Necesitamos construir sistemas agrícolas y alimentarios más sostenibles, que sean resistentes al estrés y con una mayor capacidad de respuesta al cambio climático», añadió.

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«Si seguimos utilizando los recursos tal y como lo hacemos hoy en día, necesitaríamos tres planetas para vivir. No podemos olvidar que la población crece y que los recursos son finitos», advierte Ana Palencia, directora de Responsabilidad Social de la multinacional Unilever. «Todos los operadores sociales deben adquirir compromisos para frenar el cambio climático; luchar contra el aumento de la temperatura requiere un esfuerzo conjunto de la Administración, las empresas y la sociedad civil. Nosotros hemos desarrollado un código de agricultura sostenible con doce indicadores que nos van a permitir minimizar el impacto medioambiental derivado de la producción agrícola, que aborda asuntos como el control de fertilizantes, las plagas, el agua, la energía, la biodiversidad, los residuos y el bienestar animal», explica.

A veces, ser sostenible no significa más que producir de forma inteligente. ¿Por qué aplicar plaguicidas de forma maquinal haya o no haya insectos? Si la tierra está abonada, ¿para qué emplear fertilizantes? ¿Por qué no implantar sondas de agua, enterradas bajo la tierra, para que el riego se produzca solo cuando el suelo lo pida? Los productores de tomate de Agraz, uno de los proveedores de Unilever, se hicieron este tipo de preguntas cuando su proyecto se puso en marcha en 2010. Este programa de agricultura sostenible, dirigido por la marca de alimentación Knorr, encontró en la región de Extremadura un lugar idóneo para desarrollar su actividad.

Tras formar a 230 agricultores en prácticas sostenibles, Agraz ha logrado a lo largo de sus cinco años de vida reducir la emisión de CO₂ en un 22% gracias, entre otras técnicas, al uso de feromonas en lugar de pesticidas. También ha comprobado cómo la simple rotación de cultivos garantiza la preservación de los nutrientes de la tierra y la biodiversidad. O cómo, a través de unos sencillos sensores, el consumo de agua en sus plantaciones se podía reducir hasta un 20%. «Dicho así parece poco, pero ese 20% equivale a 1,5 millones de litros por hectárea, es decir, a la capacidad de 1.500 piscinas olímpicas», aclara Ana Palencia. En términos de producción, el proyecto de Agraz ha multiplicado por dos la productividad. Knorr ha extendido así esta práctica a 13 de las verduras más importantes que procesa.

«Es cierto que la agricultura libera importantes cantidades de óxido nitroso debido a los fertilizantes nitrogenados y que el ganado produce metano. Pero la agricultura de los últimos años es la que más empeño ha puesto para frenar el cambio climático», asegura José María Fresneda, secretario general de ASAJA (Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores) en Castilla-La Mancha. «Las cifras hablan por sí solas: en los últimos veinte años, las emisiones de la agricultura de la Unión Europea se han reducido un 24% por la merma de la cabaña ganadera, la gestión de purines y la aplicación más eficiente de los fertilizantes».

Existen ya numerosos estudios que demuestran la capacidad de la agricultura para adaptarse e, incluso, mitigar el cambio climático. En la Universidad Pública de Navarra, han desarrollado el proyecto Life Reagiox, que pone de relieve la importancia de la agricultura de regadío en la fijación del CO₂ atmosférico y su potencial para la reducción de gases contaminantes. Otro ejemplo es Medacc, una iniciativa nacida en Cataluña que ha comprobado que determinados cultivos mediterráneos como la viña, el olivo o el melocotón acumulan dióxido de carbono en igual o mayor medida que los bosques de pino joven.

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Sin embargo, las posibilidades que ofrece la agricultura no dan por bueno nuestro modelo de producción y consumo. Eduardo Aguilera, de la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla) ofrece una visión crítica: «La apuesta por la agricultura sostenible lleva implícita la necesidad de reducir, fuertemente, los niveles de consumo de productos animales, algo que en realidad no perjudicaría nuestra dieta, sino que nos colocaría en niveles de consumo más similares a la dieta mediterránea y mucho más saludables que los actuales», sostiene, y continúa: «Por otro lado, la mayor parte de la energía fósil consumida en el sistema agroalimentario español no se consume en la agricultura, sino en fases posteriores de la cadena: procesado, transporte, envasado, comercios y hogares. Es por tanto fundamental, para tener una alimentación que enfríe el planeta, consumir en lo posible productos que sean mayoritariamente vegetales, ecológicos y de temporada».

Algo sobre lo que también advierte Ana Palencia, que recuerda que para producir 1 kilo de carne de ternera se necesitan 15.000 litros de agua, mientras que para producir un kilo de arroz solo hacen falta 800 litros. «Aunque los productos de origen vegetal impactan menos a nivel ambiental que los de origen animal, hay que seguir concienciando sobre las consecuencias derivadas del proceso de producción. Sobre todo cuando piensas en la cantidad de comida que se desperdicia y en los 800 millones de personas que padecen hambre». «El sector privado se ve concienciado gracias a que el consumidor está demandando más productos sostenibles –comenta la directiva−. los enfrentamos a una nueva generación de consumidores mucho más críticos y más exigentes con las marcas. El 50% de los consumidores están dispuestos a condenarlas si no las consideran éticas».

No cabe duda del potencial de la agricultura sostenible, pero la transición hacia este modelo debe estar acompañada por cambios en el sistema agroalimentario y en los patrones de consumo. «Hay que valorar los esfuerzos de la agricultura y reconocer su incidencia positiva para el cambio climático. Hay proyectos que demuestran la eficacia de sistemas sostenibles que reducen la concentración de CO₂ en la atmósfera, como la agricultura de conservación, la rotación de cultivos o la agricultura de precisión. Un nuevo enfoque que se conoce como ‘agricultura climáticamente inteligente’», sostiene Fresneda, de ASAJA. «Los agricultores se ocupan de producir los alimentos sanos y seguros, pero también dan un servicio a la sociedad hasta para respirar de forma sana y pura. Por tanto, si quien contamina paga… quien descontamine, que cobre», propone con cierta enjundia.

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